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De barras bravas y otras muertes

Miércoles 22. El partido entre Santa Fe y Nacional es el momento propicio para echarle un vistazo a la triste situación de las barras. Columna de Reinaldo Spitaletta.

Reinaldo Spitaletta
19 de junio de 2005

El fútbol, denominado en un desafío de lucidez por un francés como la "inteligencia en movimiento", se ha convertido en los últimos tiempos no sólo en el más lucrativo negocio universal sino también en uno de los deportes que genera a chorros sangre, sudor y lágrimas. Se ha transmutado de una metáfora de la guerra a una guerra sin metáforas.

Antes, en un tiempo más bien lejano, se podía decir no sin cierto asomo de poesía que un estadio lleno era el encuentro con la felicidad, o algo parecido a lo que declara un personaje de 'La caída', de Albert Camus. O que en un estadio se igualan las clases sociales, se establece una especie de comunismo de noventa minutos y se va a gozar del arte de lo impredecible, que es el fútbol.

Ya no. Y no sólo porque se haya transformado el fútbol en mercancía, y los futbolistas profesionales, de astros del balón se trastoquen en modelos de pasarela o en trasnacionales de la pelota, sino porque los estadios se tornaron campos de batalla, pero ni siquiera en la grama: en las tribunas o en sus alrededores.

El fenómeno de las "barras bravas", curiosamente originado en la cuna de la civilización contemporánea, en Europa, y transmitido como una enfermedad contagiosa a América Latina, tuvo en Argentina y Chile sus primeras manifestaciones nefastas, con cargas de gritos de agresión entre los rivales y luego con choques mortales. Vidas entregadas por lo menos significativo para un ser humano, por una divisa futbolera. Es que ni por política y religión debe pelearse y menos a muerte.

Los hooligans, una excrescencia de la civilización, o, de otro modo, una negación de la misma, se forman en ambientes (como Inglaterra, Alemania, Holanda) en que la sociedad casi todo lo tiene resuelto. En los que la muchachada perteneciente a las tales barras lo hace por expresar pataletas de pequeña burguesía, por una bofetada a una sociedad de la rutina, por una rebeldía sin causa. Como la de ciertos adolescentes.

En América Latina es, aunque con los mismos resultados de muerte, por causas contrarias. Es el efecto, en muchos casos, de la marginalidad, de la ausencia de justicia, de la falta de cultura y educación, de una sociedad que condena al desprotegido a estar sin derechos. Y quizá como una tabla de náufrago, algunos se pegan a los colores de un equipo de fútbol para expresar sus frustraciones y darles salidas por los canales de la violencia.

Se ha comprobado que las "barras bravas", utilizadas en el Cono Sur también por los clubes, por políticos, por la mafia, por políticos mafiosos, por los traficantes de estupefacientes, en fin, más que expresiones fanáticas de amor a un onceno, son la continuación de un mundo delincuencial que está afuera de los estadios.

Barras en que confluye el lumpen, en que se dan luchas por el poder en la tribu, en las que se camuflan con los cánticos y estribillos, la perversión de los ideales deportivos y de la fraternidad que debería sentirse en los estadios. Estimuladas muchas veces por los mismos dueños de los equipos, o como parte de las tácticas de mercadeo, las barras bravas han degenerado en agrupaciones de alta peligrosidad. Hacen recordar, por analogía, aquellas románticas barras de barrio que, a partir de los ochenta, con la irrupción del narcotráfico, pasaron a ser bandas armadas de pistoleros y sicarios.

La barra brava, con sus fundamentalismos e irracionalidad, es la expresión, en nuestra geografía, de una sociedad enferma; de una sociedad fracturada, en la que la mayoría de gente carece de esperanzas y de oportunidades. Una sociedad en la que ya pocos modelos positivos quedan por imitar: porque ¿quién querrá tener como paradigma a los políticos, que son, en buena parte, causantes de tantas miserias?

Para muchos excluidos el fútbol es la oportunidad de surgimiento, en particular en las barriadas pobres. Ya, sin embargo, no se trata del "sueño del pibe" del que habla un tango, sino de una posibilidad de éxito abrumador, con dólares y euros como recompensa. Pero este aspecto, para los que juegan y creen tener en sus piernas la esperanza de redención. Para el resto, el fútbol, además de seguir siendo el novísimo opio del pueblo, es el único acercamiento a la alegría.

Insisto: ya no. Porque a los estadios en otros tiempos aunque se fuera a sufrir por el equipo, a gozar por el equipo de nuestros amores, se vivía de todos modos una fiesta, como la de aquellos muchachos de Calella de la Costa de los que habla Eduardo Galeano: "Ganamos, perdimos/ igual nos divertimos".

Hoy, cuando el fútbol se convirtió en trasnacional del lucro, cuando la Fifa es uno de los poderes más grandes del planeta, cuando se han utilizado equipos y gestas deportivas para imponer una ideología, ocultar desapariciones, enajenar pueblos; cuando esa aparente inocencia del deporte se esfumó para darle paso a las mafias de apostadores, a las transacciones multimillonarias; cuando los equipos profesionales también se ponen como mampara del poder político y económico, no es raro entonces que aparezcan, con toda su capacidad destructiva, las barras bravas.

Lo triste, claro, es que haya muertos y heridos. Y no siempre es entre aficionados rivales, sino entre los de una misma escuadra. Hay una degeneración de todo: del fútbol, del poder, de los hinchas, del sistema político. Degeneración de un país en el cual, cada día, aumentan los excluidos y desheredados.

Los estadios, ahora, son la maqueta, la visión a escala de una sociedad llena de heridas. Sin embargo, uno sigue asistiendo al estadio cada domingo o cada que juega su equipo del alma; porque esa necesidad de tener ídolos, de la fiebre alta y de las emociones de esa fiesta pagana, es irremplazable. Abajo, en la grama, el fútbol sigue siendo, pese a las tácticas conservadoras y tacañas, la "inteligencia en movimiento". Arriba, en las tribunas, como lo vimos en Bogotá, es la brutalidad y la barbarie. El grito no es de gol, sino de "¡no más violencia!".