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León Tolstoy

Guerra y paz

Conrado Zuluaga
17 de abril de 2007

La monumental novela de Tolstoi, Guerra y paz, es la visión épica de la sociedad rusa entre 1805 y 1813. Reúne más de 500 personajes y es la crónica pormenorizada de cinco familias. Es una inmensa pintura al fresco de un tiempo y unas circunstancias, de las cuales participaron miles de personas y afectó a todo un continente. Pero lo más sorprendente que se puede preguntar el ‘observador’ de esta colosal pintura, es cómo logra el autor –sin transiciones bruscas, ni forzando el estilo, sin explicaciones previas, ni artificios– oscilar en la narración entre un salón de baile de la nobleza y la caótica retirada de un ejército de miles de hombres, entre una conversación íntima y el miedo de un cadete que va por primera vez al frente, entre una carga de caballería y el desconcierto o los fríos cálculos del mando supremo en plena batalla. Las páginas familiares, el despliegue de la sociedad en sus salones, así como los movimientos de masa de escuadrones, brigadas y batallones, o las solitarias escaramuzas de un ayuda de campo en medio de una batalla, tienen la misma intensidad y fuerza descriptiva. Este es el verdadero talento de Tolstoi, aquí radica su genio narrativo.

Octubre de 1805. La pérdida de Ulm, el sitio de Viena y las derrotas del general austríaco Mack obligan al retiro del ejército ruso a la espera de encontrarse con un refuerzo de tropas frescas que provienen de Rusia. Así piensa Kutúzov, comandante en jefe. Es necesario entonces detener o entorpecer, al menos, el avance francés encabezado por el mariscal Murat. Una maniobra política lo logra por unas horas, pero una carta de Napoleón desde Viena, advierte del engaño y ordena atacar de inmediato. Una fracción del ejército ruso, con el príncipe Bragation resiste heroicamente. Es la batalla de Schöngraben.

Y allí sale a relucir una variada gama de sentimientos, la emoción ante lo desconocido, el siempre chato y violento fervor nacionalista, la congoja frente a lo que puede suceder en los siguientes minutos, el miedo que domina hasta la inmovilidad, el valor demencial, la cobardía incontrolable, el desconcierto frente a los vertiginosos acontecimientos, la añoranza de la casa paterna y la calidez del regazo materno. Y salen a relucir también personajes de la más diversa condición: los diplomáticos que no quieren tener nada que ver ni con la política ni con la guerra, sino con los intereses de la alta sociedad y las relaciones con algunas mujeres, y los grupos de soldados que hace tiempos dejaron de ser un ejército y se convirtieron en una cáfila de canallas, y las martingalas de la política que ejercitan los oficiales franceses y rusos, y la certeza última de que “la vacilación moral que decide la suerte de una batalla se inclinaba evidentemente a favor del miedo”.
Semejante despliegue de emociones y personajes ocupa algo más que un centenar y medio de páginas. Casi al final, cuando la batalla ha concluido y los soldados heridos, los exhaustos por el esfuerzo, los cobardes y los que añoran una atmósfera familiar se
reúnen alrededor de un fuego sin distinción alguna, Tolstoi cierra con un “brochazo de pintura” 30 días de acontecimientos que hacen parte de un inmenso lienzo que abarca ocho años: “Ya no era como antes, un invisible río en la oscuridad, sino que era como un mar sombrío que oscila y se apacigua tras una tormenta”.