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columna del lector

Un precioso regalo del pasado

Martes 13. "Qué maravilla que la tecnología moderna no haya logrado relegar a los circos al olvido y que en pleno siglo XXI podamos continuar ingresando a su carpa por los senderos de aserrín, para aplaudir emocionados desde el graderío a los artistas circenses", escribe Leonor Fernández, lectora de SEMANA.COM.

Leonor Fernández Riva
11 de septiembre de 2005

El ambiente está cargado de magia. La música acompaña los giros imposibles de la trapecista; su silueta delgada, casi etérea, cubierta por brillantes lentejuelas, no gira, vuela, alrededor de la pista. Los ojos maravillados de los espectadores la seguimos fascinados. Después de un giro prodigioso, asciende con agilidad de libélula hasta un balancín situado en lo más encumbrado de la carpa. Desde allí continúa sus osadas y rítmicas cabriolas y entonces, en un acto que nos deja a todos paralizados, mientras el tambor aumenta el suspenso, desciende vertiginosa y grácil hasta el suelo. La emoción comprimida estalla en estruendosos aplausos. Ella, feliz y agradecida, curva su bella figura en una graciosa reverencia.

Es la magia del circo. Ese fragmento encantado del pasado que anclado en la historia se resiste a ser arrastrado por el viento inclemente del progreso. Ese gran ensueño multicolor y variopinto que continúa brindándonos, a través del tiempo, su viejo, pero siempre nuevo y deslumbrante espectáculo. Allí están, los malabaristas, los tragafuegos, los equilibristas, la mujer de caucho, los prestidigitadores, los trapecistas, el domador y sus tigres, elefantes, caballos, y claro. los payasos.

Qué maravilla que la tecnología moderna no haya logrado todavía relegar los circos al olvido y que en pleno siglo XXI podamos continuar ingresando a su carpa por los senderos de aserrín, para aplaudir emocionados desde el graderío -desde donde la función es más rica y más emocionante- a los artistas circenses. Esa especie de gitanos errantes, sobrevivientes del medioevo, que peregrinando incansables por el mundo con su carpa y sus aperos a cuestas, llegan de tiempo en tiempo a nuestras ciudades para iluminar nuestras vidas con el refrescante y mágico espectáculo del circo.

Creo firmemente que todos los niños del mundo tienen derecho a vivir un encuentro personal e inolvidable con el circo. A sentir el olor, la magia y la fuerza de ese espectáculo ingenuo y romántico sin el cual le quedaría faltando algo a su infancia. Porque cuando se encienden las luces y desfilan las bastoneras y el elenco del circo hace su aparición, el corazón -no importa la edad que tengamos- vuelve a latir desprevenida y jubilosamente. Y entonces, ese mundo virtual que nos ha ido atrapando a través de la tecnología moderna, desaparece vencido por la energía y el encanto de un espectáculo milenario que nunca envejece.

¡Cuán cercana parece la distante niñez cuando vuelvo a vivir esa experiencia, tantas veces repetida, pero siempre fresca y excitante! Aún recuerdo la ilusión con la que llegaba a casa cuando niña después de la función pretendiendo imitar con naranjas o limones el acto del malabarista, y cómo aprendí entonces, tras sucesivas frustraciones, que la cosa no era tan fácil como parecía. Que solo con gran perseverancia y disciplina había logrado realizar el artista su increíble acto. Una lección de tenacidad que he debido tener presente una y otra vez a lo largo de la vida.

Creo que la mejor definición de lo que representa el espectáculo del circo para el alma infantil, la escuché en cierta ocasión en la que le preguntaron a un payaso circense por qué repetía siempre los mismos chistes, los mismos golpes de bolillo, las mismas tortas en la cara, las mismas caídas., a lo que él con gran sencillez y espontaneidad respondió: "Porque siempre hay nuevos niños, y para ellos nuestro acto es siempre nuevo y gracioso."

Y seguirá siendo nuevo, gracioso y fascinante no solo para todos los niños que puedan disfrutarlo sino también para aquellos de nosotros que sepamos valorar este precioso regalo del pasado y asistamos al circo con el alma dispuesta, permitiendo vivir al niño que continúa existiendo en nuestro interior.