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Lluvia y barro en Girón

Miércoles 16. Crónica de la periodista santandereana Adriana Ximena León sobre el invierno que ha cobrado 36 víctimas en Santander.

Adriana Ximena León*
14 de febrero de 2005

El 11 de febrero el malecón de Girón tuvo el repunte turístico más alto de los últimos años. El propósito era claro: venían a ver lo que se llevó el río. Niños, adultos y ancianos contemplaban desde los puentes colgantes y la orilla los escombros que dejó la avalancha dos noches atrás. Y volvían a contar las historias a los visitantes. Esta había sido la avalancha más fuerte de los últimos treinta y dos años.

Esa tarde, un poco antes de las seis, Doña Victoria, una mujer robusta, de cuarenta y ocho años, estaba sentada en una silla de ruedas (por una operación de rodilla reciente) en la puerta de su casa para recibir y guardar en una bolsa de plástico el dinero de la venta de los tamales del día. Mientras tanto, contemplaba a los turistas, mientras soldados rasos a punta de pala removían el barro.

- ¿A qué horas fue la avalancha?

- A las cuatro de la mañana. Me asomé a la puerta y vi cuando el agua venía. Claro que como yo me levanto todos los días a las dos, alcance a salvar los colchones y los motores de moler el maíz.

-¿Y qué se le daño?

- La ropa se mojo toda. Toco lavarla como tres veces para sacarle el barro. Miré ahí esta colgada.

Hizo una pausa en la conversación para atender a los clientes que cambiaban pesos por tamales o ayacos, y que además le preguntaban por los hechos.

- No, y lo peor es que la gente aprovecha para meterse a robar. A mi hija le robaron las joyas y para completar se le dañaron todos los libros de la universidad.

- ¿Y cómo la sacaron a usted?

- Por un hueco del patio hacia arriba. Lo abrieron en la avalancha de hace treinta y dos años y lo dejaron allí por algún imprevisto.

La tarde estaba fresca y el cielo no mostraba indicios de que volvería a llover. La gente está tranquila.

- Nooo, eso que más va a llover -comenta una de las vecinas de Doña Victoria que va y viene de un lado para otro trayendo nuevas noticias de quienes río abajo se quedaron sin casas.

Todos limpiaban sus casas del barro que aún estaba húmedo. Parece que las cosas volvían a la normalidad. La tarde cayó y al contrario de ver la zona despejada, más gente salía alrededor del río a escuchar y otros a comentar las historias de los que barrios arriba perdieron sus casas. El rió estaba tranquilo y el agua bajaba con parsimonia llevando pedazos de árboles, escombros de canales mal construidos, colchones inservibles, pedazos de cocinillas y neveras.

Creyendo que no pasaría nada más, a las siete de la noche Doña Victoria entró a su casa. Pero la lluvia se reanimó y algunas gotas empezaron a caer. De todas formas ella le pidió a su hija que preparara el arroz para hacer las rellenas del sábado. Porque también vende rellenas.

Pero la confianza se desvaneció y Doña Victoria vió cómo a las once de la noche la lluvia se hizo más fuerte. Doña Victoria temía que en cualquier momento subiría el río de nuevo. Así que esperó despierta. Y le dijo a su hija:

-Mamita mire al río, a ver si ya viene.

En ese momento en lo que menos pensaba era en dormir, estaba esperando que la avalancha bajara para salir.

Inevitablemente la lluvia irrumpió con más fuerza sobre el pueblo. El agua empezó a subir, así que a las 3:15 a.m. le dio tiempo a su hijo de sacarla por la calle y esperar donde su vecina dos casas arriba hasta que todo terminara.

Esta vez no fue necesario usar el hueco del patio de su casa para huir. Estaba despierta. mientras en su casa sus otros hijos y su hermano ponían a salvo el maíz y otras cosas, y colocaban bultos de arena en la puerta de la casa para que no entrara tanto agua y barro.

Sin embargo, a pesar de haber puesto esos sacos de arena, el lodo se coló veinte centímetros más que la vez pasada.

A salvo del agua, entrada la madrugada del sábado, doña Victoria logró dormir un par de horas. No corrieron con la misma suerte sus vecinos del lado que no dieron importancia al aguacero y se quedaron dormidos en la noche del viernes y perdieron todo. Cuando despertaron, la casa estaba llena de agua, algo más de dos metros de altura y no pudieron salvar nada de sus cosas.

Esta vez Dona Victoria perdió cosas que no pudo sacar.

-La mesa del comedor quedo desbaratada, las puertas no cierran, quedaron sopladas por el agua y un escritorio de madera cuando lo fueron abrir se desplomó, todo lo de madera se perdió, el resto que es de hierro no, porque el hierro aguanta todo.

Desde la ventana de la casa de la vecina, donde todavía permanece mientras terminan de sacar el barro de su casa dice con resignación:

-Se pidieron otra vez cosas, pero gracias Dios se salvo la vida.

-¿Y a ustedes les van ayudar con algún subsidio?

Con un gesto de vacilación en el rostro dice:

-A nosotros no. Dicen que porque no lo perdimos todo, que hubo gente que sí.

Avanzada la mañana la gente mojada y con frío estaba en las calles contando su tragedia y la de otros que se habían quedado sin casa, sin cosas y hasta sin sus animales en los barrios de invasión. Pero esta vez más tristes y desesperados, esta vez había sido dos veces peor que la avalancha de hace tres madrugadas atrás y, también, la de hace treinta y dos años. El agua no bajó hasta las once de la mañana y las vías hacía Bucaramanga estaban cerradas.

El tema que murmurará la gente por muchos días será el mismo: la tragedia de todos los 32 mil damnificados víctimas del fuerte invierno, que reciben la solidaridad de los santandereanos.

Alrededor del Malecón todo es agua, barro y desolación por las pérdidas. El olor a fritanga tan familiar para los que viven en el histórico pueblo se ha extinguido por estos días, hasta que todo vuelva a estar limpio de nuevo y sus dueños estén seguros que no volverá a llover.

Las horas pasan y el transitar de los santandereanos, nuevamente, se hace intenso por las calles del pueblo, la historia se repite. Unos traen comida caliente, ropa y colchones para la gente que se quedó sin casa, otros visitan la zona del desastre, hombres con palas sacan el barro de sus casas y los alcaldes, gobernadores y ministros visitan los barrios más afectados con la promesa de reubicar y subsidiar a las familias contra las que esta vez el río arremetió con más fuerza.

Uno que otro político, que desde ya hace campaña para el consejo o la alcaldía, promete a los vendedores del malecón que pronto tendrán casetas nuevas para vender sus dulces y artesanías.

El domingo vuelven tímidamente algunos vendedores y se parquean una cuadra arriba del río, donde ya han limpiado el barro, aunque todavía hay muchas calles mojadas. Y la gente cuenta lo que ha escuchado, dicen que el agua tapaba al poblado, yo pensé que usted estaba muerto o le preguntan a uno, ¿usted también se quedó sin casa?

La gente contempla el río de Oro crecido, ve como los muchachos se zambullen contentos en las aguas marrones y miran como los pescadores con sus atarrayas, con las que siempre buscan pescado a las orillas, aprovechan la creciente.

Los visitantes que llegan al pueblo en sus carros particulares y que son más ésta vez quieren ver lo que arrastró el río, ya no vienen a comer fritanga ni ver las casas blancas de puertas marrones, que ahora están marcadas de lodo. Y con sus cámaras de video y digitales registran el momento.

Fueron cuatro días de pérdidas e inestabilidad en el negocio de Doña Victoria. De los 400 tamales que alcanzó a preparar el viernes, 120 fueron entregados por encargo y los otros casi no los vende porque nadie tenía gas para cocinarlos, pero al final logró la venta entre la gente que no alcanzó a comprar pollo asado en el parque. Ella espera que el lunes no vuelva a llover para reactivar su negocio familiar de nuevo.

* Periodista Upb Bucaramanga
adle20@hotmail.com