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YO TE PROPONGO

Después de su entrevista con Antonio Navarro Wolf, el periodista exiliado en España analiza la propuesta del M-19.

ANTONIO CABALLERO
1 de agosto de 1988

Hay que reconocer que el secuestro de Alvaro Gómez Hurtado ha cambiado el clima en Colombia. Se habla otra vez de diálogo, después de que ese tema fuera tabú durante años (o tema reservado para gente que hoy está casi toda muerta). Y no sólo habla de diálogo el M-19, autor del secuestro: sino los partidos, la prensa, la iglesia, las centrales obreras.

¿Una locura, como dicen muchos, proponer la paz mediante un acto de guerra? Pues sí, en la medida en que todo el mundo en Colombia está loco. ¿Están más o menos locos los del M-19 que el asesor del sanedrín barquista que se inventó la curiosa fórmula de "mano tendida y pulso firme" para definir la política de paz en la guerra, o de guerra en la paz? ¿Más o menos locos que las FARC, que mantienen la tregua a tiros? ¿Más o menos locos que los que matan, o secuestran, o hacen desaparecer a la gente en silencio, sin proponer nada a cambio?
Sí, es una locura: pero es la locura de la guerra. O mejor, la lógica de la guerra: la tan famosa "posición de fuerza" de que hablan los estrategas.
Es Henry Kissinger adelantando en Paris conversaciones de paz con el vietnamita Le Duc Tho, sobre una guerra que su gobieno hacia sin haberla declarado, y al mismo tiempo que bombardeaba Hanoi en Navidad para mostrar que las conversaciones de paz iban en serio. Es el ex presidente López Michelsen "poniendo a pensar al país" al recomendar que se venza primero y se negocie después.
Es la lógica de la guerra, que es una lógica de poderes enfrentados. El M-19, pequeño grupo de locos, tiene en este momento el poder de ser dueño de un rehén peso pesado: tanto poder, que ha logrado que al ponerlo en la balanza se vuelva a hablar de diálogo, cuando en la época del "diálogo" oficial sólo se les echaba bala. Hace una semana hablé con el " número dos" del M-19 , Antonio Navarro Wolf, sobre la oferta de diálogo que le querían transmitir al gobierno. Y no me pareció más loco que hace tres años, cuando, sin la palanca de un rehén, hablaba de diálogo con el ministro de gobierno de Belisario Betancur mientras el B-2 le ponía en el desayuno una granada de mano.
Por causa de esa granada tiene hoy una pierna menos. ¿Estaba menos, o más loco, cuando tenía las dos?
El gobierno del presidente Barco que en un primer momento se declaró dispuesto a iniciar conversaciones directas con el M-19 sin excluir para ello "ningún escenario", rechaza ahora la propuesta formal de un alto al fuego y una "cumbre" hecha por Carlos Pizarro. Dice que se trata de "un chantaje".

Y no le falta razón: este nuevo clima propicio al diálogo se abrió mediante la presión de un secuestro. No hay que olvidar, sin embargo, que el viejo clima reinaba a causa de cosas no mucho más meritorias que un secuestro: reinaba a causa de múltiples secuestros, asesinatos, desapariciones, choques armados, emboscadas, bombardeos. A causa de una situación de guerra no declarada, producto a su vez de la iniquidad económica y social y de la cerrazón política; frutos a su turno de la ceguera egoísta de los sectoes dirigentes tradicionales del país: de la oligarquía. La cual solo ha empezado a darse cuenta de eso cuando la guerra le ha tocado por fin su propia entraña, con el secuestro, en pleno barrio del Chicó, a la salida de misa y después de comentar gravemente con el cofrade Palacio Rudas los problemas del país, de Alvaro Gómez Hurtado.
(Este no es un análisis " subversivo". Es el mismo que hacia hace 15 días el presidente Barco cuando denunciaba el "egóísmo", el "cinismo" y la "arrogancia" de "los privilegiados" de Colombia. Si eso lo dice Barco, que es tan privilegiado como el que más en este país, y pertenece más todavía que el propio Gómez al curubito de la oligarquía, es porque debe saberlo)
Se habla otra vez de diálogo, pues, a la fuerza. De paz, a causa de un acto de guerra. O mejor: de un acto que mostró en qué consistía la guerra, como no habían conseguido mostrarlo ni las matanzas lejanas de Urabá o del Caquetá, ni los asesinatos subalternos de concejales, de líderes sindicales, de maestros, y ni siquiera una masacre de las dimensiones de la del Palacio de Justicia. El director y propietario de El Tiempo, Hernando Santos, le criticaba a Belisario Betancur el que hubiera querido inventar la paz en un país que no tenia guerra. Y quizás tenía cierta parte de razón en el sentido de que Betancur era el único que, del lado del sistema, había querido verla.
Tal vez ahora la situación sea más sana en el sentido de que hasta Hernando Santos ve que hay guerra. En los tiempos del primer "diálogo nacional", sólo el gobierno (y tal vez menos: sólo el Presidente) creía necesario el diálogo para buscar la paz.
Ahora es al revés. Todas la fuerzas políticas y económicas del sistema lo consideran necesario, o por lo menos inevitable; y solo el Presidente (y tal vez su gobierno) lo rechaza.
Y los militares, que no han variado la terca posición que los llevó a sabotear abiertamente la tentativa de paz de Belisario y siguen insistiendo en que si les dan un poco más de presupuesto, si les aflojan un poco más las ya muy laxas restricciones jurídicas, en un dos por tres, ahora sí, van a ganar la guerra. Ni en las más atroces épocas de la violencia de los años cuarenta y cincuenta había sido tan abundante y tan incesante el derramamiento de sangre en Colombia: un promedio de 25 muertos semanales. Y no disminuye: aumenta. La mano tendida y el pulso firme de Barco y sus generales (que el de Urabá ya tradujo, quizás involuntariamente, por "mano dura y pulso firme": quizás siempre creyó sinceramente que era así) han provocado no un apaciguamiento, sino una exacerbación de los problemas de orden público. De los asesinatos individuales de los paramilitares defendidos en el Congreso por el general Rafael Samudio se ha pasado a las matanzas colectivas. De los choques entre patrullas del Ejército y grupos guerrilleros, a los bombardeos indiscriminados de zonas campesinas. Pero tal vez esto forma parte también de la lógica demencia de la guerra, y haya sido necesario que la situación se agrave hasta el delirio para que se caiga en la cuenta de que es inevitable-empezar a ocuparse de sus causas.

Con lo cual volvemos al diálogo, a alto el fuego y a la cumbre de "salvación nacional" que propone el M-19. Es un poco, otra vez, el "sancocho nacional" de que hablaba Jaime Bateman, en el que, para que tuviera la sazón necesaria, debía haber de todo como en los buenos sancochos: militares, guerrilleros, politiqueros, curas, campesinos, industriales, obreros, intelectuales, amas de casa... Se afirma todavía--como la vez pasa da--que se trata de una propuesta hecha de mala fe. Pero, la verdad sea dicha, sería una mala fe tan auto destructiva que parecería más bien ingenuidad insensata. Porque los que ahora vuelven a proponer el diálogo son precisamente los que más sufrieron con él la vez pasada: los del M-19 que fueron prácticamente exterminados de resultas del diálogo anterior, y empezaron a serlo desde el primer dia de ese diálogo. La víspera de la tregua, asesinaron en Bucaramanga a Carlos Toledo Plata. El día de la firma del cese al fuego, la policía emboscó e hirió a Carlos Pizarro en Corinto. En pleno diálogo, le volaron una pierna a Navarro Wolf en Cali.

En la masacre del Palacio murieron Otero, Almarales, Jacquin. Iván Marino Ospina fue acribillado en Cali, roto ya el diálogo, y Boris sufrió en Antioquia la ley de fuga, y a Alvaro Fayad lo asesinaron en Bogotá después de capturarlo. Y a eso hay que añadir que, mientras duró la tregua, fueron veinte veces atacados a tiros los campamentos urbanos del M-19 en Bogotá y en Cali, y su estado mayor acampado en las montañas de Yarumales tuvo que aguantar quince días de batalla con helicópteros y cañones.

Pero ahora vuelven a proponer el diálogo, y el gobierno les responde que no acepta el chantaje: la guerra debe continuar en paz.

Tal vez desde el punto de vista de la lógica formal tenga razón el gobierno, pero desde el punto de vista de la politica real está quemando una oportunidad de detener el desangre de Colombia que probablemente no vuelva a presentarse en mucho tiempo. Pues no es tanto la vida de Alvaro Gómez Hurtado lo que está en juego, sino más bien su obra.

Porque Alvaro Gómez ha sido (y el hecho de que ahora esté secuestrado no debe hacer olvidar las responsabilidades históricas que asumió cuando actuaba libremente) probablemente el principal promotor intelectual de la violencia política: -es decir, de la violencia como método de hacer política. No hablemos de cosas que son agua pasada--aunque la raíz de lo que pasa ahora esté allá--, como la Violencia liberal-conservadora de hace 40 años, cuando era "el delfin" de Laureano. Sino de cosas actuales. De la lucha que libró Alvaro Gómez hasta que consiguió que el presidente Valencia (porque Alberto Lleras no quiso) bombardeara las "republiquetas independientes" de Marquetalia, convirtiendo con esos bombardeos lo que era una organización de autodefensa campesina perdida en la montaña en una fuerza guerrillera (las FARC) con ramificaciones en medio país. Y de su terca insistencia en que los gobiernos "no le deben tener miedo a la palabra represión" que ha llevado a esa hoguera de represión y resistencia que está arrasando la Colombia. --