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José Obdulio Gaviria Vélez: “Por qué Bush SÍ es bienvenido”

El asesor de la Presidencia de la República explica por qué sí le gusta la visita del Presidente de Estados Unidos

9 de marzo de 2007

La gente se toma licencias y da licencias. Si una diva, como Cecilia Bolocco, por ejemplo, se toma la licencia de lucir su vestido transparente en un acto público, se la aplaude; a una señora anónima, en cambio, se le dirá que es muy ridícula. A los niños se les permite sacar mocos y llorar en sitios públicos; a un adulto lo echan a patadas si se toma tales licencias.

Hoy, cuando algunos jefes de Estado visitan un país, los jóvenes de bachillerato se toman la licencia (haciendo el oso, claro) de quemar banderas y gritar ¡Fuera! Eso está bien: en las crónicas de sus vidas, en 2070, narrarán el asunto como su proeza de adolescente. Igual, a una ONG fundamentalista que convoque para protestar contra tales visitas, se le pasa por alto, comprensivamente, su radicalismo justiciero y sus ganas de desahogo. Pero, ¡que un Partido con representación en el Congreso, que gobierna alcaldías y departamentos y hace giras por el mundo, convoque a manifestaciones contra un jefe de Estado de un país aliado de Colombia!, ¡hombre! O no conoce las reglas de la política para el Siglo XXI, o las conoce y no las acepta, o, definitivamente, se quedó en la vocinglería y las pataletas de bachillerato.

A Colombia la visitarán en marzo el Presidente Bush (Estados Unidos), el Presidente Köhler (Alemania), Su Majestad Juan Carlos I de Borbón (España). Los tres son jefes de Estado de potencias con las que Colombia ha desarrollado una fuerte alianza… ¿Qué? ¿Van a quemar la bandera rojiamarilla para mostrar la indignación por los desmanes de Colón y Lope de Aguirre? ¿Protestarán por los fusilamientos ordenados por Sámano? ¿Reclamarán en la 26 la devolución del tesoro Quimbaya? Y, a Alemania, ¿qué querrán cobrarle? ¿De pronto, los crímenes de Hitler? ¿Acaso, la lentitud para definir verdad, justicia y reparación para las víctimas de la dictadura comunista en Alemania Oriental? Digo esto, porque se han pronunciado últimamente encendidas catilinarias anti norteamericanas, muy en la onda de los comunistas anteriores a la caída del Muro. En la base del discurso anti visita de Bush hay todavía mucho de la ideología de la Guerra Fría, cuando el marxismo enfrentaba encarnizadamente a la democracia norteamericana como a su principal enemigo. Y es que (esto es una digresión) en la base de los razonamientos de lo que llaman izquierda en Latinoamérica y derecha en Norteamérica, hay un común denominador: la xenofobia.

Las gentes razonables del “Partido anti todo” van a tener que ponerse las pilas. En el exterior, el Presidente de Estados Unidos representa a todos los norteamericanos. El nombre y la institucionalidad de su país los defienden con igual ahínco y entusiasmo los gobiernistas y los opositores. Claro que hay gringos nihilistas y que en Norteamérica también hay una extrema derecha o extrema izquierda que se sale de lo convencional. Pero son la excepción que confirma la regla. En general, a un norteamericano no le hace ni cinco de gracia que un Partido político colombiano convoque a su militancia (senadores y representantes a la Cámara, incluidos) para quemar su bandera y pisotearla. Igual les va a ocurrir con alemanes y españoles, si les da por rabiar con la visita de sus Jefes de Estado. ¿Van a permitir los correligionarios razonables de esos desvirolados de la extrema agitacional, que los sigan haciendo aparecer como unos vándalos?

Y, no hay que criticar sólo los comportamientos antigringos o antialemanes o antiespañoles aquí. Hay que llamarles la atención sobre sus comportamientos anticolombianos allá. Hay que ver con qué desparpajo dicen en Washington, en Berlín, o en Bruselas, por ejemplo, que Colombia no es una democracia. ¡Caramba, caramba! Senadores, ex magistrados, ex ministros, ex gobernadores, gente cercana a los gobernantes durante lustros, van y dicen afuera que esto es una satrapía. Es la cosa más incoherente. Ah, y cuando reconocen algo bueno, comienzan por echarle su buena juagada al Ejecutivo o al Legislativo (al que ellos pertenecen). Dicen, cariacontecidos, que si no fuera por que la Corte Constitucional interviene, siempre se impondría tal o cual desmán. Si uno les responde que así es como funciona el régimen democrático liberal, que las decisiones estatales son el producto de un difícil, sutil y equilibrado proceso de interacción de las ramas y los órganos, lo miran a uno como alienígena.

La vida de los seres vivos es reglada. La diferencia de los hombres con todas las demás especies es que las normas se las ha venido imponiendo él mismo a través de millones de años de interrelación. A más elevado nivel de una sociedad, más reglas se adoptan (aceptadas voluntariamente por los más; por coerción los menos). El más elevado nivel de interactuación entre los hombres es la democracia. Un proceso de 2.600 años enrumbó la especie humana por la senda de valorar positivamente conceptos como libertad, igualdad, solidaridad, respeto por la vida, libertad de pensamiento, de expresión, y muchos etcéteras.

Una característica de la democracia es que en ella la decisión de la mayoría se impone sobre el de la minoría. Pero los demócratas, precisamente por serlo, saben muy bien que la mayoría de hoy puede ser la minoría de mañana. En consecuencia, está en el abc del comportamiento de los demócratas, el reconocer la LEGITIMIDAD DEL OTRO. Los fanáticos, los fundamentalistas, los terroristas, los pichones de dictadores, en cambio, piensan que todos los demás son réprobos y criminales. Su manera de enfrentar al contradictor es el uso de la fuerza bruta, de la violencia, del improperio, del insulto, del grito, de las pedradas, de la calumnia. Acumulan fuerzas para suprimir al otro, no para ganar en el debate franco la opinión de la mayoría.

La oposición cerrera tiene formas y procedimientos insólitos: comienza, como lo he dicho, por desconocer la legitimidad del otro; luego dice que las reglas democráticas son una farsa y por eso llama al desconocimiento de esas reglas e, incluso, algunas veces llega hasta el extremo de levantarse en armas contra el poder legítimo (al que llama, arbitrariamente, ilegítimo) o a justificar a los que lo hacen, diciendo que les mueven justas causas políticas, económicas y sociales. Es la ley del embudo, porque exigen para sí el trato democrático más delicado (¡ay de quien se atreva a contradecirlos! Describirán esa actitud, en los medios de comunicación libres, como una amenaza y pedirán reforzamiento de medidas de seguridad). Para los demás, comenzando por los gobernantes, tienen un discurso que escuece: ¡mafioso!, ¡paramiltar!, ¡asesino!, ¡torturador!, ¡tirano!, ¡fascista!

El demócrata tiene muchas coincidencias con los pedagogos, con los pensadores, con los predicadores de la bondad. El fundamentalista tiene, en cambio, mentalidad de Barra Brava.

La manera de comportarse los dirigentes políticos es el resultado de su idiosincrasia, de su manera de ser, pero, también, en mucho, de su educación, su cultura política, de su participación en los largos procesos de la democracia, que les permiten aprender a dar y a recibir con temperancia y fraternidad. No le es fácil a que quien venga del terrorismo, de la antidemocracia, del uso de la violencia, hacer el tránsito a las formas comedidas, corteses, respetuosas del trato liberal. Giuseppe Tomasi Di Lampedusa, en El Gatopardo, trae una reflexión del burgués recién enriquecido, sobre la utilidad de aprender los buenos modales de los aristócratas, plenamente recomendable para algunos protagonistas de la vida pública latinoamericana:

Advirtió que buena parte de la fascinación que sentía hacia el príncipe emanaba de los buenos modales y se dio cuenta de lo agradable que es un hombre bien educado, porque en el fondo no es más que una persona que elimina las manifestaciones siempre desagradables de mucha parte de la condición humana y que ejerce una especie de aprovechable altruismo, fórmula en la cual la eficiencia del adjetivo hace tolerar la inutilidad del sustantivo. Lentamente el burgués comprendía que una conversación puede no parecerse a una pelea de perros; que dar la precedencia a una mujer es señal de fuerza y no, como había creído, de debilidad; que de un interlocutor puede lograrse más si se le dice “no me he explicado bien”, en lugar de “no ha entendido usted un cuerno…”.

La visita del presidente Bush a Colombia sirve para hacer más comprensible lo que vengo diciendo. En una democracia, es normal que se debatan las relaciones internacionales, que se privilegie el acercamiento con unos países y el distanciamiento con otros. Todo ello depende del interés y del carácter nacional: fraternidad, cultura común, comercio, vecindad, riqueza, complementariedad de las economías, provisión de materias primas, recursos energéticos, defensa. Obviamente, el factor que menos debería pesar es la coincidencia en las ideologías o la militancia política de los gobiernos. ¿Cómo condicionar las relaciones con un país a la coincidencia política o ideológica de sus gobiernos? ¿El sistema electoral libre en dónde quedaría? Si ganara, entonces, en las próximas elecciones de Paraguay, un partido con ideología contraria a la de la coalición uribista, ¿debemos romper relaciones con Paraguay o desinvitar al Presidente en caso de que tuviese planeado visitarnos?

Colombia recibe a Gorge Bush como presidente democráticamente elegido por el pueblo de Estados Unidos. Ese solo título ya sería suficiente. Si hubiesen sido elegidos Gore o Kelly, igual cosa ocurriría.

Muchos preguntarán qué debe hacer un dirigente colombiano que sea enemigo de Bush; que sea contradictor de pactar un TLC con Estados Unidos; alguien que considere inconveniente la alianza de ambos países en la lucha contra la droga y el terrorismo. Mucho puede hacer, porque sí, sí somos una democracia: puede escribir, hablar en los medios de comunicación, dejar constancias, pronunciar discursos en el Congreso, presentar mociones y constancias. En fin, puede intentar ganar a la mayoría para su punto de vista. Pero, ¿llenarse de rabia?, ¿tirar piedra?, ¿quemar banderas? Eso déjenlo a los muchachos adolescentes. Hay que aprender a respetar una democracia que tanto les ha dado y tanto les seguirá dando si nos la dejan viva.