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columna del lector

El nuevo orden mundial

Rafael Rodríguez-Jaraba defiende las no bien ponderadas globalización económica y liberalización de comercio.

Rafael Rodríguez-Jaraba*
22 de noviembre de 2005

La globalización económica y la liberalización del comercio no son una moda. Son el Nuevo Orden Mundial. Ambas expanden la economía, alientan el progreso, aminoran la pobreza y reducen la marginación. El mercado libre en condiciones de estabilidad cambiaria y monetaria, beneficia al consumidor. Le ofrece mejores productos y servicios en precio y calidad, y maximiza su capacidad de compra. Los estudios, las estadísticas y las comprobaciones matemáticas así lo demuestran, pero su establecimiento debe ser gradual y escalonado para no perjudicar a los sectores protegidos. La globalización, como todos los procesos transformadores, encierra riesgos y es perfectible. Empero sus inequívocas bondades, su presencia provoca críticas y un movimiento de rechazo. Los contradictores exacerbados del nuevo orden mundial, no niegan sus beneficios, pero aseguran que la prosperidad internacional compromete la equidad y la estabilidad de las naciones pobres. Los grupos "antiglobalización" alegan que los países menos desarrollados están amenazados por el dominio de las corporaciones transnacionales. Sus protestas tienen como blanco el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial y la Organización Mundial del Comercio. Otros grupos críticos más moderados, aprecian el influjo transformador de la globalización, pero refutan su excesivo triunfalismo y reclaman un proceso de avance más prudente y dosificado. La movilización de algunos opositores ha sido hostil, pero útil. Las protestas han hecho eco al interior de los organismos internacionales. En parte, gracias a las protestas, la globalización y la pobreza han equiparado su importancia en la agenda de la comunidad de naciones. La liberalización, sin proponérselo, ha develado múltiples abusos por todos los rincones del mundo. Temas como la discriminación racial y religiosa, la inobservancia de los derechos de la mujer y de los niños, la precaria conservación de la biodiversidad y el irrespeto por la dignidad humana jamás habían tenido un mejor denunciante que la globalización. Baste recordar que en el seno de la OMC pululan las denuncias contra muchas naciones que apelan al dumping social y ecológico para abaratar costos y obtener posturas competitivas en desmedro de los derechos humanos y del medio ambiente. De hecho, el libre comercio y el arribo de inversiones, productos y servicios extranjeros, modifica el entorno comercial, reduce los ingresos fiscales, crea competencia abierta, conmociona la estabilidad económica, y sobrecoge a la industria domestica. En público los sectores blindados por el proteccionismo estatal y por subsidios disfrazados simulan ser partidarios de la globalización. Pero en privado la aborrecen. Los chauvinistas autárquicos condenan los fenómenos migratorios que desafían la prelación de los nacionales sobre los extranjeros. Por su parte, algunos antropólogos y fisiócratas tardíos, aseguran que la tecnología interfiere y desnaturaliza la cultura nativa. En suma, la globalización no es una ocurrencia repentista o un vocablo de temporada, es una nueva realidad económica, compleja pero promisoria y que estadísticamente alienta la esperanza del progreso. Para neutralizar el impacto que genera su establecimiento, los gobiernos y los organismos internacionales deben prevenir perjuicios y compensar daños. La negligencia y lentitud de las autoridades en la toma de decisiones -temporales- para resarcir a los sectores afectados, legitima el rechazo a la globalización. Para advertir y combatir los efectos negativos de la internacionalización, se requieren instituciones nacionales eficientes y capaces de entender y direccionar el proceso. Se precisa de normatividad disuasiva más que punitiva, de estabilidad fiscal y monetaria, y sobre todo, de infraestructura competitiva y control severo a la intermediación financiera y cambiaria. Por su parte, las organizaciones internacionales deben atemperar sus acciones a un avance gradual de la liberalización. El proceso debe ser escalonado y no de choque. El FMI y el Banco Mundial deben ajustar sus políticas y trabajar a favor de la previsión de perjuicios. La OMC debe ser más exigente y no permitir la imposición de barreras comerciales por razones sociales a las naciones pobres. Hoy, las fronteras están cediendo, al paso de productos, personas, culturas y tecnologías. La internacionalización es democrática, y en democracia la liberalización es la mejor opción. La globalización es el nuevo orden mundial y su avance en América Latina, no debe estar limitado a la firma de un TLC, que si bien es útil, a la larga posterga la utopía posible de construir el Área de Libre Comercio de las Américas (Alca). *Abogado, asesor corporativo y profesor universitario de Derecho del Comercio Internacional y Derecho Financiero.