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COLUMNA DEL LECTOR

Por un amor que no nos mate

El pasado viernes se celebró el Día Internacional para la Eliminación de la Violencia contra la Mujer. Desde Madrid, la periodista Erika Antequera recuerda a una amiga de la universidad, quien fue víctima de su novio. Amor fatal.

Erika Antequera
12 de febrero de 2006

Por estos días en los que tanto se habla de la Violencia de Género no puedo evitar acordarme de ti Ana. Anita, mi amiga. Estudiamos juntas en la universidad y me acuerdo tanto de las ganas que teníamos de graduarnos para salir a la calle y comernos el mundo de un solo bocado. Ahora lamento no haberte ayudado y me siento mal por no haberme dado cuenta de tu sufrimiento.

Ana era muy inquieta y muy inteligente. Todos sus compañeros la admirábamos y estábamos seguros de que sería una gran periodista. Pero un mal amor acabó con ella. Carlos, con quien tuvo una relación "amorosa" durante un año y medio no soportó que Ana quisiera dejarlo y un día decidió matarla. Hacía meses que ella no quería seguir con él y se mantenía firme en su decisión de no volver atrás. Sin embargo, esa mala costumbre que tenemos las mujeres de sentirnos por momentos la madre de nuestra pareja no le permitía cortar del todo con él. Ella decía que le daba pena que él le rogara todos los días para que volvieran y por eso atendía sus llamadas y salía con él en ocasiones. Pero cuando yo le preguntaba por que quería dejarlo ella hablaba de todo menos de lo que le estaba pasando. Nunca me dijo nada y yo tampoco me esforcé por ver las señales de su maltrato.

Un miércoles de cualquier semana Ana desapareció. Su madre me llamó enloquecida porque hacia muchas horas que no sabía de ella y su hija tenía la costumbre de llamarla si se iba a tardar. La buscamos desesperadamente. Sus compañeros del periódico, donde hacía prácticas, nos dijeron que Carlos había ido a buscarla para invitarla a almorzar y ella aceptó. Ya era jueves y Ana no aparecía. Nos preocupamos y empezamos a movilizar a la gente del periódico, a los compañeros de la universidad, a los profesores. Temíamos que les hubiera pasado algo malo a los dos. Un atraco, un secuestro, burundanga, cualquiera de las cosas que pasan a diario en Colombia.  Pero no. Ana no fue víctima de la violencia callejera que tanto azota a nuestro país, ella fue víctima de una de una obsesión patológica a la que algunos hombres llaman amor.

El viernes, después de buscarla por todas partes, volvimos al apartamento de Carlos. El portero nos dijo que a lo mejor estaban ahí, que los había visto entrar el miércoles y pensándolo bien, no habían vuelto a salir.  Incluso señaló que el carro de Carlos seguía en el garaje. Subimos y golpeamos varias veces. Nadie abrió la puerta. La madre estaba tan desesperada que se empeñó en que Ana estaba allí dentro. Tanto se empeñó que contra la voluntad del portero llamamos a un cerrajero que abrió la puerta y lo que vimos fue horrible.

El apartamento estaba oscuro, las cortinas cerradas y el cable de teléfono roto. Era evidente que lo había planeado todo. Ana estaba tendida en el suelo con su bolso puesto y bañada en un charco de sangre y lo que quedaba de él era un cuerpo sin vida por el tiro que se pegó en la boca. Él la mató por la espalda y luego se suicidó. Pobre Ana, ni siquiera muerta pudiste separarte de él. Después de enterrarla en medio del inmenso dolor que nos invadió a todos, empezaron las investigaciones policiales. Los vecinos decían que varias noches los habían oído discutir acaloradamente. Más de uno dijo que creía que Ana era maltratada pero que no estaban seguros, de todas formas, uno no puede meterse en la vida de los vecinos no?. El portero dijo que le pareció oír como un disparo o algo así, pero quien sabe que sería.

Ninguno se dio cuenta de lo que Ana vivía por las noches en la intimidad de su mal amor. Yo tampoco quise darme cuenta Ana. No quise preguntarme nunca porque dejaste de ponerte tus camisetas sin mangas que tanto te gustaban. No era cierto que estabas gorda, es que a Carlos no le gustaban. Me creí el cuento de que no te quitabas las gafas de sol en clase para que el profesor no se diera cuenta de que dormías. Yo te veía tan enamorada que nunca me cuestioné el hecho de Carlos ya no te dejara sola ni un minuto y me parecía muy romántico que fuera a buscarte todos los días a la salida de la universidad para llevarte a casa.

Pero no sabes cuanto me arrepiento de no haber insistido en que te desahogaras después de que te veía discutir con él y tu rostro se transformaba con un gesto de pánico al que yo no presté atención. Ahora entiendo porque más de una vez te encerrabas en el baño a llorar. Tu me decías que estabas cansada del trabajo y que la regla te ponía muy sensible. Que vergüenza me da el no haber hecho nada por ti. Pero tu decías que eras feliz cuando Carlos te llevaba sagradamente todas las mañanas al periódico y dejaba en tu mesa una lata de Coca-Cola que tanto te gustaba. Hoy en día veo lo mucho que te controlaba y no puedo creer que no me diera cuenta que desde que lo conociste no volviste a ser la misma. No sé cómo no pude darme cuenta de que tus ocasionales moretones en los brazos y en las piernas no se debían a los tropezones en el gimnasio al que ahora se que nunca fuiste. 

No sé cómo soportaste todo eso en silencio. Tampoco me explico como hay mujeres que lo soportan toda la vida. Me aterra esa mezcla de miedo, rechazo y dependencia que se apodera de ellas y la indiferencia que nos invade a quienes estamos a su alrededor. Y es cierto, la ONU dice que cada 18 segundos una mujer es maltratada por su pareja. Hoy lamento no haber podido ayudarte a salir de tu propio infierno y si me decido a escribir es que porque me he dado cuenta de en ese infierno que viviste, estamos todos dentro.