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La ausencia de mandato (Por Álvaro Forero Tascón)

Uribe necesita abandonar el tremendismo y enfrentar los problemas importantes, no sólo los urgentes, para poder tener éxito en su segunda administración, dice Álvaro Forero Tascón.

Álvaro Forero Tascón
28 de mayo de 2006

Álvaro Uribe iba a ser un Presidente transicional para superar la crisis de cambio de siglo, y en esa condición modesta radicaba su éxito. Su pretensión de agrandar su permanencia en el poder sin tener cómo agrandar su obra puede ser su desdicha.

En 2002, el mandato de Uribe fue hacer retroceder a las Farc y reconquistar el crecimiento económico. Es cierto que el Presidente no avanzó en relación con la problemática de fondo de Colombia, pero cumplió su mandato, y en ello reside buena parte de su éxito político. No parece probable que suceda lo mismo en la segunda presidencia Uribe.

Para este nuevo período no tiene algo que es indispensable para el éxito presidencial, un mandato, y no estamos ante el alargamiento del mandato de 2002, porque la porción cumplible de éste ya se cumplió.

La ausencia de nuevo mandato es resultado de una estrategia aparentemente inteligente del Presidente, que explica su temor a los debates abiertos con los demás candidatos presidenciales, basada en destacar lo positivo y ocultar lo negativo de su gobierno y del país, para evadir compromisos históricos hacia el futuro.

Como si el Presidente percibiera vientos de tormenta y sospechara que las recetas que le han servido bien hasta ahora serán insuficientes para los nuevos desafíos. Quizá por falta de claridad sobre el futuro, o por temor a éste, Uribe está olvidando un axioma básico de la política: que un mandatario sin mandato es un volador sin palo, que carece de plan de vuelo, de compás de espera y de provisiones.

A veces los pueblos reclaman pausa en materia política porque están satisfechos, no quieren cambio, como cuando los norteamericanos reeligieron a Eisenhower para disfrutar las mieles de la posguerra. Pero sólo una sociedad escapista como la nuestra se abandona a pausas continuistas en medio de la tragedia y el vecindario en que vivimos, confiada en el cuento del Presidente de que ya les dio el desayuno a las Farc, y necesita un segundo período para darles el almuerzo. Cuento sofista, por no decir culebrero, que lo que busca es entusiasmar a los sectores que no terminan de saciar su sed de venganza contra la guerrilla, y evadir el compromiso de derrotar a las Farc, que en el imaginario presidencial equivaldría a la tercera y última ingesta – la comida.

En los próximos cuatro años es muy difícil que Uribe obtenga los resultados de su primer mandato en materia de seguridad, especialmente porque no podrá seguir contrastando las mejoras obtenidas por su gobierno, con las condiciones de los cuatrienios Samper y Pastrana en ese campo. Esto hará una gran diferencia, porque la comparación le había permitido vender como maravillosa la situación de seguridad actual, todavía mediocre y frágil en buena parte del territorio, con excepción de los perímetros de las ciudades grandes y los principales corredores viales.

En el plano económico tampoco se ve espacio para avanzar, de no ser por el improbable caso de que se mantuvieran durante varios años más las inmejorables condiciones del ciclo económico internacional que le correspondió en suerte. Ya empezaron a evaporarse algunas, como las bajas tasas de interés norteamericanas, que le permitieron temporalmente a Colombia reducir la deuda externa, lograr una inflación históricamente baja, tasas de interés excelentes, insumos y artículos de consumo importados a buenos precios, y un crecimiento vertiginoso de la bolsa de valores y del sector inmobiliario.

Contrariamente, son muy altas las probabilidades de que crezcan factores negativos para su gobierno. Hay que dar por descontado que Uribe tendrá que enfrentarse con la terquedad de la guerra y de los ciclos económicos. Pero también a los omnipresentes escándalos, la expansión mafiosa, el agrandamiento de la izquierda, la tozudez de los problemas sociales frente a la ineptitud del asistencialismo, las heridas dejadas por las posturas excesivas de derecha en temas sociales. Seguirá la presión por el intercambio humanitario, el drama creciente del desplazamiento, la tendencia al resurgimiento de la protesta social, el aumento grave de la criminalidad urbana a manos de los excombatientes paramilitares. No cederá la presión clientelista incremental de las bancadas de la coalición de gobierno. Uribe sentirá los coletazos del TLC en algunos sectores económicos, las consecuencias cada vez mayores del fracaso de la lucha antidrogas, el desgaste del alineamiento ciego con Estados Unidos, el aislamiento político continental, la falta de figuras representativas en el gobierno. Se sentirán los estragos producidos por la naturaleza intemperante del Presidente. Pero, sobre todo, el desengaño ante la falta de avances definitivos frente a la tragedia nacional harán que el hálito salvador de Álvaro Uribe se desvanezca.

Uribe tendrá que redoblar la campaña permanente para compensar la falta de resultados, pero corre el riesgo de que para entonces los colombianos, con la ayuda de la oposición, hayan descifrado su temperamento de torero tremendista, y ya no se deslumbren con el manejo de los gestos. El desgaste será aprovechado por una oposición de una ferocidad desconocida en la política contemporánea colombiana. La que adelantará uno de los políticos más capaces de esta generación, a quien el ala moderada de su partido le está despejando gratuitamente el camino – Gustavo Petro–.

Chávez, futuro protagonista

Pero el verdadero protagonista de la segunda presidencia de Uribe puede ser Hugo Chávez, haciendo de Colombia su gran objetivo en la lucha contra los Estados Unidos. Gracias a la guerra, Colombia había logrado suprimir la protesta social y el nacionalismo que han convulsionado y transformado el vecindario andino. En la capacidad para activar estos fenómenos y de generar fe en una paz posible, a través de la izquierda democrática, por una parte, y la izquierda armada, por la otra, puede radicar la capacidad del Presidente venezolano para influir en los asuntos políticos colombianos. Especialmente, si se convierte en el único capaz de lograr que las Farc negocien la paz, con la condición de que sea con un gobierno amigo de la revolución bolivariana. O si el neouribismo, cuando se agote el atractivo de la seguridad democrática, busque reabastecer su apoyo apelando de nuevo a las emociones de los colombianos, pues sabe bien que Colombia es pasión. Y no habrá mejor consigna que gritar, viene el lobo, viene Chávez.

A Uribe le puede ocurrir lo mismo que le sucedió al ex presidente Cardoso, que a base de popularidad logró reformar la Constitución brasilera para hacerse reelegir, pero no avanzó y tuvo que entregarle el país a un candidato de izquierda cuatro veces derrotado. Porque cuando un gobernante sofoca el verdadero cambio a base de continuismo, generalmente termina impulsando transformaciones vertiginosas y sin control en el período que le sigue, en cabeza de sus opositores.

Si en 2010 la saga uribista se frena abruptamente con la elección de un Presidente de izquierda, no será uno moderado como Lula, porque ni Uribe, ni las Farc, ni Hugo Chávez lo permitirán. Porque mientras en Colombia haya izquierda armada, será fácil impedir que políticos de izquierda moderada suban el último escalón, al sembrar dudas sobre su debilidad frente a la guerrilla.
 
En Colombia habrá un Presidente de izquierda el día que un líder sea capaz de voltear esa circunstancia a su favor, y haga soñar al país con la paz, apelando al desengaño popular frente a las promesas incumplidas de derrota de la guerrilla, y obteniendo el beneplácito de las Farc. Pero para convencer a las Farc de su fiereza frente al establecimiento y los Estados Unidos, y a los colombianos de su capacidad de domar a la guerrilla, necesitará de dos condiciones que, paradójicamente, le servirá en bandeja Álvaro Uribe: la ayuda de Hugo Chávez en materia de paz y el populismo personalista al que serán adictos los colombianos para ese entonces.

Uribe iba a pasar a la historia como un mandatario que había reconquistado la esperanza, corrigiendo dos aflojamientos históricos del Estado - frente al narcotráfico y la guerrilla. Sin embargo, es continuista y su segunda administración estará signada por otro aflojamiento. Esta vez con el paramilitarismo.
 
Nadie duda que del aporte económico del narcotráfico a Samper, del guiño decisivo de la guerrilla a Pastrana y del proselitismo armado de los paramilitares a favor de Uribe en 2002, resultaron cuentas de cobro siquiera tácitas.

Samper tuvo que incumplirla, y pagó con su presidencia. Pastrana cumplió confiado, y pagó con la suya. Uribe pudo cumplir gracias al consentimiento de la sociedad colombiana, que siempre consideró a los paramilitares como aliados necesarios en la lucha antiguerrillera, y que se hace la loca frente al hecho evidente de que se está pactando también con el narcotráfico. Pero las consecuencias del pacto con las AUC apenas comienzan, y está por verse si Uribe pagará por ello con su segunda presidencia. Lo que se empieza a revelar es que será su gran pesadilla, y un bumerán. Que aún no ha entrado en el trayecto de regreso, pero que lo hará cuando el paramilitarismo haga metástasis, contaminando con su índole mafiosa amplios sectores de la vida económica, social y política del país.

La esperanza

Existen, claro, otras posibilidades para Colombia en la segunda presidencia de Álvaro Uribe. Pero todas las halagüeñas dependen de que ceda la “exhuberancia irracional” que domina a las mayorías, para permitir que la realidad presione a Uribe a enfrentar los problemas de fondo de Colombia. Enfrentarlos sin el sesgo uribista - cortoplacista y complaciente frente a los intereses mezquinos de ciertos sectores, y a la adicción de sus compatriotas al resultado fácil, cueste lo que cueste. Porque aunque ese sesgo le rinde mucho políticamente al Presidente, le puede hacer mucho daño al país en el mediano plazo, porque no solamente impide el cambio, sino que permite las culturas de la violencia, del narcotráfico, del clientelismo, de la ilegalidad y de la insolidaridad, que son las que no dejan que la sociedad colombiana avance verdaderamente.

La alternativa es que Uribe enfrente los grandes retos de su patria, sin caudillismo, sin polarización, sin campaña permanente. Porque en la política, como en el toreo, hay verdad y hay tremendismo. El segundo arranca aplausos fervorosos del público, apelando a la ingenuidad y a las emociones, pero es fácil y engañoso. Tanto, que recurre al lucimiento y a la supuesta valentía, por temor a desnudar la falta de arte pero, sobre todo, de verdad.

La segunda administración de Uribe tendrá éxito si éste decide gastarse su enorme capital político en enfrentar los problemas importantes de Colombia, no sólo los urgentes. Si decide abandonar el tremendismo, y asumir el reto de su puesto en la historia, con verdad – transformando las instituciones, para verdaderamente mejorar con ello a su país y a su pueblo. Si no lo hace, si renuncia a su condición de estadista para mantenerse como el más político de los políticos, si insiste en la campaña permanente, es porque va por un tercer período.