Home

Noticias

Artículo

columna del lector

Más allá de izquierdas y derechas

Martes 01. A pesar de lo que dicen los ex presidentes o los miembros de la oposición, la reelección le conviene al país. Columna de Luis Enrique García, lector de SEMANA.COM.

Luis Enrique García*
28 de febrero de 2005

La reelección -o mejor, quizá, la reelectividad presidencial, por cuanto "reelección" evoca un hecho cumplido o por darse) ha ocupado el interés público y el alboroto parlamentario y sobre la cual sólo falta la expresión de la Corte. Expresaré mis opiniones con el deber como académico de estar informado sobre la realidad nacional y, más aún, con la independencia de no haber tenido ni la convicción ni la necesidad de cobijarme bajo tolda partidista alguna.

Contra todas las expectativas iniciales, el candidato Álvaro Uribe ganó la presidencia en la primera vuelta. Este hecho ha sido interpretado desde muy diversas perspectivas, pero dos lecciones quiero destacar de este notable acontecimiento político. La primera, ampliamente comentada, fue el rechazo de los colombianos a la ya cuarentenal opción armada de inspiración marxista, y al menos por cuatro motivos. Primero, la gente, incluso en la universidad, dejó de "comer cuento" y entendió que el cambio hacia la mayor equidad social que todos aspiramos, no podía esperarse de esquemas refutados por la realidad, la lógica y la economía, y dejados atrás por la historia reciente mundial. Segundo, la opinión pública entendió que esos grupos armados, impermeables a los hechos y al diálogo razonable, no producían sino mayores desgracias para todos, al tiempo que generaban una inseguridad tal que haría imposible la inversión, la creación de tiendas y de empresas, la explotación racional de nuestros inmensos recursos naturales y humanos y, por ende, la ocupación, la generación de empleo y el crecimiento económico; porque la brecha actual no es tanto entre pobres y ricos, sino entre desempleados y trabajadores -sean éstos asalariados o empresarios-. Tercero, la gente entendió que tal opción armada impulsaba para su propia supervivencia el nefasto comercio del narcotráfico con todos los males conocidos que acarrea, y cuarto, que estimulaba -como lo enseñaba la misma dialéctica marxista- el fortalecimiento de la antítesis guerrillera, o sea el paramilitarismo y la autodefensa, con su mezcla amorfa de narcos, patriotas y delincuentes. Tal fue pues la primera lección del triunfo de Uribe.

La que considero segunda lección de este hecho político ha sido extrañamente ignorada: se demostró que el pueblo colombiano ha madurado política y racionalmente ¿Por qué? Porque en todas las campañas presidenciales de que tengo memoria los candidatos ganaron a costa de vanas promesas; todos, con diversos lemas, planteamientos, flojos argumentos e implicaciones vacías (como "si no hay carreteras, los campesinos no podrán llevar sus productos" Serpa Uribe), intentaban eludir la cruda realidad del país y las drásticas medidas necesarias para enfrentarla y, en su lugar, trataban de "calentarle el oído y el corazón a los electores". Uribe rompió desde un comienzo con esta mascarada y, por el contrario, habló siempre y de manera consistente con una actitud sincera y propuestas realistas; mostró y demostró que conocía el país y sus problemas; contra toda "ingeniería electoral" reiteró que no podría disminuir impuestos y enfrentaría a los actores armados que han hecho de este paraíso un infierno para muchos -como los secuestrados y sus dolientes- y un purgatorio para todos, y sin prometer el cielo. ganó.

Y dos años después, después de enfrentar intocables y haber dado palo con sus medidas tributarias a "tirios y troyanos", resulta que su popularidad y reconocimiento de su labor ronda habitualmente más de el 65 %, no obstante recibir publicitados ataques de quienes, una vez se le vino encima el muro de Berlín e incapaces de renunciar a sus dogmas ideológicos prosiguen, con otros métodos, su vieja lucha, y señalan, tildan, tachan o acusan a Uribe de hombre de derecha, como si esta dicotomía política tuviese sentido en el siglo XXI.

En efecto, las palabras izquierda y derecha se han cargado de simplistas calificativos positivos y negativos, por seguidores y detractores. La "izquierda" la quieren relacionar unos con progreso, revolución, cambio, lucha, justicia social, comunismo; y otros con anarquía, improductividad, populismo. Y la "derecha" con orden, producción, desarrollo; o fascismo, dictadura y desigualdad social. Cada activista político respectivo se presenta como liberal demócrata, y tilda al otro de represivo, dictatorial o reaccionario. Lo indiscutible históricamente es que desde siempre han existido personas con más bienes y con menos bienes, y esta brecha ha persistido por igual en regímenes llamados de izquierdas y derechas, capitalistas o comunistas.

Si bien tal brecha fue planetaria y monstruosa hasta iniciado el siglo pasado, el mundo ha cambiado; en muchos países, los pobres son cada vez menos, y en otros, como Colombia, todos son cada vez más pobres (excepto un puñado de monopolistas y los pocos narcos sobrevivientes). Y la pobreza no la soluciona la guerrilla con sus terror ni gobierno alguno con decretos, sino propiciando los factores de crecimiento económico, y el primero de ellos es, sin duda, la seguridad, que no se resuelve en un cuatrienio.

Un notable izquierdista francés, H. Weber (en un librito de 80 páginas que lo venden en la módica suma de 34.000 pesos, titulado La Izquierda explicada a mis hijas, FCE) escribe: "La izquierda es ante todo una actitud frente a la sociedad basada en una concepción del hombre. Son de izquierda los que no se resignan a la injusticia, el desatino, la violencia, la barbarie del mundo. Los que ven la responsabilidad de dicha situación en la mala organización de la sociedad y no en la voluntad divina o la naturaleza de las cosas. Los que pretenden mostrar el cambio al mundo mediante la acción colectiva para hacerlo más conforme a los valores que sostienen: libertad, igualdad, solidaridad, razón, derechos humanos, democracia, defensa de la naturaleza".

Lástima que hubieran ignorado tan autorizada caracterización grandes líderes autoproclamados izquierdistas como Stalin, Mao, Castro, Pol Pot, Chávez, Ortega en Nicaragua. Pues si eso es ser de izquierda, yo también lo soy, al igual que quienes creemos en el humanismo y otros tildados de derecha como nuestro presidente. La tinta roja o azul es mero maquillaje. Y para terminar este punto, cito las palabras de un autor que casi todos respetamos, don José Ortega y Gasset, quien en su obra La Rebelión de las Masas, escribió: "...La misión del llamado "intelectual" es, en cierto modo, opuesta a la del político. La obra intelectual aspira, con frecuencia en vano, a aclarar un poco las cosas, mientras que la del político suele, por el contrario, consistir en confundirlas más de lo que estaban. Ser de la izquierda es, como ser de la derecha, una de las infinitas maneras que el hombre puede elegir para ser un imbécil: ambas, en efecto, son formas de la hemiplejía moral. Además, la persistencia de estos calificativos contribuye no poco a falsificar más aún la "realidad" del presente, ya falsa de por sí, porque se ha rizado el rizo de las experiencias políticas a que responden, como lo demuestra el hecho de que hoy las derechas proponen revoluciones y las izquierdas proponen tiranías". Y esto lo escribió en 1937. Pero la ausencia de fronteras no sólo la percibimos ahora entre izquierda y derecha, sino también en nuestros partidos tradicionales: unos liberales vibran con los del Polo y otros con los conservadores, y éstos no sabemos hacia dónde van. De ahí que, más que partidos, ahora existen líderes, y como escribió Toynbee, la "tarea del líder es hacer sus congéneres, sus seguidores".

Y es que grandes cuestiones políticas son a menudo conceptuales y naufragan en la misma palabrería que engendran, máxime cuando son atizadas malintencionadamente por quienes ven amenazados sus intereses. Asombra la desinformación cuando no la información tendenciosa, parcializada e ilógica no sólo en quienes podía esperarse tal actitud política, sino de los medios que moldean la opinión pública. Como muestra de la confusión, días atrás un estudiante de Comunicación Social realizaba una encuesta y preguntaba: "¿Está de acuerdo con el proyecto de reelección del presidente Uribe?". Le pregunté qué significaba su pregunta: a) el proyecto de Reelección Presidencial en curso en el Congreso; b) si el presidente había enviado él mismo el proyecto; c) que el presidente Uribe fuera reelegido. Su respuesta "aclaraba" que se trataba del proyecto para reelegir al actual presidente.

Los opositores crónicos del proyecto hablan de la inmadurez del pueblo para asumir este cambio, mientras que a renglón seguido aducen que estamos ya maduros para la implantar un régimen parlamentario, demasiado complejo por cierto, y señalan como argumento que este sistema funciona en países más desarrollados (o sea, supongo, aquellos donde la mayoría de las personas pueden realizar sus potencialidades y requieren de menos policías) pero se olvidan añadir que en esos mismos países los votantes tienen la posibilidad de reelegir a quienes han demostrado capacidad para gobernar bien. Da la impresión que los inmaduros para el cambio no son los electores, sino algunos parlamentarios.

Más extraña aún es la opinión de personajes que por su estilo pausado parecieran ser más sensatos, como Jaime Castro, quien en su libro 'Juicio a la Reelección', sostiene que tal cambio altera la constitucionalidad, cuando precisamente se está promoviendo desde la misma constitucionalidad, para no mencionar otros disparates o opiniones de Andrés Pastrana y Ernesto Samper, a quienes no les puede entusiasmar en modo alguno la iniciativa, porque saben que el tema suscita incómodas comparaciones. Y esos senadores a quienes les indigna la figura de la reelección inmediata, debieran decirnos qué buenas razones les asisten para justificar período tras período su jugosa curul.

Al parecer, las inconfesas ambiciones de algunos aspirantes al mayor cargo público ha generado una ola de nerviosismo por el temor de tener que enfrentar a un peso pesado cuando, de ser aprobado el proyecto, el pueblo colombiano decida reelegir o no al actual presidente. Todavía faltan dos años, más propicios para generar desgaste que esperanza uribista porque, en general, un alto cargo consume capital político; no lo crea.

Cabe anotar que el "talón de Aquiles" de la democracia es que las cualidades personales (morales y psicológicas) necesarias para ganar una elección popular, suelen tener muy poco en común con las cualidades requeridas para gobernar (Kissinger). El candidato suele subordinarse a las encuestas de opinión, al consenso forzado, al lenguaje ambiguo, mientras que el gobernante enfrenta situaciones incompatibles con las promesas de campaña. Si resulta -casi por azar- un mandatario -local, regional o nacional- entregado no a presidir ceremonias sino a enfrentar los problemas grandes y pequeños de su cargo con dedicación, honestidad y eficiencia, a ocuparse no del interior de las rejas del Palacio sino a recorrer, los centímetros del país para llevar la gobernabilidad perdida a todas partes ¿por qué no tener la posibilidad de continuar con él?

Uribe, contrario a otros ya lanzados a la presidencia, sí le cabe el país en la cabeza y ha demostrado capacidad de sacrificio para enfrentar los inmensos problemas, incluso con medidas impopulares y frente a enemigos crónicos que, sin duda inteligentes y también con loables propósitos, parecen todavía incapaces de contemplar de manera sistémica nuestra compleja realidad nacional; ojalá contásemos con varios líderes nacionales, no de unas cuantas ideas, como todos, sino con un sólido capital intelectual que les alcance más allá de los 100 primeros días de "luna de miel". A los hombres en las organizaciones -como en nuestra organización política- nos los distancia el interés nacional, sino los métodos para resolver problemas, pero los métodos no se validan a priori sino por sus resultados y consecuencias. Los votantes colombianos han demostrado la madurez que algunos se empeñan en negarles y sabrán aprovechar esa probable opción política que enriquece el juego democrático para elegir, reelegir o despedir a sus gobernantes, no por lo que digan, sino por lo que hagan. Mal haría la Corte si por mezquinas posiciones personales políticas -no por sólidos argumentos- le cercenaran "por decreto" esta nueva opción política a los colombianos.

* Profesor de Filosofía, Universidad de Caldas