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El edén vencido

Juan Carlos Guardela se sumergió en el sur de Bolívar y escribió la crónica sobre el éxodo, la minería y el conflicto armado en el corazón de Colombia, con la cual se ganó la beca de periodismo investigativo Antonio Nariño -International Media Support (IMS)- centro de competencia en comunicación para América Latina de la Fundación Friedrich Ebert.

Juan Carlos Guardela Vásquez
13 de enero de 2006

1.
En la cantina El Despecho en el pueblo minero de Santa Rosa, en el Sur de Bolívar, la sala está repleta de hombres agrestes y fornidos que miran sin confianza a lado y lado mientras juegan billar. Una muchacha enérgica coloca un CD y apenas se empieza a escuchar la voz de Uriel Henao contando la historia de cómo en ese mismo bar de luces opacas y olor a rancio, se enfrentaron un paraco y un guerrillero el día de las madres de 1997, algunos de los mineros celebran con escándalo la tonada del duelo como si se tratara de sus propias vidas. Heano es un desconocido en los escenarios musicales colombianos, pero sus relatos de policías corruptos, guerrilleros arrepentidos y  barones de las drogas son escuchados en todo el Magdalena Medio. No hay miscelánea que no venda sus discos, la mayoría pirateados. Mientras cantan, un raspachín, algo ebrio, se me acercó y con las manos llenas de cicatrices dejadas por hojas de coca, trató de dibujar la escena. Los hombres se conocieron en aquella mesa y bebieron como amigos hasta embriagarse. Pero cuando uno dijo que su norte era Montería, y el otro que su ejemplo era 'Tirofijo', sacaron sus armas y empezó la tronera. Los cuerpos quedaron tirados aquí, y señala el sitio exacto.

Luego de un rato, el raspachín me habló de las minas de la Serranía de San Lucas, de donde venía. Entonces contó otra historia. Un hombre subió a La Teta, la mayor altura de la Serranía de San Lucas, a buscar oro. Se quedó en la región por 15 años. Luego de muchas luchas y de trabajar en minas ajenas murió a sus 50 años, en su cambuche, cerca de San Pedro Frío. Cuando los amigos fueron a enterrarlo se llevaron la sorpresa de que bajo su catre -tapado por las botas raídas, las chancletas y un par de zapatos del finado- había una veta del metal. Enseguida abrieron en el sitio una mina a la que bautizaron como 'El Salao'.

Ambas historias anuncian que en el sur de Bolívar, aquellos terrenos inhóspitos, violentos y ricos al nororiente de Colombia, la gente tiene a la mano un futuro mejor, pero la pobreza persiste y burla cualquier proyecto.

Santa Rosa del Sur es el enclave de cientos de mineros que bajan de la Serranía cada domingo. La idea es beber mucho del oro arrancado a la tierra, ya que así las minas prolongan su surtido. En este municipio se negocia casi el 42 por ciento del oro de Colombia. Para llegar a estos lejanos terruños se tiene que viajar nueve horas desde Cartagena, hasta llegar a Gamarra, Cesar. Allá se aborda una chalupa hasta Cerro de Burgos por el río Magdalena. De allí se sube a la Serranía de San Lucas, hacia Simití y Santa Rosa. Son enclaves mineros con una gran población flotante. La gente llega allí cada semana por los cuatro costados: desde los Santanderes, Antioquia, Córdoba, Bolívar y Cesar. Viven en los límites de los reinos de los paramilitares y de la guerrilla.

Para sacar oro hay que ir desde Santa Rosa hasta los asentamientos mineros de San Pedro Frío y Mina Galla. Primero hay que pasar por una carretera destapada, rodeada de bosques de camajorú, cedros, acacias y líquenes, que la mayor parte del año está llena de lodazales amarillos que se tragan a unas Toyotas atosigadas de gente, de provisiones y también de insumos químicos para el procesamiento de la coca. Luego uno llega a La Punta, un lugar que parece el fin del país. En esta pequeña población con una sola calle, límite entre paramilitares y guerrilla, uno se siente vigilado. La gente vive en zozobra. Los mineros tienen que pagar una especie de impuesto a ambos bandos. Pero insisten y siguen cavando. Se conocen y se cuidan. Cuando una mula encalla en cenagales, cuando alguien es picado por una culebra o cuando hay un enfermo grave, siempre hay más de 20 hombres dispuestos a ayudar.

De La Punta, el trecho de más de seis horas hasta San Pedro Frío es en mula por un camino empinado. Los arrieros advierten que no hay que dejar que la mula se salga del camino porque hay campos minados a lado y lado, por guerrilleros de las Farc o del ELN. Arriba, los asentamientos no superan las 10 casas, palafitos de madera de cedro y de techos de plástico, donde viven los mineros bañados por una lluvia constante, ya que el estado natural de la serranía es el relámpago y el frío. Hay cientos de perros por todos lados y niños que se dedican a jugar mientras trabajan golpeando piedras y montones de barro a los que llaman "puchos" y de donde pueden extraerse hasta 10 gramos de oro en un día.

La zona, que va desde los municipios del Brazo de Loba hasta Cantagallo, y desde Simití hasta Achí, y que es bañada por el Magdalena y el Cauca, está plagada de pequeñas minas artesanales. Puede que haya una reserva de oro inmensa. En el mundo una mina es considerada rentable cuando produce de cuatro a 20 gramos de oro por tonelada de material extraído. En estos sitios se han registrado más de 800 gramos por tonelada, según datos de la secretaría de Minas de Bolívar. Javier Pineda, secretario de minas de Bolívar, asegura que pueden estar latentes al menos dos o tres yacimientos, cada uno de más de seis millones de onzas troy (una onza troy equivale a 31,1 gramos). Pero aún no tienen la certeza. De ser así, Colombia tendría uno de los yacimientos auríferos más importantes del mundo que se hayan encontrado en los últimos 40 años.

Adolfo Manjarrés, minero de la Mina Caribe, una de las muchas en Mina Galla, ha oído decir a los funcionarios de la Secretaría de Minas que llegan a veces por allá, que hay una veta que se puede hacer famosa en el mundo. "Uno nunca se imagina donde puede estar una veta. Hay que buscar. Tiene que meterle uno mucho pulmón", dijo Manjarrés, recostado sudoroso en la entrada del socavón. "Me da risa cuando uno está afuera, la gente queda sorprendida porque uno lleva pepas de oro en los bolsillos, pero ni saben el hambre que se pasa por acá. Un dolor de muelas se convierte en un problema inmenso".

Incluso muchos mineros decepcionados terminan de raspachines de la coca, el otro negocio dorado de la zona. Se calcula que hay sembradas en la zona unas 6.800 hectáreas de la planta ilegal. Como el oro, se vende bien, pero deja riquezas pasajeras. Y como el de la coca, el negocio del metal es casi todo en negro.

Al igual que Manjarrés, quien vino de Barranquilla buscando una fortuna que no ha podido encontrar, hay cientos de mineros clandestinos. Más de un 80 por ciento son ilegales, dice Pineda, quien explica que no son muy productivos, pues sus técnicas rudimentarias, son las mismas desde hace 500 años. Por eso están causando además un desastre ecológico. Álvaro Vargas, ingeniero geólogo de la secretaría de Minas de Bolívar, asegura que están haciendo el esfuerzo de enseñar a los mineros las técnicas apropiadas. "Si pudieran sofisticarse -dice- podrían convertirse en verdaderos empresarios de la minería e incluso poder gestionar y buscar socios capitalistas".

2.
"Tierra buena. /tierra que pone fin a nuestra pena/ tierra de oro. / tierra para hacer perpetua casa", escribió en 1601 el cronista de Indias Juan de Castellanos. Lo contrario ha sucedido. El oro trajo las penas, la violencia, la ambición. Todos han querido hacerse con él perpetua casa.

Desde mediados de los 70, en Simití se libró una guerra entre guaqueros del interior y mineros de la costa. La pugna cobró cientos de víctimas. Aún hoy se hallan restos humanos en 'Caño de Muerto', un arroyo de aguas contaminadas de mercurio en donde tiraban los cadáveres. El ELN llegó un lustro después para solucionar este problema a la fuerza. Cobró impuestos a todos y así, controló el negocio. También destruyó buena parte de la infraestructura. Derribó torres de energía, tumbó puentes y atacó a la fuerza pública. En menos de dos años, el ELN creó nueve frentes.

Pero en 1995 llegaron los paramilitares del Bloque Central Bolívar, y cercaron al ELN ayudados por hombres del Bloque Norte en Aguachica y por el sur con hombres de El Águila y de Víctor Carranza. Entre 1996 y 1997 se apoderaron de la zona. Realizaron masacres en San Pablo, a pocas cuadras de la estación de Policía, en Morales, Micoahumao, Tiquisio, San Lucas y Montecristo. El crimen que selló ese triunfo fue el del minero Juan Camacho, al que le cortaron la cabeza, jugaron fútbol con ella y la enterraron en una estaca mirando hacia la Serranía, simbolizando que para allá irían. Luego vino una arremetida de las Farc y el ELN con la que retomaron la zona de San Pedro Frío, el sitio más distante y donde se dice que falleció el cura Manuel Pérez. El conflicto por esas tierras sigue hasta hoy. El 14 de febrero de este año, el comandante "Gilberto" de las Farc asesinó al minero Carlos Hurtado, y otra vez el miedo sacó a la gente corriendo. Han sido más de 7.000 los desplazados de esas tierras en el último lustro, según la ONG Siembra y de la Federación de Agromineros del Sur de Bolívar.

Los que se han quedado resisten. Se han organizado en federaciones y organizaciones comunitarias. Han aguantado tantas guerras, que no será fácil sacarlos. Por lo menos eso aseguran algunos de sus líderes que están convencidos de que tras los paramilitares vienen grandes intereses de multinacionales mineras que quieren explotar la zona en grande. "La militarización de la región buscaría desplazar a las fuerzas guerrilleras, pero también a los mineros artesanales y campesinos que se convierten en una verdadera molestia para las multinacionales", dice Gabriel Henao, vicepresidente de la Federación de Agromineros del Sur de Bolívar. "No es el pequeño minero el que sirve de testaferro. Ya comprende que quedarse es lo mejor que puede hacer para su futuro. Tenemos que luchar hasta lo último porque el territorio es de los mineros. Nos hemos declarado en comunidades de resistencia".

3.
En San Pedro Frío la noche empieza a las 4 de la tarde. Una niebla espesa cubre una canchita donde más de 30 niños juegan detrás de una pelota. Lo que hacen es corretear un círculo blanco -como dibujado con tiza- que cruza el campo porque no se ve a más de tres metros. Y entonces todo se aletarga. Uno penetra un tiempo extraviado que termina cuando llegan las 7 de la noche y se encienden los equipos de sonido de las tres cantinas con los vallenatos de moda. Justo a las 11 de la noche se escucha un grito que sale de alguna de las esquinas y retumba en la canchita: "¡A dormir!". De inmediato se apaga la pequeña planta que cobra 60.000 pesos por bombillo a cada casa; se apaga todo. Entonces empieza el silencio.

A las 7 de la mañana llegan a la escuela de Mina Caribe (Mina Galla) unos 30 niños. Vienen a pie por el mismo camino de las mulas. Cuidan sus uniformes del barro. Se han levantado a las 3 y media, se han vestido y andado tres horas para llegar a las aulas. A las 10 de la mañana se quedan dormidos por el cansancio. Para ellos no hay recreo. No se entiende entonces para qué sirve el oro en los bolsillos de sus padres. Ellos sólo aspiran a que lleguen a los 14 años para ponerse a trabajar en las minas y así aumentar el ingreso de la casa y poder salir algún día hacia "afuera" y no volver más.

Niños hay por todos lados. La tasa de nacimientos se multiplica cada semestre. Eso lo sabe Ana Montagut, una hermosa mujer de 53 años y la única partera de la región. Está preocupada porque no hay ninguna mujer que quiera aprender su oficio. Parir en estos sitios es igual a la época de la Colonia, a pujo tendido y a sobo. Ana nunca en su vida ha montado una mula y prefiere caminar, así que todo el que tenga preñada a una mujer y esté a punto, no debe dejar que rompa fuente y avisarle con horas de anticipación cuando empieza el trabajo. En cada parto Ana se viste como si fuera domingo, se lleva todos sus enseres asépticos y emprende el viaje por la trocha a pie, acompañada por el familiar de la parturienta. Cuando llega, lo primero que hace es calmarla, luego le aplica una sesión intensa con ungüentos y palabras suaves. Le acomoda el niño mientras le explica lo de la respiración y lo de la espera. Todo parto es eterno. Una vez afuera le da la respectiva azotaina al niño, mide tres dedos del cordón umbilical y lo corta con una gillette desinfectada. Se lo amarra y le pone un fajerito. Todo el mundo queda feliz y ella gana sus 300.000 pesos. Cuando hay complicaciones manda a la mujer con la criatura hacia los pueblos. Cosa que se complica porque los hombres tienen que cargarla en una mecedora durante horas tomando algo de licor y echando cuentos para distraer el camino oscuro y la garra del frío.

Pese a que es un verdadero lujo tomar una aspirina o hacer una llamada por celular (un minuto desde la Serranía vale tanto como llamar de Bogotá a París), las mujeres parece que alumbraran cada año. Una de las razones, según Ana, es que muchos de los preservativos y anticonceptivos llegan vencidos y no hacen efectos.

En más de una ocasión, Ana ha visto nacer a niños con malformaciones. Esto ha sido denunciado ante las autoridades. Así mismo, se han reportado daños neurológicos en grupos de mineros del sur de Bolívar y en pescadores de Sucre, debido a la presencia de mercurio en el medio ambiente, según investigaciones de la Universidad de Cartagena.

Pero en caso de que una culebra suba las maderas tristes de los palafitos y pique a un minero, ahí está Jaime Arias, alias "Cosmético". Botánico, cantante y poeta. Dice que cura la leismaniasis, el cáncer, problemas de los riñones y de la próstata, así como males espirituales y saladera. Todo con plantas naturales. Sin embargo, sus artes no lo han defendido de los paramilitares y de la guerrilla porque se ha visto desplazado cuatro veces en menos de 10 años. Pero asegura que no lo hace más, aunque lleguen los 'mochacabezas'."Es que el desplazamiento y las inundaciones son un negocio para los políticos corruptos. Quieren que nos vayámosnos (sic) para quitarnos las minas", dice.

Marco Tulio Aguas, 'Malquiño', llegó al sitio hace 17 años buscando fortuna para terminar sus estudios. Se acostumbró a la selva, a pelear con la roca y, contrario a muchos mineros, decidió quedarse. Cada lustro se da sus gustos: reúne una plata y hace un viaje hasta Cartagena con su mujer, "para bañarnos en el agua salada". Pero 'Malquiño' en esa ciudad se ha dado cuenta que hasta a los profesionales les está yendo mal. "No entiendo para qué estudiaron tanto. ¿Para terminar conduciendo moto taxis?". Por eso se siente bien sembrado en la Serranía de San Lucas donde se empeña en poner todo el corazón en lo mínimo que hace, ya que sabe que por mucho que trabaje, cada minero sólo logra excavar unos 10 centímetros en la roca sólida durante turnos de más de 10 horas. "Algún día todo esto cambiará, quizá mis nietos puedan disfrutarlo", dice mientras come de un portacomidas que trajo a las 5 de la mañana a la mina. Siempre recuerda cuando las minas en 1994 soltaron tanta riqueza que había mucho guaquero y minero en la región, gente que se dormía en los caminos porque no había abasto en las pequeñas posadas. Por esas épocas, en Mina Galla y San Pedro Frío, se llegaron a comercializar más de 10 millones de pesos diarios.

"Nadie robaba a nadie por aquel tiempo. Ahora hay mucho delincuente que se sale de la guerrilla y de los paramilitares. Se arman para robar al minero", asegura Matilde Gelves, comercializadora de San Rosa que se ha salvado de dos atracos por haber amarrado las pepitas de oro en las varitas de una escoba que siempre le acompaña.

Luís Quevedo es otro minero que también suelta su discurso en las jornadas y uno de los 20 evangélicos de la zona que esperan instaurar una gran iglesia y convertir tanto de un bando como del otro. Fue uno de los iniciadores del sector hace más de 20 años. Le tocó romper trocha y trabajar con pala y pico y lavar "el orito" en las quebradas; sólo después llegarían los cilindros. "A veces me quedo mirando al oro y oro por aquellos a los que les llegará porque todo lo que hay bajo el sol es vanidad", dice. "El oro es una bendición, lo malo es poner el corazón en esas cosas".

Berenice Salcedo, su mujer, es fundadora de más de ocho minas. "Yo he visto nacer, crecer y morir cada mina de estos lados y nadie ha terminado millonario, dice. Por eso creo que lo importante es echar para adelante con lo que se tiene. No somos gente mala. Hay muchos ancianos y niños. Sí, hay guerrilla y paramilitares, pero las armas del minero son la lámpara, las botas y el cincel".

Hay algo en las entrañas de estas montañas que hace que se eviten los temas más álgidos. Parecería que la vida que mereciera la pena vivirse estuviera enterrada en el tiempo, como si la hubiera sepultado la misma ambición desmedida, ambición que ahora viene con el rostro de las multinacionales.

Cuando uno sale de la zona y entra a las puertas de la población de Santa Rosa, siente que ha dejado ese otro país atrás. En la Toyota atosigada de gente regresa un grupo de mineros felices, miran la Serranía, llevan el optimismo raramente instalado en sus corazones. Al llegar al Centro, los recibe el sonido de una canción de Uriel Henao que suena en los parlantes de las cantinas: "Soy del cartel de la gasolina / y no me importa lo que digan por ahí. / Yo tengo el tubo / y creo que no es delito / pues muchas veces me han robados ellos a mí. / Ya muy cansado de tantas injusticias / tanta miseria por la que un día viví / es que no vuelvo a trabajar honrado / pues si ellos roban ahora me toca a mí.