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60 años después de Hiroshima

La narración del horror

Santiago Torrado
30 de julio de 2005

"Estoy seguro que en el fin del mundo -en el último milisegundo de la existencia de la tierra- ¡El último hombre verá lo que nosotros vimos!"

La frase es de George B. Kistiakowsky, un profesor de la Universidad de Harvard, que fue testigo del momento exacto en que comenzó la era atómica, a las 5:30 de la mañana del 16 de julio de 1945 en el desierto de Nuevo México. Para él, el primer examen militar de la bomba atómica fue "la cosa más cercana al día del juicio final que uno se pueda imaginar".

El encargado de recoger su testimonio fue William L. Laurence, de The New York Times, el único periodista entre el grupo de científicos que observó en Alamogordo un tipo de luz que "nunca se había visto antes en este planeta". La única información oficial de ese día para los medios locales aseguró que se trataba de un depósito de municiones que había estallado por accidente, pero el Departamento de Guerra, deseoso de explicar a la gente del común la bomba atómica, había asignado a Laurence para observar la prueba ultrasecreta. Su trabajo sobre la nueva arma (publicado posteriormente) le mereció el Premio Pulitzer y lo convirtió en el primer cronista en presenciar el fuego atómico.

Menos de un mes después, el 6 de agosto, aquel fogonazo fue lo último que vieron las 100.000 víctimas de Hiroshima. Los mismo ocurrió con las cerca de 70.000 que perecieron en Nagasaki tres días después. Aunque, como es apenas obvio, ningún reportero estuvo debajo de las bombas para presenciar el horror, son varios los que han tratado de reconstruir el sufrimiento de las víctimas atómicas.

El primer corresponsal en llegar hasta  Nagasaki fue el norteamericano George Weller, un mes después del estallido, aunque sus notas fueron conocidas hace apenas algunos meses. El general Douglas MacArthur, jefe de la ocupación, había prohibido el ingreso de periodistas. Weller contrató una lancha de remos, viajó en tren y se hizo pasar como coronel del ejército estadounidense para ser testigo de los estragos atómicos, pero después sometió sus apuntes a la censura. Los oficiales querían ocultar la información sobre las enfermedades causadas por la radiación, de modo que las notas enfurecieron a MacArthur, quien no solo prohibió su publicación sino que nunca devolvió los originales. Weller falleció en 2002 y su material permaneció perdido durante seis décadas hasta el pasado verano, cuando su hijo Anthony encontró en su apartamento en Roma las copias al carbón, unas 75 páginas escritas a máquina que publicó el diario japonés Manichi. En ellas hablaba de "una misteriosa enfermedad X" que estaba cobrando la vida de hombres, mujeres y niños sin heridas visibles que creían haber escapado.

Una aventura parecida, aunque con mejores resultados, emprendió John Hersey cuando se acercaba el primer aniversario de Hiroshima. Pasó tres semanas en Japón investigando para contar en cuatro capítulos la historia de seis sobrevivientes. Su artículo desplazó cualquier otro contenido editorial en la edición de agosto de 1946 de The New Yorker. El número se agotó inmediatamente, fue reseñado y recomendado, se leyó en la radio y se dice que Albert Einstein pidió mil ejemplares. No era la primera vez que se hablaba de la bomba, pero Hersey sí fue el primero en hacerlo desde la perspectiva de las víctimas inocentes y ahondar en su sufrimiento. La crónica acompaña en su desconcierto a los seis gembakusho (enfermos atómicos) durante las horas, días y meses siguientes al estallido. El resultado está lleno de escalofriantes imágenes como la de las flores de los kimonos tatuadas sobre las mujeres "puesto que el blanco reflejaba el calor de la bomba y el negro lo absorbía y lo conducía a la piel", o la de los 20 hombres "con sus caras completamente quemadas, las cuencas de sus ojos huecas, y el fluido de los ojos derretidos resbalando por sus mejillas".

The New York Times recibió su publicación con entusiasmo: "Todo norteamericano que se ha permitido hacer chistes sobre las bombas atómicas o que ha llegado a recordarlas como solo un sensacional fenómeno que ahora puede ser aceptado como parte de la civilización, igual que el aeroplano o el motor a gasolina, o que se ha permitido especular sobre lo que deberíamos hacer con ellas si nos viéramos obligados a otra guerra, debe leer al señor Hersey. Cuando este artículo de revista aparezca en la forma de un libro los críticos dirán que es a su manera un clásico. Pero es bastante más que eso". El editorial acertó en su pronóstico.

A pesar de un tono neutral, que se puede antojar distante por momentos, Hiroshima, el casi obvio título del artículo, fue aclamado y despertó la conciencia de la opinión pública estadounidense. "Una de las claves de Hiroshima es el hecho de que Hersey renunciara a dar una visión del lanzamiento. No le interesaba dar una opinión, condenatoria o no; le interesaban los hechos, las historias de las víctimas", explicó a SEMANA.COM el escritor colombiano Juan Gabriel Vásquez, encargado de traducir el libro al español en 2002. "Hersey sabía, como todo gran narrador, que las opiniones envejecen muy rápido, y en cambio los hechos (si son contados con honestidad y talento) tienen vigencia eterna".

Fue tan grande su impacto que el texto que justificó durante muchos años el lanzamiento de la bomba, escrito por Henry Stimson, el secretario de guerra del presidente Truman, fue en gran medida una respuesta a la ola de criticas despertadas por Hiroshima (ver artículo sobre el debate atómico).

Casi cuarenta años después, en 1985, Hersey volvió para contar lo que había sido de aquellas seis personas en un artículo titulado "Las secuelas del desastre", que se convertiría en el quinto capítulo del libro.

El escritor argentino Tomás Eloy Martínez tomó el testigo de Hersey  (aunque confiesa que leyó su crónica años después) y en el vigésimo aniversario del estallido visitó Hiroshima y Nagasaki para escribir Los sobrevivientes de la bomba atómica, una crónica que publicó L'express  en 1965. "Bajo el cenotafio del Parque de la Paz, en el vientre de un arco de cemento donde todas las mañanas aparecen flores nuevas, todavía siguen fundiéndose con la tierra los andrajos y la sangre de doscientos mil hombres; (...) Allí también, en Hiroshima, se entrelazan los nombres de los que cayeron repentinamente muertos un día de verano, convertidos en agua, en quemadura, en fogonazo: los nombres que ahora se consumen entre cenizas y magnolias", dice un pasaje del texto.

El relato de Martínez no solo reconstruye aquel 6 de agosto sino que le presta la voz a los sobrevivientes y detalla los achaques que los gembakusho arrastran a lo largo de los años. "Había visto la película 'Hiroshima mon amour' y había quedado muy impresionado por el cáncer en los sobrevivientes y la consecuente ruptura de la tradición en los matrimonios, una condición sin la cual es muy difícil llevar una vida respetable en la cultura japonesa. Estaban condenados a la desdicha", recordó para SEMANA.COM el autor de Santa Evita.

La lista de 'cronistas del horror' continúa. Incluye, entre otros, a Gabriel García Márquez, quién, bajó el título de "En Hiroshima, a un millón de grados centígrados", escribió un reportaje con ocasión de la visita del sacerdote jesuita Pedro Arrupe, "el único testigo presencial que ha venido a Colombia".

Miles de páginas se han escrito sobre las primeras armas nucleares usadas sobre ciudades. A partir de nuevos documentos y entrevistas la historia atómica ha sido reconstruida muchas veces, algunas con resultados memorables.  En algunos casos el eje ha estado en el Proyecto Manhattan y el desarrollo científico de la bomba -como en The making of the Atomic Bomb, el libro de Richard Rodhes ganador del Pullitzer-, en otros se trata de debatir los argumentos que rodearon la decisión de arrojarla -como The decisión to Use the Atomic Bomb, de Gar Alperovitz- o de hacer exhaustivas reconstrucciones de los últimos días de la Segunda Guerra Mundial -como en Enola Gay, de Gordon Thomas-.

Hacer un inventario de los libros que abarcan el tema sería una labor digna de los bibliotecarios de la Biblioteca de Babel, el cuento de Borges que habla de anaqueles interminables.  Pero los que, como Hersey o Martínez, llegaron hasta las cenizas atómicas hicieron su aporte para que, sesenta años después, la tragedia de los gembakusho no se olvide.