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Por este camino,los lugareños transportan mercancía de contrabando en la frontera, desde la provincia de El Carchi hasta Ipiales. | Foto: William Fernando Martínez

FRONTERA

El Rumichaca de los pobres

Mientras que en el puente que une a Colombia con Ecuador los controles son extremos, cerca de allí hay 28 trochas por las que a diario se cruza a lomo de bestia combustible, comida y cobijas. Semana se internó por este Rumichaca de los pobres.

José Fernando Hoyos
14 de noviembre de 2007

Una fila de carros y camiones se extiende a lado y lado del Puente Internacional de Rumichaca para cruzar el río Guaítara, que divide a Colombia con Ecuador. A pesar del impresionante incremento comercial de los dos países, las restricciones y los controles para pasar de un lado a otro siguen anclados a una antigua tradición de control que incluso ha aumentado en los últimos meses.

Mientras los que pasan por el puente, de unos 300 metros, deben cumplir con todos los requisitos y pasar controles policiales y aduaneros, cerca de allí hay 28 caminos que unen los dos países. Allí no hay seguridad con perros y policías de azul con letreros de Antinarcóticos. No hay requisas ni preguntas acerca de lo que se lleva o lo que se trae. Lo único importante es pagar cifras irrisorias por pasar el Guaítara, o un poco más arriba, los ríos Blanco y Carchi. Estas trochas son el Rumichaca de los pobres.

Desde el Ecuador los clientes llegan a casas y potreros cerca la dura ondanada que separa los dos países. En uno de los puntos, ubicado al lado de la Vía Panamericana, arriban carros cargados con cobijas, sacos, grasas, licor y todo tipo de alimentos. Allí, unos 400 caballos y más de 150 ancianos, adultos, jóvenes y mujeres esperan su turno para cruzar la frontera.

“Este es el contrabando de los pobres, porque los duros pasan la mercancía por el puente” dice Yesid, mientras señala una montaña. Desde allí no se ve el puente, pero su presencia se siente. Para ellos, el río no es una frontera entre países, sino un espacio que deben cruzar para ganarse el sustento diario. Grandes y chicos están en este rebusque por la falta de oportunidades para trabajar y estudiar.
Sobre el mapa se cambia de país. No es Uribe quien manda, sino Correa, y no es el peso sino el dólar la moneda para comprar y vender, pero para las personas que cruzan por estos caminos, de viento frío y subidas y descensos empinados, nada cambia. La pobreza de las casas es la misma.

La gasolina y el gas son los productos que más se transportan entre Tulcán e Ipiales. En los caminos que parten desde un barrio del lado colombiano, se ven las cuadrillas de arrieros transportando pipetas azules en ambos sentidos: vacías hacía el centro de acopio en la otra colina, y llenas en el otro sentido, listas para la venta en Colombia.
Con el crecimiento de las diferencias políticas entre los dos países a raíz del desplazamiento, la fumigación de cultivos ilícitos y los problemas de seguridad, la frontera se ha vuelto más rígida. El consumo de gas ecuatoriano fue restringido, y en los dos países se persigue a quien lo trate de pasar de manera ilegal.

Una pipeta de gas del vecino país, que solo se vende a personas que tengan cédula ecuatoriana, cuesta entre 8 y 10 dólares. Puesta al otro lado del río cuesta en las calles entre 20.000 y 23.000 pesos, un valor similar a una colombiana. La diferencia es que “mientras la nacional dura una semana, la del Ecuador rinde todo el mes”, dice Martha, una mujer de tez trigueña y de estatura baja, al explicar la preferencia de ese producto. “La policía y la DIAN nos persiguen, pero en sus casas y en las mismas estaciones usan gas ecuatoriano de contrabando”, dice una mujer joven, líder de un grupo de coteros que ha tenido que organizarse para defenderse de las redadas de las autoridades de los dos países. “Hace unas semanas una amiga fue detenida por traer una pipeta en un carro. La multaron y le inmovilizaron el vehículo por un año”, dice una mujer adulta que comercializa gas de contrabando en Ipiales.

Al igual que el gas, el galón de gasolina vale mil pesos más barato que en las calles de Ipiales, a pesar de que en esta ciudad de Nariño tiene un precio de frontera. Y al comparar otros productos, como aceite, mantequilla, galletas, cobijas o sacos, se explican el porqué vale la pena cruzarlos a lomo de caballo, sin pagar impuestos.

Desde las primeras horas de la mañana salen las recuas de caballos sin carga, salvo algunas bestias que llevan sobre las enjalmas cuatro o cinco pipetas azules. Al comenzar a bajar por la trocha, algunos soldados colombianos, al parecer por su propia cuenta y sin órdenes superiores, hacen guardia, no para evitar el contrabando, sino para cobrar hasta 10.000 pesos por cada bestia cargada que viene del Ecuador.

Los cargueros bajan por un amplio potrero que a medida que se acerca a los ríos de frontera se convierte en estrechos canelones, por los que solo cabe un caballo. En otras partes, la trocha se convierte en una ‘autopista’ de seis carriles. Hay lugares donde los precipicios empiezan a pocas palmas de donde los caballos pisa. Al final de un pequeño acantilado, junto al río, el esqueleto de un caballo desata en los guías un recuento de historias de los accidentes que se han ocurrido. “Ese caballo se desbarrancó porque se le quería pasar a otro y las dos cargas se chocaron, entonces se rodó por el barranco”, cuenta un joven de 17 años, que desde los cinco ha transitado entre los dos países con un caballo negro al que nunca le ha pensado ponerle nombre.

El paso más azaroso es el de los ríos. Las piedras resbaladizas hacen que el caballo tropiece y en ocasiones quede arrodillado o se caiga. El nivel de agua no sobrepasa los 30 centímetros, pero cuando se crece, puede llegar a metro y medio.

En esta vía del contrabando todo tiene precio. En los sitios de cargue y descargue, se paga entre 800 y mil pesos por animal. El viaje vale entre 8.000 y 15.000 pesos, dependiendo de la mercancía. Y a los dueños de las fincas en los dos bordes se les debe pagar mensualidades. Al final del día, ya que en las noches no se trabaja por seguridad, un transportador de este Rumichaca puede ganar entre 10.000 y 40.000 pesos, dependiendo del día.

Esta no es una lucha contra las autoridades, sino contra la pobreza que libran cerca de cientos de personas como Éver y su hermano de doce años. Su padre los abandonó y ahora como traficantes de gasolina tienen para vivir, pero no para soñar. Estudiar es algo que no está dentro de sus planes y el mayor afán es conseguirse a diario los seis mil pesos que deben pagar por la compra del caballo del cual derivan el sustento para ellos dos y su madre. A ellos no les preocupan sus zapatos rotos o la ropa sucia que visten, tienen para comer hoy y “eso es lo más importante. ¿Mañana?, pues habrá que ver”.

A gritos, los habitantes de la frontera piden un acuerdo entre los dos países que amplíe la delgada línea a un área donde el comercio sea libre. Eso, por lo menos, reduciría el contrabando y toda la corrupción que alimenta. Mientras eso no ocurra, seguirán existiendo los otros Rumichacas.