Recuerdo una frase de Hölderlin —si no me traiciona la memoria— que dice: "de cada diez personas que saben pensar, hay una que sabe escribir; y de cada diez que saben escribir, hay una capaz de imaginar".
La imaginación es un bien escaso. Pero no hay nada, absolutamente nada más importante para un país en conflicto que la capacidad de imaginar. Porque es la imaginación —la imaginación moral, dirá John Paul Lederach en este libro ecléctico y brillante— la que abre el espacio que le da paso al cambio.
Los países con conflictos muy largos —Colombia, Birmania, Israel-Palestina, hasta hace poco Irlanda del Norte— tienen el conflicto metido en los huesos; incluso, lo convierten en normalidad, ya sea porque la vida sigue su curso en medio del miedo, o porque para la mayoría la guerra retumba en lugares que parecen tan remotos que bien podría tratarse de una película en televisión. Eso pasaba en Londres, y pasa hoy en Bogotá.
Esa es la primera tarea de la imaginación: obligarnos a reconocer que así no se puede vivir, que esa normalidad no es normal, y que hay que arriesgar para cambiar.
Pero para que ese acto de la imaginación dé frutos concretos, tiene que nacer de una reflexión sobre la verdadera naturaleza del problema. La imaginación moral, dice Lederach, es la "capacidad de imaginar algo que tiene fundamento en los retos del mundo real, pero que es capaz de dar a luz algo que hoy no existe". No se trata, entonces, simplemente, de soñar con un país mejor, sino de reconocer la realidad tal como es, para poder dar el salto y ver lo que nadie ha visto antes: una ventana, una salida, un camino hacia la paz.
Es un movimiento simultáneo de doble vía, de concreción y abstracción. Por eso Lederach resiste los cantos de sirena de la teoría y toma su punto de partida en historias concretas y en sus experiencias de campo. En lo que oyó o vio en Ghana, en Colombia, en Tayikistán. Y luego, sobre la base de esas experiencias y de las intuiciones que ha podido afinar con ese roce con la realidad, piensa en voz alta, cuenta historias, dibuja doodles —extraordinarios garabatos que dan vida a ideas complejas— y anima a reflexionar.
Ante todo, Lederach es un diseñador, en el sentido estricto de la palabra. Es decir, una persona capaz de dar forma a la confusa realidad. No imponiendo "soluciones", sino construyendo espacios y estructuras por los que la misma realidad pueda encauzarse, fluir y asentarse en cambios y transformaciones reales. Los espacios y las estructuras que soportan una verdadera transición. No hay cualidad más importante para quien enfrente el reto de construir una paz estable y duradera que la capacidad de diseñar.
De cada página de este libro brotan ideas, ancladas en una rica experiencia. Una es la idea del iceberg. Un acuerdo de paz, dice Lederach, es la punta de un iceberg: detiene la guerra, pero no necesariamente resuelve lo que la mantuvo a flote.
Esa idea no es nueva, por supuesto. La idea central de este mismo proceso de paz ha sido el fin del conflicto, entendido no sólo como el tránsito de las Farc a la vida civil, sino como la eliminación gradual de los factores que por tanto tiempo alimentaron la guerra. Esa es la razón de ser de la agenda del Acuerdo General que pactamos con las Farc en agosto de 2012: acabar con la guerra y asegurar que no se vuelva a repetir o que no derive en nuevas formas de violencia.
Pero Lederach añade varias observaciones importantes. La primera, que la paz no se logra de un día para otro; que en todo caso no es la firma de un acuerdo. Es mejor hacer buen uso del "don del pesimismo" —del realismo, diríamos nosotros— y partir de una visión de largo plazo, la visión de una transición que no durará menos de una década y que tendrá toda clase de dificultades. Vámonos preparando.
La segunda, la necesidad de entender que más que pensar en un periodo de tiempo, hay que poner en marcha procesos de cambio que se refuercen mutuamente y que privilegien —y aquí viene la idea central— la creación de "plataformas de relacionamientos que produzcan cambios".
Dicho de manera más sencilla, la invitación de Lederach es a pensar la construcción de la paz no simplemente como la implementación de unos planes y unas soluciones por parte de unos bienintencionados tecnócratas, sino como la apertura de espacios para recomponer relaciones. Nada más urgente para un país con millones de víctimas, con miles de hombres y mujeres que pronto dejarán las armas, y con múltiples fracturas al interior de la misma sociedad.
El reto es acortar lo que Lederach llama la "distancia" que produce la guerra. En todas partes la violencia obliga a las comunidades que conviven con la guerra a desconfiar, como estrategia de supervivencia. Cada quien arma su caparazón, y las promesas incumplidas de los gobiernos sólo incrementan la distancia y el sentido de indiferencia. ¿Qué hacer?
Mostrar evidencia del cambio, dirán algunos: ver para creer. En nuestro caso, sacar las armas de la vida pública e implementar los acuerdos. Por supuesto, eso lo tenemos que hacer, eso es prioritario. Pero no es suficiente.
Dos frases que cita Lederach resumen el problema. Una es: "el proceso de paz es algo que nos ocurrió, así como la guerra nos ocurrió"; la otra: "no tenemos voz en las decisiones que nos afectan". Las podría haber dicho cualquier campesino colombiano. El asunto, entonces, no es sólo implementar programas, sino hacerlo de manera que la participación haga de cada persona un actor y no un espectador de la construcción de la paz. La gente exige reconocimiento, exige participación, exige voz. Más aún cuando en tantas partes hay procesos en marcha de tiempo atrás sobre los que hay que construir. Y tienen razón.
Estas observaciones han alimentado nuestra propia reflexión sobre «la paz territorial». Se trata de construir un modelo que combine la implementación de programas nacionales de reconstrucción en los territorios con la movilización ciudadana en espacios de discusión y en procesos de planeación participativa, para acortar la distancia entre el Estado y las comunidades en zonas de conflicto, y entre los miembros de esa misma sociedad; y para romper las desconfianzas y obligar a nuestras propias instituciones a responder mejor.
Es pasar del círculo vicioso de la guerra al círculo virtuoso de la paz. En la medida en que la gente participa y las instituciones responden, la misma gente acude más a esas instituciones y el Estado echa raíz en el territorio. Esa podría ser nuestra definición de paz: el encauzamiento de los conflictos por la vía de las instituciones a lo largo y ancho del territorio nacional.
Vuelvo a Lederach. Habría mucho más que decir sobre las ideas fecundas de La imaginación moral. Menciono una última: el concepto intraducible de serendipity, esas felices coincidencias o descubrimientos accidentales que parecen producto del azar, pero que en realidad surgen cuando la imaginación está en estado de alerta y cuando se han construido espacios por los que puede fluir la energía de la paz.
Dicho de manera más prosaica: cuando las fuerzas de la historia, y algo de imaginación, han construido una ventana de oportunidad en el tiempo. Esa es la oportunidad que no podemos dejar pasar.
Sergio Jaramillo
Alto Comisionado para la Paz
La Habana, 14 de febrero de 2016