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La Balada de María Abdala: La "mimética" huella del dinosaurio en el lodo

<i>"La balada de María Abdala no es más que una regular tentativa de aproximación al mundo mágico de Macondo"</i>. Así califica el periodista Leonel Fierro la última novela de Juan Gossaín, la cual, según él, tiene elementos comunes con la obra de Gabriel García Márquez, si se tiene en cuenta la influencia del Caribe de donde provienen ambos escritores, pero que por aspectos como la estructura, la novela de Gossaín llega a convertirse en <i>"una especie de epílogo desmejorado de la obra de Gabo,

Leonel Fierro T*
11 de agosto de 2003

Explicación no pedida, confesión manifiesta. La sabiduría del viejo adagio popular, como todos los que formaban parte del arsenal filosófico de nuestros mayores, vuelve a reafirmar su vigencia con el comentario de Plinio Apuleyo Mendoza sobre la novela de Juan Gossaín. Nadie, que se supiera hasta entonces, le estaba endilgando el "reparo" de que tenía "mucho de Gabo", quizá porque acababa de ser publicada y los lectores aún no habían tenido tiempo de pronunciarse.

En un recurso propio de quien conoce la técnica literaria y sabe hablar a través de sus personajes, el escritor y diplomático boyacense coloca en labios de una presunta lectora un juicio acertado que tiene el sello inequívoco de su ilustrado caletre. Se entiende que por razones de colegaje y de amistad personal no haya querido asumir en forma directa la responsabilidad de la afirmación. Eso lo habría colocado en una incómoda posición de aguafiestas, no sólo ante Gossaín y su editorial, que también ha sido la suya, sino ante Germán Santamaría, el audaz director que resolvió jugársela toda publicando la novela completa en los cuarenta años de la revista Diners. Conociéndolo como lo conozco, puedo verlo frotándose las manos emocionado con el antecedente histórico de Life y El Viejo y el Mar de Hemingway, y The New Yorker con la gran crónica A Sangre Fría de Truman Capote, una de las obras inaugurales del llamado Nuevo Periodismo o periodismo literario norteamericano. Sorprende sí, que siendo Germán uno de los periodistas y escritores que mejor conoce la obra de Gabo en Colombia, haya pasado por alto el hecho de que La Balada de María Abdala no es más que una regular tentativa de aproximación al mundo mágico de Macondo. Por eso tampoco resulta creíble el recurso de un "gabólogo" de tiempo completo como Apuleyo Mendoza, amigo de García Márquez desde que ambos "eran felices e indocumentados", y autor de dos buenos libros sobre el hijo del telegrafista que llegó a ser premio Nobel de Literatura.

"¡Ah pendejo, este tipo!", dirán de inmediato, tras preguntarse quién es el advenedizo que se atreve a meter baza en el tema. "¿Acaso Gossaín no proviene del mismo mundo mágico del Caribe que produjo a García Márquez? ¿No soplan en San Bernardo del Viento los mismos alisios de barlovento que levantan la hojarasca y el polvo en las calles ardientes de Aracataca? ¡Si allí también los manglares huelen a marisma de camarones podridos; si los dos pueblos tienen los mismos fantasmas insomnes y entrometidos, que hablan con los vivos, siguen envejeciendo y suspiran en las alcobas. Y un palo de mango en la plaza y jazmines y almendros y buganvillas..."

Cierto, y utilizar todos esos elementos de la desmesura como si fueran sucesos comunes, sometiéndolos al tamiz de la nostalgia y la subjetividad, es absolutamente legítimo, no sólo para Gossaín, sino para cualquiera que decida escribir sobre esta deslumbrante región de la costa norte colombiana. Mas no es la anécdota, sino el tono, el ritmo, el aliento, la atmósfera, el lenguaje, la estructura de la novela de Gossaín lo que la convierte en una especie de epílogo desmejorado de la obra de Gabo, y a su autor en un simple epígono del maestro. ¡Si eso era lo que quería, puede darse por bien servido! Se entiende entonces porqué García Márquez, según expresión que el propio Gossaín le atribuye, habría calificado su novela de magistral. Claro, si al pretender imitarlo, como si la imaginación pudiera clonarse, ha desvirtuado tardía e innecesariamente -Gabo ya está por encima del bien y del mal y eso lo debe tener sin cuidado--, el obstinado empeño de los escritores latinoamericanos posteriores al boom por librarse de su influencia paralizante.

No es ese, obviamente, el caso de Gossaín. Ni de sus editores. La parafernalia publicitaria que precedió la aparición de su libro y ha seguido promocionándolo, como si estuviéramos ante un nuevo Nobel, así parece indicarlo. Comercialmente están en su derecho. Pero no por ello, como diría el Cofrade, hay que tragar entero. Dejar que nos metan gato por liebre.

¿Una influencia "mimética"?

Loable, pues, el esfuerzo de Apuleyo Mendoza para tratar de tapar el sol con las manos y justificar por anticipado, antes de que alguien se la objetara, la gran debilidad de la novela de Gossaín: la presencia ostensible, nada "mimética", sino dominante y ruborizante de García Márquez.

Al hacerlo, sin embargo, le debió resultar bastante difícil ignorar la evidencia objetiva de que el menos interesado en ocultar esa influencia era el propio Gossaín. Sólo eso explica que la sombra de Gabo cubra su corta novela de principio a fin, dejando en sus páginas la misma huella indeleble de un dinosaurio al caminar por el lodo. No se requiere ser antropólogo ni cavar muy profundo para dar con ellas. Ni haber leído todo lo que García Márquez ha escrito -como Gossaín lo proclama con vanidad- para descubrirlas en los adjetivos, las frases, los párrafos y los personajes tomados en texto y contexto de las historias de Gabo. Desde el célebre lead de Cien Años de Soledad, el mundialmente reconocido "muchos años después...", que Gossaín fusila en la página 58 de la versión publicada por la revista, hasta "el perro cenizo con un lucero en la frente" que irrumpe en el mercado de un pueblo al comienzo Del Amor y otros Demonios, al que Gossaín transmuta en "un toro cimarrón que tenía una estrella blanca en la frente", el toro que mata a su narrador-personaje en una fiesta de corraleja.

El rastro del saurio resulta igualmente visible en la forma en que María Abdala "junta los pedazos dispersos de sus propias suspicacias", siguiendo el mismo procedimiento del narrador de Crónica de una muerte anunciada para reunir los folios salteados del expediente sobre la muerte de Santiago Nassar. Hay, incluso, otras huellas menos notorias, pero igualmente reconocibles. Como el final de Jacinto Negrete, el compadre de María Abdala que sólo sonrió una vez, "hasta el día en que la manigua habría de tragárselo para siempre", siguiendo los pasos de Arturo Cova, el romántico aventurero que devoró La Vorágine de José Eustasio Rivera. O como el perfume epónimo del poeta Abdala, su padre, que bien podría haber competido con El Perfume de Patrick Süskind, la perturbadora fragancia que Grenouille fabricaba y después se aplicaba para seducir doncellas en las noches festivas de un lujurioso París.

En su afán de parecerse a Gabo, Gossaín no vacila en apoderarse de los adjetivos que han caracterizado el estilo desmesurado y maravilloso del Nobel. Y entonces todo se le vuelve mítico, histórico, memorable, premonitorio. Hasta el punto de que la más popular y simple de las bebidas de tierra caliente -hecha de agua y limón como en todas partes--, se convierte en "el legendario refresco de limón" que la señora Milla vendía en el teatro. Es que a diferencia de Gabo, la desmesura de Gossaín no está en la imaginación creativa que hace que todo sea verosímil, aún algo tan fantasioso como la levitación de Remedios la Bella envuelta en sábanas blancas, sino en la garrulería de su prosa excesiva y alambicada. Leerlo es como oír la farfullería de sus recreos radiales con Jaime Castro.

Esos vocablos desconocidos con que los buenos autores suelen enviarnos al diccionario, resultan así en su novela recargados y artificiosos. "Tiene uno la impresión de que a todas las frases le sobran palabras", me dijo un agudo colega que trató de leerlo y tuvo que abandonarlo, porque se sintió apabullado con su facundia verbal. Se me pasó preguntarle si había alcanzado a llegar a los vulgares y modestos catres de lona, erigidos por Gossaín en sofisticadas "camas de tijera que tenían lienzo en vez de colchones". Mejor dicho, "el líquido perlático de la consorte del toro" con que bromeábamos en la secundaria. Algunas de estas palabras, seguramente tomadas de la tradición oral, una de las fuentes que nutren a las academias para renovar y actualizar el idioma, ni siquiera aparecen en el "mataburros" que el abuelo de Gabo tenía para resolver sus dudas semánticas y combatir la ignorancia supina. Me quedé sin saber, por ejemplo, qué es un manduco, aunque por deducción contextual inferí que podría tratarse del mismo bolillo del policía de que venía hablando. Tampoco pude entender cómo son las personas que tienen un genio de mandarria y perrenque como el de María Abdala, pese al recio carácter que su pronunciación imprime. No sabía, por lo demás, que la leña verde sirviera para cocinar el mejor sancocho costeño; ni que los aguacates se corten en redondo como los árboles, ni que las cigarras canten de noche y que haya gallinas con manos a las que sea posible "maniatar" para evitar que se espanten.

Doña María estaría iracunda

Bueno, no por original, el recurso del narrador ubicuo que desde la perspectiva de un muerto le permite a Gossaín colarse en la intimidad de sus personajes.

Ocurre, no obstante, que los protagonistas de su novela -autobiográfica a pesar de sus ímpetus de fantasía-- no son otros que sus propios padres, identificados con nombres, lugares y circunstancias perfectamente localizables. Y si doña María viviera, si el hijo no hubiera tardado más de treinta años para escribir las ciento y pico de páginas de su breve novela, no cabe duda de que Gossaín estaría en serios problemas con ella. Si era la mujer irascible, dominante, explosiva que nos describe; si es cierto que mantenía oprimido al marido, y se enfurecía hasta el punto de que su boca se llenaba de espuma, y además mataba las palomas retorciéndoles el pescuezo por simple superstición, entonces es muy seguro que no le hubiera hecho ninguna gracia leerla. Las maromas sexuales, los pensamientos pecaminosos y las palabras que le atribuye, lejos de exaltar su memoria y mitificarla, como seguramente fue su intención, terminan por denigrarla. "¿Cuándo dije yo que Generoso Venturolli -el inmigrante italiano que incendió el pueblo porque ella no le paró bolas-- no podía ser un buen amante, porque tenía los pies chiquitos y las manos cortas"?, le habría increpado con toda seguridad.

El manejo sicalíptico que Gossaín le da a las escenas de sus padres haciendo el amor en el bosque, apenas acababan de conocerse, y la forma en que su papá debe asistir a la joven María en sus funciones fisiológicas más personales e intransferibles, demuestran que el erotismo, tan necesario en toda novela, exige un mínimo de estética y poesía, sin el cual degenera en la vulgaridad y la grosería. Algo que en la primera mitad del siglo pasado ya le reprochaban al Trópico de Cáncer de Henry Miller. Sólo que el escritor estadounidense era un disidente de lo establecido, un iconoclasta atrevido, un contestatario. Y Gossaín se enorgullece de confesarse como un hombre de fe, respetuoso de la familia y sus tradiciones, que abomina de los impíos y los infieles.

*Periodista