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VISA USA

ANTONIO CABALLERO RELATA SU EXPERIENCIA EN EL TRAMITE NECESARIO PARA PODER CONOCER DISNEYLANDIA

13 de enero de 1997

Cuando llevaba ya dos horas de espera ante los muros cerrados y ceñudos de la embajada, y me habían caído encima ya dos aguaceros de tres cuartos de hora cada uno, confieso que mi entusiasmo por conocer las maravillas de Disneylandia empezaba a enfriarse. Había ido el día anterior a solicitar la visa, con palancas. Y, gracias a las palancas, me habían hecho pasar directamente a la ventanilla número 14, ante la que había tenido que esperar sólo 50 minutos. No había nadie más haciendo cola ahí, pero cada vez que hacía ademán de avanzar una señorita me hacía con la mano un gesto de que tuviera paciencia. La tenía, porque debo reconocer que, en cierto modo, la culpa era mía. Mi cita era para las ocho de la mañana, pero no la había cumplido porque debía llegar a ella con un recibo del banco, con sello del cajero, certificando que había consignado 20.000 pesos; y como el banco sólo abría a las nueve, y el cajero me había hecho esperar un rato, eran ya casi las 10 cuando pude correr a la embajada.Corrí, llevaba el recibo del banco en una mano y en la otra la carta de recomendación y la solicitud de visa bien rellenada. Nombre, lugar de nacimiento, domicilio de mi empleador, pruebas de que mi empleador me daría sostenimiento económico, incluyendo los pasajes, propósito de mi viaje: ¡Conocer Disneylandia! Que si alguien en mi nombre "a (sic) indicado a un funcionario consular mi deseo de inmigrar a los Estados Unidos": que sí (lo de la palanca). Que si viajaba con mi esposa: que sí, porque yo creo, como el presidente Clinton, en los valores familiares. Que si había (¿abía?: ya dudaba de mi ortografía en castellano) sido alguna vez proxeneta: que no. Que si había, o abía, participado alguna vez en un genocidio: que no. Que si había ordenado, incitado o asistido persecuciones por causa de raza, de religión o de política bajo el control directo o indirecto del gobierno nazi de Alemania: que no, que no había nacido entonces. Que si intentaba ingresar a Estados Unidos para participar en actividades terroristas: que no, que si lo intentara no lo diría por escrito, y que de todos modos no se pueden juzgar las intenciones sino sólo los actos de acuerdo con la doctrina de la Corte Suprema de E. U., que me sé de memoria. Que si había abusado de las drogas: que no (si la pregunta hubiera sido que si había usado drogas me habrían puesto en un brete; pero ¿abusar?: ¡jamás!). Fecha, firma, foto en colores con el nombre al dorso. Lo tenía todo. Esperé.Cuando al cabo de 50 minutos la señorita me invitó a acercarme al vidrio blindado de la ventanilla 14 estaba tan emocionado que el teléfono para comunicarme con su cubículo hermético se me resbalaba de la mano. Me hizo muchas preguntas. Que a qué iba: ¡A conocer Disneylandia! No pareció creerme, y yo, impresionado porque la veía casi envuelta en una gran bandera norteamericana de barras y de estrellas, me atropellé a añadir que iba también a Nueva York. Que para qué a Nueva York: que para conocer Nueva York. Que para qué quería conocer Nueva York: que para escribir unos artículos para el empleador que me pagaba los pasajes. Que unos artículos diciendo qué, exactamente. Fui sincero: le dije que no sabía, puesto que todavía no conocía Nueva York, ni Disneylandia. La señorita me miró con algo que, a causa del grosor del vidrio de seguridad, no supe si era incredulidad o desdén. Me ordenó que volviera al día siguiente, a las tres en punto de la tarde, personalmente, a ver si podía reclamar mi visa. Me dio un papelito azul.Me fui feliz, casi bailando. Eran las 11 pasadas. Llamé a mi familia, a mis amigos, al empleador que había de darme sostenimiento económico, incluyendo pasajes: tenía la visa de un cacho.(Debo decir que cuatro o cinco veces, en los 25 años anteriores, se habían negado a dármela. No me la habían negado por causa de raza, religión o política, simplemente se habían negado a dármela sin explicar por qué. Extraoficialmente me habían dicho que yo, por razones que no podían decirme, era considerado una amenaza para la seguridad de Estados Unidos. Durante 25 años había sufrido, sintiéndome como el presidente Ernesto Samper, o como un leproso: alguien sin visa USA. La tiene todo el mundo, me decía: la tiene Pablo Escobar y la tiene el genocida racista serbio Milosevic, la tiene el Papa, que persigue a la gente por causas de religión, la tiene cualquier narcotraficante cubano que contribuya con 10.000 dólares a una campaña presidencial y se haga tomar fotos con la primera dama y con el vicepresidente de Estados Unidos _aunque ni soñar con que el empleador que me paga a regañadientes los pasajes me dé además 10.000 dólares para que me los gaste en pendejadas_, la tuvo hasta aquel emperador centroafricano que devoraba niños. Y yo, nunca. Sufría. Por eso, cuando me di cuenta de que tenía la visa de un cacho y podría por fin conocer Disneylandia, de la cual me habían hablado mi hija y otros compatriotas con desbordado entusiasmo, me puse tan contento. ¡Por fin!, me dije. Dios aprieta, pero no ahoga. Y lo traduje al inglés: In God we trust.)Al día siguiente, bien bañado y peinado, encorbatado (recordaba con cierta aprensión que en la foto de la solicitud no llevaba corbata), me presenté de nuevo en la embajada a las tres menos cuarto. Había una cola de unas 300 personas. Pero yo, confiado en mi palanca, les anuncié al desgaire a los guardianes de cachucha carmelita de vigilancia privada (eso me había decepcionado: yo soñaba con 'marines' de dos metros) que me estaban esperando en la ventanilla 14. Amenazándome con el bolillo de plástico (porque llevaban vacías las pistoleras) me mandaron a la cola. Me pareció muy democrático: los Estados Unidos son la cuna de la democracia. Recordé mis lecturas de Tocqueville. Recité para mi coleto la hermosa oración de Gettysburg de Abraham Lincoln. Me puse en la cola.La larga cola, inmóvil, serpenteaba por el vasto prado que se extiende entre la reja exterior y los muros, frente a una especie de pagoda de hormigón que se me antojó a la vez bella e imponente, digno emblema de una gran nación poderosa y democrática. No conseguí, sin embargo, identificar el estilo: ¡tejano? ¡asirio? Tenía, ya digo, algo de pagoda de la Ciudad Prohibida de Pekín, pero también de pérgola de jardín japonés y cierto aire entre neobabilónico y egipcio de la XXIV Dinastía. Imaginé que en Disneylandia, o quizás en Las Vegas, encontraría edificios parecidos. La cola no avanzaba, pero no me atreví a fumar por miedo a que nos estuvieran filmando con cámaras ocultas, como solía hacer Nixon: no hace mucho que la propia Hillary Rodham Clinton, en defensa de la seguridad nacional declaró la Casa Blanca zona prohibida para los fumadores. A lo mejor en los predios de la embajada regía la misma norma. Y, en efecto, nadie fumaba: no estábamos todavía en Marlboro Country. Y en todo caso a las tres y 10 empezó a llover a chuzos.Ya éramos unos 500 los que hacíamos cola en el potrero, ancianos que tosían, niños que lloraban, mujeres solas y como desamparadas que decían tener una hermana en Miami, y nos apretujamos todos al abrigo del templete babilónico, cuyas lonas (tenía unas lonas tal vez californianas) dejaban caer gruesos chorros de lluvia cada 20 centímetros. Por nuestros pies corría un torrente. Nadie se movía. Nadie lloraba. Algunos, no sin irreverencia, se metieron en la boca el papelito azul para resguardarlo del aguacero. Y así pasamos unos 40 minutos, hasta que se abrieron las puertas, y a la vez dejó de llover, y se abrió el cielo.Entramos muchos (no todos), y los celadores nos dispusieron en nuevas colas ante 16 ventanillas blindadas: a unos por números, a otros por nombres, a otros por el aspecto. Breves ladridos de altavoz, bajo una pérgola semejante a la de afuera, daban instrucciones contradictorias: ahora vamos a llamar por números de pasaporte; ahora por números de solicitud; ahora hagan cola otra vez, porque vamos a respetar la cola ahora sí. La señorita de la tarde anterior me había dicho que la presentación era personal e intransferible, pero vi varios hombres que regresaban de las ventanillas con un fajo de 15 ó 20 pasaportes visados. Uno me dijo (y no quise creerle) que había tramitadores que sacaban la visa por 5.000 pesos. No llamaban mi número (el 5.512) y otra vez se había soltado el aguacero. Eran las cinco y media de la tarde y el cielo de Bogotá se veía despejado y azul salvo en el perímetro de la embajada. Empecé a pensar (¡Dios me perdone!) que la descomunal antena parabólica que corona el edificio servía para hacer llover o no, según el capricho del embajador Frechette: cuando él quisiera, caería un rayo. Fue entonces cuando empezó a vacilar en mi corazón el entusiasmo por visitar Disneylandia.Pero entonces cambiaron nuevamente el sistema (a veces los parlantes decían que si hablábamos en la cola se dañaba el sistema), y a los que encabezábamos las colas sin que llamaran nuestro número nos permitieron acercarnos. Avancé cegado por la lluvia. Un funcionario _pobres: cómo deben odiar a los colombianos que vamos a pedir visa_, encerrado tras el cristal antibalas sucio de vaho y de lluvia con la única compañía de su bandera para secarse el sudor, me dijo que me fuera. Le dije que, por favor _me daba cierta lástima_, me devolviera al menos mi pasaporte, aunque fuera sin visar. Me dijo que no, que volviera el martes (estábamos a viernes) a hacer cola. ¿Personalmente otra vez? Sí: personalmente otra vez. Me fui, bajo la lluvia. Cuando transpuse la verja de la embajada, escampó.Confieso que hice trampa. No volví a hacer la cola (ni volveré jamás). Envié a un mensajero del empleador que me paga los pasajes con mi papelito azul a reclamar mi pasaporte. Hizo cola desde las nueve de la mañana hasta las seis de la tarde del martes y le dijeron que volviera el miércoles. Volvió el miércoles, desde las 10 hasta las seis (cometí el error de no hablar con uno de los tramitadores de 5.000 pesos), y le dijeron que volviera el jueves. Volvió el jueves, y a las seis menos cuarto (estaba ahí desde las dos) le entregaron mi pasaporte. Con visa (tipo R.I., sea eso lo que sea) válida hasta el 4 de marzo. Voy a ver si voy. (Hay una nota que advierte que la concesión de la visa no garantiza el derecho a entrar en Estados Unidos). nn 'Nadie fumaba: no estábamos todavía en Marlboro Country'