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Cerca de 12.000 indígenas sikuanis viven en la selva de Matavén, en el corazón del Vichada. El uso de su lengua va en aumento.

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Lenguas aborígenes en vía de extinción

Colombia tiene 67 lenguas distintas. Algunas de ellas están a punto de desaparecer y cerca de la mitad apenas son habladas por menos de mil personas. Pero otras, como la sikuani, en el Vichada, están reviviendo.

Enrique Patiño
20 de agosto de 2008

“Pejania matakabi”, saluda Rosalba Jiménez. La líder indígena sikuani acaba de decir buenos días en su lengua de la familia guahibo, originaria de los Llanos Orientales. Cuando habla en su idioma materno, cambia la cadencia de su voz y el tono se vuelve más natural y agudo. “De itsimü?”, pregunta, para decir ¿cómo estás?

Pero más allá de esa lección de sikuani, una de las 67 lenguas nacionales -casi todas desconocidas para la mayoría del país - hay una palabra que para esta mujer representa lo importante que es conservar su idioma: “Pekuene”. Cultura. Porque eso es lo que encierra una lengua propia: costumbres, ritos, tradición, historia y pasado diferentes.

La marginalidad de algunas de estas lenguas es también producto del aislamiento geográfico de las etnias que las usan. Pedro Pablo Hernández, líder indígena sikuani, andubo durante dos días para llegar de Cumaribo a Puerto Carreño, capital del Vichada. La vía más fácil fue por Venezuela. Al igual que Rosalba, su nombre y apellido son ‘cristianos’ porque fueron impuestos por los evangelizadores que llegaron a la región en los años 50. “Teníamos nombres de pájaros. Yo me llamaba Majalú, (abuela de las guacamayas) y había otros nombres como Econae (diosa del trabajo), Barratuito o Cote (el que cargaba bultos). Los nombres tenían sentido”, explica Rosalba. 
 
El proceso evangelizador y colonizador casi borra su cultura de 15 mil años de antigüedad. Por fortuna, en sus casas, casi subrepticiamente, preservaron su lengua hablándola al amparo de la noche y hoy gracias al Programa de Protección a la Diversidad Etnolingüística del Ministerio de Cultura, su lengua y muchas de sus tradiciones tienen el apoyo del Estado .
 
Ahora, 12.000 sikuanis, en la selva de Matavén, en el corazón del Vichada, han vuelto a usarla de forma frecuente, han desarrollado un alfabeto y por primera vez una encuesta oficial fue traducida a su lengua.

 “Las lenguas son el vehículo de la cultura, de la memoria y de la historia. Hay que salvarlas para conocernos como país”, dice Paula Moreno, ministra de Cultura quien cree que este tipo de protección estatal permite revivir su uso.

Ese esfuerzo del llega en un momento crucial: en el país quedan apenas 800.000 personas que hablan lenguas aborígenes. La gravedad está en que el país cuenta con 67 lenguas y más de la mitad de ellas sobrevive con menos de mil personas que las hablan. Suiza, un ejemplo de diversidad, tiene cuatro lenguas oficiales. Colombia tiene tantas (incluidas dos lenguas criollas, en San Basilio de Palenque y San Andrés y Providencia) que ni siquiera las sabe nombrar.

“Desde la forma en que construimos las casas hasta nuestra manera de socializar está expresado en nuestra lengua, que tiene una palabra para eso: Unuma. Ser sikuani es comer chigüire y mañoca, conservar tradiciones como el rito de pasar de la niñez a la pubertad, el de la muerte que dura tres días y tiene competencias y bailes, o la preparación del guarapo de caña y el yaraki (chicha de yuca amarga)”, dice Hernández.

De las diez étnias del Vichada, además de los sikuani, los pieroa también están rescatando su lengua e implementando colegios bilingües. Héctor Fuentes, líder piaroa, aboga por rescatar el uso de arcos, flechas y cerbatanas, y la pesca del bocón, para el cual él mismo ha creado un Festival Cultural de este pez que alimenta a su étnia. El problema es que a pesar del esfuerzo, solo quedan 800 indígenas piaroa. “No nos dejamos colonizar. Aceptamos la interculturalidad hace 20 años, pero gracias a la organización, sobrevivimos. Somos pocos, pero unidos”.
 
Los amorúa, en cambio, parece que no se salvarán. En toldos, con plásticos, en un sector marginal en Puerto Carreño, a esta étnia solo le quedan 50 personas. Desterrados por los paramilitares de sus asentamientos en La Esmeralda y Paz de Ariporo, Casanare, temen a los foráneos y evitan comunicarse con ellos. En la miseria absoluta, sin educación y ahora nómadas, corren el peligro de extinguirse.