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Entre la esperanza y el miedo

Fabiola Perdomo Estrada*
12 de mayo de 2003

Desde el 11 de abril de 2002, fecha en que fueron retenidos por las Farc 12 diputados del Valle del Cauca, entre ellos mi esposo, mi vida cambió radicalmente. Mis preocupaciones, mis esfuerzos, mis deseos y mis oraciones empezaron a tener un solo destino: la vida y la libertad de todos los secuestrados de nuestro país. Trece meses después de tan doloroso hecho, las vidas de estas 12 familias como las de cientos de familias que tienen a sus seres queridos en poder de la guerrilla, se debaten diariamente entre la esperanza y el miedo. Unos días sentimos que el sol nos alumbra radiante gracias a las palabras de respaldo que recibe el ACUERDO HUMANITARIO por parte de personalidades, ex presidentes de la República, Iglesia, sociedad civil, países amigos y organizaciones no gubernamentales, que algunas veces son escuchadas por el gobierno nacional y traducidas en discursos alentadores del primer mandatario de nuestro país, quien promete jugársela por garantizar la vida y la libertad de sus ciudadanos a través de un acto humanitario. Otros días, en cambio, la angustia y el temor de no poder volver a abrazar el cuerpo vivo de nuestros familiares se apodera de nuestros corazones, como consecuencia de rescates fallidos no autorizados por las familias, de la insolidaridad de algunos sectores que rechazan el Acuerdo Humanitario, de los actos violentos de la guerrilla que no contribuyen a restablecer confianzas y de los discursos pendencieros de representantes del gobierno nacional que exhortan a las salidas militares al secuestro, sin valorar el dolor de los familiares ni el riesgo que corren las vidas de los secuestrados. Lo que nos debate en ese péndulo desgarrador que oscila permanentemente entre la esperanza y el miedo, es la polarización del país frente a la salida política o militar del conflicto interno y especialmente del secuestro, que se produce simplemente porque las víctimas del secuestro somos minoría. Ni siquiera un 1 por ciento de los colombianos ha tenido que pasar por este drama y quizá por eso no piensan como dolientes; no han tenido que vivir meses y años en la zozobra que genera desconocer el estado físico y mental de los secuestrados, en el desespero de unos hijos que crecen sólo con un vago recuerdo del rostro de sus padres o madres, en la nostalgia de vivir en una pareja incompleta, en la depresión mortal de los padres que no soportaron tan violenta y larga separación de sus hijos, en la impotencia de unas familias que invierten todas sus fuerzas y recursos para impulsar una solución humanitaria al secuestro. La polarización de los colombianos, hoy desafortunadamente sobre la guerra y no como debiera ser sobre la paz, no es otra cosa que una clara muestra de la soledad en que se encuentran las víctimas del secuestro en medio de su dolor. Es injusto, ilógico e inhumano poner en consideración si es más valiosa la vida o las instituciones. Triste, por decir lo menos, es que existan compatriotas que subvaloren la vida, sin detenerse a pensar que sin vidas humanas no podrían sobrevivir las instituciones. No pueden argumentarse elementos morales, jurídicos, éticos, políticos o ideológicos para obstaculizar las tareas humanitarias conducentes a la protección y razón de ser del Derecho Internacional Humanitario: salvar vidas y hacer menos penosa la guerra. Cada colombiano, aunque todavía el secuestro no haya tocado su puerta, puede ayudar a quienes lo estamos padeciendo por amor al prójimo, apoyando y exigiendo un ACUERDO HUMANITARIO YA como único mecanismo que garantiza el regreso a casa de los secuestrados? con vida. * Vocera de los familiares de diputados del Valle del Cauca secuestrados