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Del elefante al parque jurásico, ¿qué vendrá después?

El investigador Gustavo Duncan explica por qué las actuales relaciones entre políticos y paramilitares son el resultado del cambio en la organización del narcotráfico propiciado en el proceso 8.000.

Por Gustavo Duncan
7 de febrero de 2006

No pretendo en esta corta columna justificar la actuación de grupos de autodefensa, guerrillas, mafiosos y narcotraficantes, sino llamar la atención sobre ciertos aspectos estructurales de la política, la economía y la historia reciente de la sociedad colombiana que explican la infiltración del narcotráfico y la violencia en las elecciones. Proponer y ejecutar políticas públicas sin tener en cuenta estos aspectos sería irresponsable, y en el mediano plazo traería consecuencias indeseables, tal como en su momento las trajo el proceso 8.000. Y que las vivimos en carne propia con la expansión del dominio que los ejércitos privados han hecho del narcotráfico, de la política y de la vida social en las regiones.

En las últimas semanas han estallado sendos escándalos por la presencia de candidatos apoyados por las armas y votos de los grupos de autodefensas en las listas uribistas al Congreso, y en menor medida en las listas de los partidos liberal y conservador. Varios candidatos fueron expulsados de las listas y pasaron a engrosar movimientos menos rigurosos a la hora de aceptar adhesiones políticas. Los escándalos alcanzaron tanta resonancia en los medios de comunicación, que algunos analistas comentaron que se avecinaba un nuevo proceso 8.000, y que ahora, en vez de un elefante, se trataba de todo un parque jurásico que había infiltrado las campañas.

Sobra aquí detallar los casos cuando ya la opinión pública conoce a los personajes y los motivos de expulsión. Lo que todavía no se ha discutido es sobre las similitudes y diferencias que habría entre el proceso 8.000 de hace una década y un hipotético proceso que revele la presencia de dinosaurios en las campañas actuales. La discusión es importante porque no es claro que dicho proceso haya traído una verdadera depuración de la clase política, ni mucho menos que un proceso similar en contra de la infiltración paramilitar en la política sea de utilidad para el desarrollo de la democracia nacional. Más aun, soy de la opinión de que una de las causas de las actuales relaciones entre políticos y paramilitares fue el cambio en la organización del narcotráfico como empresa criminal que propició el 8.000.

Antes que nada hay que reconocer una realidad que sucede en la mayoría de las regiones colombianas, y es que grupos armados vinculados de alguna u otra manera con el tráfico de drogas influyen sobre las elecciones a cargos de representación local y nacional. Esa es una verdad de puño, su negación sólo se explica por un profundo desconocimiento del país o porque existe un interés premeditado en desconocerla. Paramilitares, guerrillas y mafiosos locales utilizan su dinero y su capacidad de intimidación para hacer elegir candidatos funcionales a sus intereses. Requieren dominar las elecciones locales porque la apropiación del juego democrático es una parte esencial del control territorial, que en últimas es su principal estrategia de guerra.

Basta imaginar cómo sería el poder territorial de un frente de las autodefensas o de las Farc en un municipio si no dominaran los cargos políticos de elección local y de representación nacional. Existiría un alcalde independiente de su influencia capaz de hacer cumplir unas leyes que lo obligan a mantener el monopolio de la violencia por el Estado, en otras palabras, perseguiría a sus miembros y propiedades. No contarían los grupos armados con los recursos que provee la administración pública -en los municipios pequeños una de las principales fuentes de ingresos para la población-, ni con la ascendencia social que significa el manejo del gasto en educación, salud, agua potable, etc. Tampoco dispondrían de representantes en los cuerpos legislativos y la burocracia central para influir sobre las decisiones concernientes a su dominio regional.

Si el Ministerio de Hacienda se ve obligado a hacer un recorte presupuestal por problemas de déficit fiscal o si organismos de derechos humanos presionan al gobierno nacional para que persiga a los grupos paramilitares, no podrían desplegar su capacidad de lobby en el Congreso para evitar que los recortes afecten la parte del presupuesto que ellos manejan, ni podrían contrarrestar la presión internacional para que las fuerzas de seguridad realicen una persecución a fondo contra sus integrantes.

Siendo el control de las elecciones tan importante para su estrategia de control territorial y de apoderamiento del Estado local, no es de extrañar entonces que unos actores que cuentan con volúmenes inimaginables de dineros del narcotráfico y aparatos militares capaces de someter al resto de grupos violentos en las regiones, los utilicen para apoyar candidatos comprometidos con sus intereses. Lo extraño sería lo contrario, que no utilizaran el narcotráfico y las armas para construir una red propia de políticos profesionales en los cargos de elección popular.

De ahí se desprende una serie de interrogantes sobre la efectividad del proceso 8.000. ¿Acaso la depuración de las costumbres políticas llevadas a cabo durante la presidencia de Ernesto Samper no pudo reducir a su mínima expresión la influencia del narcotráfico en la política? ¿No fue suficiente la postración pública y el encarcelamiento de un ministro, un contralor, un procurador y numerosos congresistas, para persuadir a los políticos de involucrarse con empresarios ilegales? ¿Por qué ahora a la influencia del narcotráfico se suma la de aparatos armados? Las respuestas provienen de los cambios introducidos en la estructura organizacional de las empresas narcotraficantes a raíz de la persecución desatada por el proceso 8.000 contra narcotraficantes y políticos.

Hasta antes de la eliminación del Cartel de Medellín y la captura del Cartel de Cali, las agrupaciones de delincuentes dedicadas al narcotráfico poseían una estructura organizada jerárquicamente alrededor de grandes capos urbanos. Era sólo en las ciudades donde se podían camuflar y lavar sistemáticamente los ingresos del negocio. La persecución de las autoridades obligó a transformaciones estructurales que contribuyeran a hacer menos visibles a los empresarios de las drogas. Debido a las bajas de capos importantes, el desmantelamiento de carteles y a que el proceso 8.000 había roto las alianzas con los políticos que protegían a los narcotraficantes urbanos, las empresas de traficantes de drogas cambiaron su organización de grandes carteles a redes atomizadas encargadas de las diferentes fases operativas del negocio.

La fragmentación facilitó la evasión ante las autoridades, pero hizo que los narcotraficantes se tornaran más vulnerables a la violencia ejercida por grupos paramilitares y guerrillas que se fortalecían en las áreas semiurbanas y rurales. En adelante estarían subordinados a algún ejército privado que ejerciera el control territorial, lo que significaba un pago a manera de tributo a quien quiera que dominara la región por cada gramo de droga producida y transportada. Los paramilitares y la guerrilla aprovecharían así el proceso 8.000 para hacerse al control del narcotráfico en Colombia; básicamente se convirtieron en el aparato regulador del mercado en sus zonas de dominio. Eran quienes protegían a los empresarios de la represión estatal, garantizaban los contratos acordados entre las partes, y los derechos sobre las propiedades. En contraprestación, y por contar con un aparato armado más poderoso, se quedarían con las mayores ganancias de la industria de las drogas sicoactivas en el país.

Los intereses políticos de los narcotraficantes cambiaron a la par de los cambios organizacionales. El proceso 8.000 desbarató su influencia política en las instituciones nacionales. No obstante, las alianzas con la clase política continuarían como condición indispensable para la prosperidad del negocio, sólo que ahora serían los ejércitos de las autodefensas y de las guerrillas los encargados de manejar la política local y su representación nacional. Fue así como los narcotraficantes pasaron de influir en las elecciones nacionales como mecanismo de protección frente al Estado, a cobijarse en las redes de poder político local controladas por guerrillas o autodefensas.

El costo de la protección política no estaría dado solamente por un porcentaje de las ganancias del tráfico de drogas, sino que su poder político se vería subordinado a los comandantes o dueños de los ejércitos. Ellos surgirían como el nuevo poder dominante tras la financiación de la clase política por el narcotráfico.

De alguna manera, hasta cuando el Cartel de Cali mantuvo su vigencia como organización criminal, los narcotraficantes mediaron como terceros en la lucha a muerte que existía entre guerrilla y paramilitares. Y eran un problema de menor magnitud en comparación con la actual estructura de grupos armados que utilizan los recursos del narcotráfico para financiar aparatos de guerra que se imponen como pequeños Estados regionales.

Negociar o acabar con las antiguas estructuras narcotraficantes de carteles ubicadas en las ciudades era menos complicado que negociar o acabar con los grupos paramilitares que ahora controlan muchas de las áreas rurales del país. Al desmantelar el Cartel de Cali por la presión del proceso 8.000, se propició que el manejo del narcotráfico pasara de los empresarios urbanos a los grupos paramilitares y las guerrillas. Como resultado, el narcotráfico en la política se tornó en un problema más difícil de tratar por parte de las autoridades y con repercusiones nefastas en el proceso de construcción de una verdadera democracia.

Es cómodo para la burocracia del nivel central, para muchos candidatos que están en las grandes ciudades y para la misma opinión pública, culpar a unos pocos individuos de la forma como aparatos armados en las regiones, financiados por el narcotráfico, se han apropiado del Estado local y del territorio.

La realidad muestra que este proceso tiene raíces más profundas en el entramado social de las comunidades colombianas, así como en su historia política y económica. Por consiguiente, sería un error pretender que mediante un escándalo y la respectiva acción judicial contra una serie de políticos comprometidos con los paramilitares, bien sea por conveniencia o por intimidación, se solucione la infiltración de recursos del narcotráfico en el juego electoral.

Cualquier solución al respecto implica tratar temas relacionados con la construcción de democracia y de verdaderas economías de mercado en regiones donde éstas nunca han existido.

Si se mira fuera de los principales centros urbanos del país, se halla que es la propia sociedad la que produce los ejércitos privados y un orden social fuertemente influido por el narcotráfico. Son habitantes de las regiones colombianas los que engrosan las filas de las tropas irregulares, los que siembran coca, los que procesan drogas sicoactivas, los que hacen política bajo órdenes de los narcotraficantes, paramilitares y guerrilleros, los que organizan un ejército para su propio beneficio, y los que acuden a este ejército para que haga las veces de Estado en su comunidad.

Al revisar la historia de sociedades dentro de la frontera agrícola del país, como el caso de Cesar o el Meta, se encuentra que antes de la llegada del narcotráfico existía un sistema político clientelista.

Los procedimientos democráticos se desdibujaban ante una corrupción generalizada con los recursos del Estado y ante el intercambio instrumental de votos por dinero o bienes básicos.

Las comunidades, mayoritariamente campesinas o marginadas en cascos urbanos, eran sumamente pobres, por lo que eran dependientes de este tipo de relación para mejorar su situación económica y social. También existían grupos armados que ejecutaban violencia para favorecer los intereses de terratenientes, caciques políticos y gamonales, o por pura motivación de forajidos o embriones de guerrillas. El desarrollo capitalista era bastante limitado, apenas se estaban sentando las bases de unas instituciones y unas relaciones de producción que superaban las de las típicas economías agrarias, cuando el narcotráfico hizo su irrupción. Entonces se impuso un capitalismo basado en el poder de las armas y la acumulación a partir de los ingresos de mercados ilícitos, que a la larga terminaría perpetuando a su modo las relaciones clientelistas y un orden social distante a los principios de igualdad y libertad de las democracias modernas.

En consecuencia, un nuevo proceso 8.000 no abarcaría soluciones al tema de fondo de la influencia de los dineros del narcotráfico en la política colombiana. Apenas contribuiría a capturar un puñado de políticos profesionales que como chivos expiatorios tratarían de mostrarle a la opinión pública una depuración de las costumbres electorales, sin que por ello el narcotráfico y la violencia organizada deje de ser el pan de cada día en la política nacional.

A menos que se lleve a cabo un proceso serio de construcción de democracia y capitalismo de mercado en las regiones, no se debería esperar una solución a los escándalos de infiltración paramilitar en las campañas al Congreso de las semanas pasadas. En el mejor de los casos, los escándalos tomarían una forma diferente, pero el problema de fondo seguiría igual.

(*)gustavoduncan@yahoo.com