Home

On Line

Artículo

libro

"Don Luis"

Capítulo del libro '¿Valió la pena?'

14 de febrero de 2005

Desde el día en que Olga, su mujer, casi no pudo parir a su séptimo hijo, don Luis no sentía la necesidad fumarse un cigarrillo. Miró por la ventana, y el resplandor del amanecer le indicó la llegada del nuevo día. Durante la noche no había logrado conciliar el sueño; ahora debía ponerse en pie y esperar a Darío y más tarde ir al trabajo. Observó al lado donde dormía su mujer con la tranquilidad de la conciencia y la seguridad de los años y de repente consideró que no era justo: ella también debía saber lo que en minutos, Darío escondería en casa.

Sigilosamente se incorporó, miró la hora; era las 5:00 de la madrugada, en minutos la casa sería una batahola con los hijos alistándose para el colegio o para la Universidad. Cuando abandonaba su alcoba miró la habitación desocupada de Julia, la hija mayor y reflexionó en el prolongado y desconocido paradero de ella y de la nieta y no pudo evitar un desconsolado suspiro. Después de encender la estufa y poner un recipiente con agua sobre la azulosa llama, accionó la radio, cruzó las manos y se quedó rígido en actitud de quien espera una noticia desalentadora. El locutor leyó los titulares, y la secuencia diaria de allanamientos, detenciones masivas y desapariciones, se ocultaron en los goles de Millonarios, o en el empate de Santa Fe y en el último romance de la Amparo Grisales. No había novedades, todo seguía igual; sin embargo, las noticias de orden público aumentaron su nerviosismo.

Saboreando el café, el hombre de cabello blanco se dirigió hasta la sala; de un rincón de la biblioteca extrajo un pielroja y lo encendió. Sobre el piano encontró el busto del gran Beethoven; contemplar la gravedad de aquel rostro eternizado en el bronce, producía en el alma de don Luis la serenidad suficiente para afrontar la tensión de aquel momento.

Un nuevo sorbo de café, una nueva aspirada al cigarrillo y el humo de la evocación se convirtió en la reiterada pregunta de aquellos días: ¿dónde andará Julia con el esposo y la niña? Llevaba semanas sin saber de ellos, y las noticias que Darío traía eran fragmentarias y vagas. Pero hoy -lo decidió en ese momento-, cuando Darío llegue, lo primero que hará será preguntarle y pedirle seriamente que no lo tome más del pelo y que le responda claro y sin vueltas sobre el paradero de Julia y su familia.

Apagando el cigarrillo en el cenicero y sorbiendo el último trago de café recordó la tarde cuando su "uchuvita" llegó agitada de la Universidad y lo acorraló en aquella misma sala y le dijo que tenía que hablar urgentemente con él, pero finalmente no le dijo nada. Al rato, picado por la curiosidad, la interrogó sobre cuál era la urgencia. Sin embargo, ella no dijo nada sino hasta el día siguiente, cuando antes de que saliera para la Universidad, él mismo la detuvo en la puerta y le preguntó por qué en las ultimas semanas sus ojos le brillaban como los amaneceres de diciembre. Tomada por sorpresa, la joven lo miró a los ojos, le regaló la mejor de sus sonrisas y le besó la frente. Ambos se tomaron de las manos y se abrazaron con la ternura de los primeros años. Buscó el oído de su padre y le dijo:

-Papá -le dijo en secreto-, mañana vendrá Fernando a casa...

Don Luis sintió que los latidos de su corazón interrumpían su ritmo.

-Estoy enamorada de él -prosiguió- y espero que todos lo acepten.

Y se quedó en silencio contemplando fijamente los enrojecidos ojos de su padre. Por su parte, don Luis no pudo seguir soportando la mirada de su "uchuvita" y cruzó el rostro. Miró a lo profundo de la calle mientras experimentaba la dolorosa alegría que produce la partida de los hijos.

-¡Olga debe saberlo!

-Sí papá; a su debido tiempo. Eso no tiene problema, lo que no puedo decirle a nadie es en lo que andamos metidos.

Don Luis la miró con la complicidad de los amigos; le puso la mano al hombro y le murmuró al oído que si las cosas iban de ese tamaño, entonces era el momento en que Olga y todos supieran lo del matrimonio, y en cuanto a lo "otro", que se dejara para después. Julia besó la frente de su padre y se despidió con la certidumbre que aquel día todos los habitantes del mundo eran felices.

Siempre había sido así; desde el principio, desde cuando la "uchuvita" llegaba de la escuela, buscaba a su padre y juntos se "escondían" en algún rincón de la casa y dejaban pasar las horas hablando de lo bueno y de lo malo de las cosas. Pero... ¡Cómo pasan los años de rápido! Reflexiono don Luis.

Al día siguiente llegó Fernando a su casa y luego de los saludos protocolarios se encerró en una habitación con don Luis. Nadie supo que hablaron ni que acordaron, lo cierto fue que ambos salieron reflejando en sus rostros el compromiso adquirido.

Al cabo de algunos días se fijó la fecha de la boda. Los hermanos y hermanas de Julia finalmente aceptaron, pero con doña Olga el asunto fue diferente; puso en el cielo el grito de todas las madres: "¿Ahora de qué pensarán vivir estos muchachos?" Las talanqueras surgidas en los preparativos de la boda desaparecieron en la luna de miel de los novios, la resplandeciente noche del 31 de diciembre de 1976.

De esa manera Fernando empezó a ser parte de aquella numerosa familia cuya cabeza era aquel virtuoso músico de la Banda Nacional. También se tomó como secreto intimo de familia la militancia de los recién casados en el M-19. Don Luis era un liberal a secas, creía honestamente en los principios de la democracia, pero no era fanático. Su amplia cultura y conocimiento del mundo le permitían dudas sobre la marcha de la democracia colombiana. Años después comentaba que él había visto en la aparición del Eme una esperanza de renovación para el país. Por eso cuando supo de la militancia de su yerno y de la cercanía de su hija con algunos dirigentes de la incipiente organización, don Luis le halló sentido a muchos pasos de su vida. Pero cuando sintió que el compromiso no sólo debía ser de admiración y aceptación con la organización, fue cuando conoció a Darío.

Una tarde de fin de semana, cuando se encontraba descansando, llegó hasta su casa un joven atípico al común de la época. Por aquel entonces Julia estaba a punto de dar a luz a su primer bebé, por tal motivo se hallaba en casa de sus padres. En las horas finales de la tarde sonó el timbre de la calle; don Luis, que se encontraba leyendo en la sala, dejó a un lado la odisea de Jean Valjean y se dirigió a la puerta del garaje. En efecto, en la puerta se hallaba un joven de aspecto distinguido, elegantemente vestido con la severidad del paño ingles. Cuando don Luis abrió la puerta, el joven desconocido le brindo su mejor sonrisa, y seguidamente, con pulcros modales preguntó por Julia. El dueño de casa ni siquiera se atrevió a preguntar de parte de quién; lo hizo pasar a la sala, le brindó el más cómodo sofá y pidió permiso para llamar a la hija, quien en aquel momento descansaba en una habitación.

Al escuchar el nombre de la visita, Julia bajó apresurada y abrazó al recién llegado. Luego de los saludos y de los abrazos, la mujer presentó al desconocido. Dijo llamarse Darío; don Luis le dio su nombre y con un vigoroso apretón de manos iniciaron una amistad que duraría hasta la muerte.

Mientras Julia se alistaba para salir, don Luis y Darío hablaron de todo. El recién llegado quedó sorprendido ante la cultura general desplegada por el dueño de casa. Por su parte, don Luis reconoció en el joven la inteligencia visionaria en cada palabra escogida para elaborar la frase oportuna, matizada con pincelazos de picardía y de buen humor. Al cabo de una buena hora Julia bajó de la segunda planta y dijo estar lista para salir. Los dos hombres se despidieron y ambos tuvieron el pálpito que no sería por última vez. En la puerta de la calle, mientras Darío prendía el automotor, el padre preguntó a la hija:

-Mija, ¿Darío es de los "compañeros"?

-Sí, papá.

Cuando el carro desapareció al final de la cuadra, don Luis quedó atrapado en reflexiones de entusiasmo por aquella generación de jóvenes a la cual pertenecía Julia. Carajo -pensó- si tuviera veinte años menos, yo también me iría con ellos.

Don Luis nunca participó en ningún operativo y por supuesto nunca estuvo en el monte. Pero se movía en diferentes direcciones de la periferia de riesgosos operativos militares; recogiendo fugitivos y escondiéndolos en la casa de seguridad o en su propia casa. La mayoría de sus hijos terminaron involucrados en los diferentes grupos de apoyo de la estructura urbana. Nunca tuvo reconocimientos de ningún tipo, y su presencia en el Eme siempre fue pertinente y vital hasta el final de su vida.

En esas peripecias llegó el momento en el que, presionado por el incesante acoso de los organismos de seguridad, Darío, quien por aquel entonces se hallaba encargado de las armas extraídas del Cantón Norte, se vio ante la alternativa de abandonar un alto número de fusiles, o buscar una "caleta" que brindara la suficiente seguridad. Fue cuando buscó el apoyo de don Luis y le planteó la emergencia. Sin pensarlo dos veces el hombre de cabello blanco aceptó guardar las armas en su casa.

Los ruidos de doña Olga bajando las escaleras con su ruana blanca en las manos lo regresaron al presente, agradeció a su mujer la ruana, pero no tuvo tiempo de darle los buenos días; el pito de un automotor lo llevó apresuradamente hasta la puerta de la calle: había llegado Darío. Se puso la ruana para cubrirse del frío de la madrugada, abrió la puerta y la camioneta con Darío al volante entró hasta el fondo del garaje. Antes de ajustar las hojas de la puerta, don Luis se quedó algunos segundos parado en la calle, al parecer recibiendo el aroma del nuevo día, pero en realidad se quedó observando con detenimiento los costados de la calzada. No vio nada sospechoso, sólo el viento frío que se entibiaba con los primeros rayos de la alborada.

El dueño de casa le indicó a Darío un sitio al fondo donde había adecuado el lugar para guardar las cajas que llenaban el platón de la camioneta. Entre ambos las guardaron en el lugar señalado, después de varios viajes, mientras los miembros de la familia hacían sus actividades matutinas, unos en el baño, otros buscando su ropa, otros sus cuadernos, y doña Olga servía el desayuno.

-No se vaya. Espere el desayuno, necesito hablar con usted- pidió don Luis a Darío, mientras ambos cubrían las cajas con mantas de plástico.

Uno a uno los muchachos se despidieron de sus padres y del recién llegado, cuya presencia era familiar en casa. Doña Olga los llamó a la mesa. Mientras desayunaron, hablaron poco, pero antes del tinto don Luis adoptó un aire serió y lanzó la pregunta averiguando por el paradero de Julia y su familia. Darío puso la taza de café en la mesa y se tomó el cabello mientras reía.

-Hermano, menos mal me recuerda -se puso de pie, se dirigió a la camioneta en el garaje y regresó con un sobre en la mano.

-Tenga -le dijo mientras le entregaba un sobre-. Es de su hija Julia. Le manda saludes -y prosiguió con su desayuno.

Don Luis abrió el sobre y leyó en silencio, en tanto su esposa se quedaba esperando ansiosa algún comentario del marido. Darío miró la hora:

-Debo irme -dijo-. Gracias por el desayunito, doña Olga -y se puso de pie preparándose para salir.

Don Luis abrió el garaje, pero antes ambos cruzaron palabras sobre los detalles de la seguridad. Don Luis cerró la puerta y regresó a la sala donde encontró a su mujer leyendo la carta de la hija. Cuando doña Olga lo vio entrar, ambos quedaron en silencio. Al cabo de un momento, la mujer tomó aire y con firmeza se dirigió a su esposo:

-Luis María, no sé que pensará usted, pero yo creo que es demasiado. Nuestra hija, el esposo y la niña metidos en la guerra; los otros muchachos, nadie dice nada, pero todos sabemos en lo que andan metidos; y ahora usted, ¡guardando esas armas en la casa!

Don Luis se sintió interpelado. La miró con dulzura y acercándose a la ventana, contempló la mañana de sol reverberante.

-Mija, si todos pensáramos así, jamás hubiesen ocurrido los cambios sociales en la historia y todavía estaríamos viviendo en sociedades primitivas... -se atusó el bigote y continuó-. Además, es una forma de vivir con dignidad y de construir patria... Qué caray -aspiró los aromas encendidos del jardín y miró la hora. Era hora de partir a su trabajo.

[ [ [

Diecisiete años después, Darío y don Luis se reunieron por última vez. Aquejado por un fuerte dolor en el tórax, el anciano músico fue llevado de urgencia por una de sus nueras al Hospital de La Samaritana. Fue recibido por Darío, quien por aquel entonces trabajaba allí como gerente administrativo. Cuando se vieron se saludaron con el cumplido rutinario de los camaradas. Luego de los chequeos preliminares al paciente, las directivas del hospital decidieron que aquel centro de salud no contaba con los elementos adecuados para atender la emergencia, y a la mañana siguiente fue remitido al Hospital de San Ignacio.

Darío, conocedor de la gravedad del paciente, llegó hasta la camilla en la puerta de la ambulancia y abrazó al entrañable amigo con la misma fuerza del afecto de las épocas duras de la guerra. Recostado en la camilla, atravesado por sondas y tubos, don Luis se sintió extrañado: era la primera vez, desde la remota tarde cuando lo conoció, que la risa no acompañaba el rostro de aquel compañero. Sin embargo, todo lo entendió en aquel revelador instante de soledad final. Antes de que el enfermero cerrara las puertas de la ambulancia, el hombre de cabellos cansados se despidió de Darío regalándole la mejor de las sonrisas.

El 26 de septiembre de 1997, varios desmovilizados del Eme que conocieron a don Luis en los fatigosos años de la guerra, lo acompañaron y le rindieron el último homenaje a este bogotano nacido en La Calera, dueño de profundo respeto por la justicia y caballero de exquisita sensibilidad por la música, la literatura y demás manifestaciones del arte.

FEBRERO DE 2003