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Bruno

Jorge Valencia, de Medellín, no escribe sobre mendigos ni vendedores de tienda, sino sobre su perro, un can mestizo que “carece de la permanente aptitud para el juego de los labradores y de la agilidad y la gracia de los bóxer o los fox terrier “. Buen homenaje para “un ser que se podría morir de amor si lo abandonase”.

7 de diciembre de 2007

Siempre que hablo de perros parece que me quedo corto en el discurso. Este es el caso. Me preguntaron por Bruno en estos días y solo pude balbucear una o dos cosas, lo que me dejó algo pasmado. ¿Qué tanto sé de este ser que habita en mi espacio? ¿Qué tanto sabemos de estos acompañantes del hombre desde aquellos remotos tiempos en los que historia emparentaba con geología? Me resulta algo vergonzoso no saber nada de un ser que se podría morir de amor si lo abandonase, o que me acompañaría donde fuera sin preguntar ni exigir nada (para no mencionar los homenajes que hace cuando nos recibe o el modo como vigila la finca). Pero, en fin, no somos San Francisco de Asís.

Lo bauticé Bruno por su color («Bruno. De color negro u oscuro » dice el diccionario, «umbrío por la pena, casi bruno…» decía el poeta). Un año después ha aparecido ya su color oficial pardo oscuro, con la cabeza negra y un collar amarillo blancuzco alrededor del cuello. Todo esto en un abrigo de pelaje espeso como de cinco centímetros de grosor y una cola con un penacho de pelos como el de una ardilla gigante.

Por el pelaje se puede pensar que su papá fue un pastor alemán, pero su mirada severa —de viejo oriental, entre desconfiado y mañoso— y su lenguota rosada con manchas oscuras indican que en ese guiso también metió la mano (por decir algo) un chow chow. De la mamá -una labradora negra de buena familia, con algo de pedigrí en sus venas, vecina nuestra para mayor certeza- heredó una enorme cabeza cuadrada y las orejas caídas. En fin, mestizo por cualquier lado que se le mire. Y como todos, éste posee su propia identidad.

No se qué tiene contra las orquídeas, pero ha destrozado tantas que ya las tengo por otros de sus enemigos naturales. Por ello he debido actuar en consecuencia (camuflarlas y colgarlas en los árboles, entre otras estrategias). Con la manguera que recoge el rebose del tanque de agua mantiene una guerra implacable. Tenemos más de media cuadra de manguera perforada por las dentelladas que le ha propinado durante los feroces combates que han mantenido (más que manguera ahora parece un aspersor). Entre la cantaleta de Mónica y las patadas que le doy cuando me emberraco conseguimos algunas treguas en este combate. Pero no hay caso. Cada semana hay un nuevo desempate en la manguera o un largo tramo de ésta mordisqueado en medio de la manga y otros detalles por el estilo.

Pero es abriendo huecos donde Bruno es un campeón. Como si sospechara que existe algo que le hemos ocultado en el subsuelo, se dedica a abrir hoyos por todas partes en esta finca. El lunes debí tapar con palos y piedras grandes un hueco que estaba abriendo junto al lindero que da a la calle. Para no mencionar dos hoyos que ha abierto cerca de la casa, en uno de los cuales suelen caer los visitantes que se separan del debido camino de piedra. Según Lázaro, mi vecino, el perro está tratando de comunicarme algo, pero parece que soy sordo para ese lenguaje (aunque a estas alturas ya debería saber que cualquier reivindicación adicional atentaría contra su estabilidad laboral).

Con las visitas es otro lío. Insiste en recibirlas de abrazo como uno. Y esto funciona bien con algunos amigos. Pero no con mi madre, mis hermanos, el resto de amigos, la mayoría de las visitas, los lectores del contador de energía y absolutamente todo el resto del mundo. Y aunque este desagradable gesto está bien para los lejanos (al fin y al cabo, para «eso» le estoy dando casa por cárcel y los tres «golpes»), con los cercanos es un verdadero desastre. Así que mis visitas son recibidas por un perrote -debidamente encadenado a la tapa de la trampa de grasas- que ladra furibundo parado en dos patas, y bien lejos de la puerta para mayor indignación suya (del perro, aclaro).

Cuando me preguntan si el perro es bravo, siempre respondo que no, que solo es malgeniado (el bravo soy yo, suelo agregar).

Bruno carece de la permanente aptitud para el juego de los labradores, y de la agilidad y la gracia de los bóxer o los fox terrier. Cuando corre la tierra retumba como si lo hiciera un ternero. Y con la misma torpeza. Al comer es una fiera que devora su ración con el ánimo de un sacapuntas. Básteme decir que tiene más gracia Ayudante de Santa, el perro de los Simpson, que éste. Sin embargo, Bruno es insustituible.

A diferencia de Donna, una bóxer que me hizo pagar más gallinas que las me he comido en mi vida; o de Paco, un labrador aficionado a requisar en las noches los tarros de basura de los vecinos; o de Horacio, un foxterrier que le tenía más bronca a los motociclistas que un policía. A diferencia de ellos, Bruno no me ha originado ningún problema en el vecindario. Y esto sí es de agradecer para quienes vivimos en el campo, lugar donde siempre seremos forasteros para todos los vecinos (y no me referiré a ninguno de ellos porque no es de suerte echar pestes los jueves).

Por lo que he expresado, ya se puede inferir que Bruno es el mejor guachimán del mundo. Lo es. Vigila su territorio con el mismo celo que un sultán cuida su harem. Y le encanta morder (orquídeas, mangueras, ya dije, pero también suéteres, perneras, bolsas, costales y no quiero pensar que más cosas). Y es más desconfiado con los forasteros que todos mis vecinos juntos. Con el inconveniente adicional que no es posible razonar con él. Así, resulta más económico que un mayordomo. Y menos estorboso.

De Bruno, y en general de todos los perros, se podría decir lo que Lord Byron escribió sobre el suyo: «un ser que poseyó la belleza sin la vanidad, la fuerza sin la insolencia, el valor sin la ferocidad y todas las virtudes de un hombre sin sus vicios. Este elogio, que constituiría absurda lisonja si estuviera escrito sobre cenizas humanas, no es más que justo tributo a la memoria de Boatswain, un perro nacido en Terranova en 1803 …»

Ya lo he dicho antes y sea éste el momento de repetirlo. Cuando llegue al cielo, y antes de averiguar por Borges, Velásquez o Eric Satie, voy a preguntar por Paco, Perronel, Polo, Donna, Horacio y los perros que me antecedieron. No imagino el paraíso sin ellos.


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