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POLÍTICA

Santos y Uribe, entre chiflidos y tomatazos

¿Qué significan las recientes acciones contra el jefe del Estado y el expresidente? Análisis de Semana.com

Armando Neira
27 de febrero de 2014

Y volvió a ocurrir. El presidente Juan Manuel Santos fue chiflado por tercera vez en Cali. En esta ocasión, en un velódromo durante la inauguración de los Mundiales de Ciclismo de Pista.

En realidad silbaron su nombre porque el mandatario estaba ausente. Cuando Ramiro Valencia Cossio, presidente de la Federación Colombiana de Ciclismo, lo mencionó en agradecimiento por su aporte para la realización de la justa deportiva se escuchó la protesta.


En la inauguración y clausura de los Juegos Mundiales, el año pasado, también se sintió la bronca. La repulsa es quizás comparable a los tomatazos y agresiones verbales que en estos días ha recibido el expresidente Álvaro Uribe Vélez.

Para algunos, episodios anecdóticos; pura bulla, dirían otros; rebeldía propia de los muchachos, acotarían los demás. El asunto es más serio de lo que parece. “Es el reflejo de una aprehensión de los ciudadanos a la política que está desgastada, deteriorada”, dice Fernando Giraldo, profesor de Ciencias Políticas.

Eso lo comprenden a plenitud en la Casa de Nariño. Tanto en el Gobierno anterior como en el presente. Una persona que conoce bien la actividad diaria de la sede presidencial cuenta que cuando ocurren estos eventos saltan las alarmas. “A ningún mandatario se le ocurre responder con una rueda de prensa o con un comunicado, pero que una chiflada hace mella es verdad", agrega.

Por eso, se les da trascendencia y se analiza su por qué y las consecuencias en el horizonte. Más en plena campaña electoral en la que cualquier trazo puede estropear el lienzo.

Lo sorprendente es que a pesar de esto pareciera que la lección no fuera aprendida. En el caso de los silbidos a Santos, los hechos evidencian un distancia inquietante de los caleños, en particular, y de la gente del Pacifico, en general, con él. “En época electoral la sensibilidad es enorme entre los ciudadanos, la gente se exacerba con facilidad y más cuando hay problemas para comunicar como los que ha exhibido Santos”, agrega el profesor Fernando Giraldo.

Un breve vistazo a lo ocurrido en el Pacífico así lo confirma. Históricamente a los caleños les ha molestado el obtuso centralismo bogotano. Muchos conciben a la capital como una urbe gélida, donde habita un puñado de pseudoaristócratas que explotan económicamente al resto del país y que se deleitan viéndose retratados en las páginas sociales de los periódicos y revistas mientras allá, en la periferia, la gente hace un esfuerzo enorme por ganarse el pan de cada día.

La exclusión geográfica, social y económica es brutal. La mitad de los altos funcionarios que trabajan con el presidente Santos son bogotanos, egresados de dos universidades privadas de la capital (Los Andes y La Javeriana), dice el suizo André-Noel Roth, profesor de Ciencia Política de la Universidad Nacional y autor, junto a su estudiante Fredy Alejandro Robayo, del estudio Perfiles de la alta administración pública en Colombia. “La administración nacional es una pirámide bien puntuda. Es un círculo bastante cerrado –dice Roth–. El 87 % estudió en Bogotá. Son bogotanos o bogotanizados. Hay un cierto cierre a la perspectiva de Nación”, le dijo a SEMANA cuando esta revista publicó su análisis.

Además, la mirada a Cali por el problema del narcotráfico ha sido distinta en comparación con la de Medellín. Tras la caída de Pablo Escobar hubo un sonoro esfuerzo institucional para apoyar a la capital antioqueña en su recuperación, mientras que cuando se produjo la captura de los hermanos Rodríguez Orejuela se sintió que el Valle quedaba a su suerte.
Cali y sus alrededores, además, tienen una altísima inmigración de personas desplazadas que huyen de la violencia y la miseria de Putumayo, Nariño, Cauca, Chocó. Allí llegan con su inconformidad.

Esto ha dado pie para que la región haya sido germen de un fuerte movimiento sindical y estudiantil. Y más extremista, de varios movimientos que se han alzado en armas para confrontar al sistema como el M-19 o Quintín Lame.

Además, también es epicentro de un movimiento indígena cohesionado, fuerte, legendario. Todos estos factores son importantes para que el mandatario que esté se tome con profunda seriedad este territorio. Cualquier detalle dejado en el olvido tiene su costo. A Álvaro Uribe le pasó un episodio que lo marcó profundamente. Tras no haberles cumplido una cita a los indígenas en el Centro Administrativo Municipal de Cali, terminó subido en un puente peatonal, megáfono en mano, en un pugilato verbal. “Paraco, paraco”, le gritaban. “¿Es ese el diálogo que quieren? ¿A eso me invitan a dialogar mañana?”, replicaba el entonces presidente.

Y ahora volvieron a silbar a Santos. Y, según dicen en las calles de Cali, allí están aún muy heridos por un hecho que en Bogotá se tomó como baladí pero que no es así. Ocurrió hace unos días. ¡El presidente instaló en el Caribe, en Cartagena, la cumbre de la Alianza del Pacifico! No un asunto marginal. En el Pacífico se sintieron insultados. Además, la reunión presidencial en La Heroica fue casi simultánea con una gigantesca marcha en Buenaventura –salieron más 35.000 personas- en protesta contra el abandono y la inseguridad.

Y mientras a Santos lo silban, a Uribe le lanzan tomates. Algunos analistas consideraron que los ataques contra el expresidente, dos en una semana, primero un abucheo cargado de insultos en Tunja y luego varios tomatazos en Soacha, era obra de unos cuantos jóvenes opositores. No fue así. Boyacá fue epicentro del paro agrario que sus organizadores impulsaron en buena medida contra la firma del Tratado de Libre Comercio (TLC), que Uribe defiende con ahínco. El movimiento de los enruanados tiene razones de peso para mostrar su disgusto. Y Soacha es el lugar donde más dolor hubo por los asesinatos de inocentes que después fueron vestidos con camuflados para presentarlos como terroristas muertos. Esto es los falsos positivos, una mancha vergonzosa durante el gobierno anterior.

Si los políticos no toman nota de lo que le ocurre a la gente y no sanan las heridas de esa población, cuando vuelven a encontrarse, bien sea en la plaza pública o en la inauguración de un evento, el chiflido o el tomatazo volverá a repetirse. Es una forma de comunicación bulliciosa y grosera, pero es el al fin y al cabo una manera de expresar un sentimiento.