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Prólogo escrito por Luis Carlos Restrepo, Alto Comisionado para la Paz y la Convivencia

16 de septiembre de 2002

Entre el 6 y el 13 de noviembre de 1985 se desbordaron en Colombia de manera simultánea la fuerza de las armas y la fuerza de la tierra. Nunca antes el alma colectiva había estado tan acongojada. Ocho días después de haber visto arder con magistrados, guerrilleros y ciudadanos adentro el Palacio de Justicia, una erupción del volcán nevado del Ruiz arrasó la ciudad tolimense de Armero, quedando sepultadas bajo toneladas de fango cerca de treinta mil personas.

Nos dimos cuenta de pronto del enorme poder destructivo que acumulábamos, de la intolerancia de los hombres y de la voluptuosidad de la tierra. Con pocos días de diferencia a una gran catástrofe política se le sumó una catástrofe geológica. Íbamos de una explosión a otra sin paliativo ni consuelo. Había hablado la sociedad. Había hablado la cordillera. Habían hablado ambas el lenguaje del fuego. Y ante su lenguaje brutal, ante su insolencia para entronizar la muerte, los ciudadanos quedamos enmudecidos.

Como si fuera poco lo sucedido, antes de culminar ese mes de noviembre fue descubierto en zona rural del departamento del Cauca un cementerio clandestino donde habían sido enterrados más de un centenar de guerrilleros del grupo Ricardo Franco, ajusticiados uno tras otro por orden de su comandante, quien los consideraba infiltrados al servicio del enemigo. Fue cuando sentí que llegábamos al absurdo.

Atónito, me sentí frágil e indefenso ante la violencia de las pasiones humanas y ante la arrogancia telúrica de las montañas que habitábamos. Sediento de sentido daba pasos a tientas, formulando hipótesis o buscando culpables para calmar tanto dolor. De frente al horror, obligado a mirar la cara de la muerte, empecé el largo camino de descifrar los signos que se nos presentaban. No podía ser de otra manera. De niño admiré esas nieves perpetuas que con furor se descolgaron, y muchas veces había compartido el calor vital de Armero, la ciudad sepultada. De joven había admirado a los caudillos que se levantaban decididos a imponerle al mundo su utopía. Y ahora esas fuerzas idealizadas, esas montañas que acunaron mi infancia y esos delirios justicieros que llenaron de fogosidad mis años juveniles, mostraban el horror latente que portaban.

De allí la profunda emoción que acompañó mi lectura de este libro de José Cuesta que hoy se presenta a los Colombianos. Se trata del testimonio de alguien que vivió desde adentro la dinámica de estos acontecimientos, pues era por la época militante activo del M-19, grupo que además de jugar un papel protagónico en la toma del Palacio de Justicia participó de manera estrecha en acciones militares con el Ricardo Franco. Leyendo los documentos aportados, no cabe duda que la simultaneidad de estas experiencias jugó mucho en la decisión que años después tomaría ese grupo armado de integrarse de lleno a la dinámica democrática que se plasmó en la Carta del 91, abandonando para siempre la tentación autoritaria para afirmarse en una lucha desarmada por la justicia y la libertad.

Tal es, sin lugar a dudas, el mayor mérito de este libro. Profundizar desde adentro en los rezagos autoritarios de las organizaciones revolucionarias que desde hace cincuenta años levantan en Colombia sus banderas de cambio, mostrándose sin embargo incapaces de superar en su interior la rigidez jerárquica que tanto critican al Estado y a las clases dirigentes que combaten. La historia de los fusilamientos dentro del ELN, que en los primeros años de vida de esa organización dejó más muertos que los producidos por enfrentamientos con las Fuerzas Armadas institucionales. Los rasgos autoritarios dentro de las FARC, que imponen la pena de muerte a los disidentes, obligando a los novatos a participar en la ejecución de sus compañeros como forma de mostrar su lealtad hacia la organización. Y la dolorosa y espeluznante historia del Ricardo Franco, una guerrilla rica en recursos económicos pero pobre en apertura ideológica, que reprodujo entre sus militantes un genocidio muy similar a los practicados por los dirigentes nazis o por algunos revolucionarios soviéticos y camboyanos.

Sin duda la mentalidad autoritaria parece anidarse en todas las ideologías, desde las clericales hasta las ateas, las burguesas o las socialistas. Quien lucha por la libertad personal y el respeto a la diferencia debe enfrentar de manera simultánea las tentaciones autoritarias de la derecha ?cuyo ejemplo más cercano son las dictaduras militares del Cono Sur? o el autoritarismo de izquierda ?con ejemplos como los reseñados en este libro?. Atrapados por una ficción propagandística, los líderes autoritarios convierten en conspiración cualquier divergencia de opinión, estructurando una mentalidad paranoide que somete a los miembros del grupo. De allí el fenómeno de la auto?inculpación y la aceptación pasiva de la víctimas de su cruel destino.

La vigilancia recíproca, la culpabilidad por asociación y el afianzamiento de un poder infalible e igualador que toma su fuerza de la desconfianza mutua, terminan anulando dentro de las organizaciones insurgentes hasta los más mínimos resortes de libertad personal. La utopía emancipadora se convierte en una dinámica esclavizadora. Paradoja que se convierte en una auténtica vergüenza de nuestra historia.

Este libro nos ayuda a conocer con detalle dicho fenómeno, para que la lucha por la justicia social no termine sacrificando en su empeño la libertad personal. Resulta escandaloso que aquellas organizaciones que proclaman intereses emancipatorios para un futuro mesiánico, aplasten las posibilidades de la libertad en sus prácticas cotidianas. Se vuelve por eso necesario formular un modelo de acción política que impida tales excesos y permita conciliar los intereses de la libertad personal con la lucha por la justicia social o la libertad colectiva, para que no se vuelvan a repetir los casos aberrantes de revolucionarios convertidos en déspotas mientras justifican sus crímenes con una retórica de esperanza y cambio.

Siguiendo con nuestro propósito de ofrecer un modelo correctivo de los excesos autoritarios, debemos recordar que acorde con los intereses de una sociedad abierta es preciso asumir que hemos sido creados como seres singulares e irrepetibles que sólo podemos cumplir nuestra misión si nos abrimos al otro, reconociendo nuestra fragilidad constitutiva. Afirmación que nos lleva además a reconocer la presencia del conflicto como dimensión inherente a la vida, pues en el corazón del fenómeno vital encontramos la paradoja: sólo podemos cultivar nuestra singularidad si asumimos a la vez el reto de la interdependencia.

En la vida social el eje de la interdependencia puede ser entendido desde la dinámica de la Justicia, mientras que la emergencia y cultivo de la singularidad encuentra aliento en la defensa de la Libertad. Según J. Rawls, la justicia no es otra cosa que la "equidad", es decir, ese marco de reciprocidad y cooperación que actúa como matriz constitutiva de la sociedad. La libertad, por su parte, es vista por R. Nozick como ese "florecimiento" del jardín interpersonal que es posible en una cultura que dice "sí" a la vida, valorando nuestra opción personal.

El "coeficiente de cooperación" ?del que hablaba Kropotkin refiriéndose a los ecosistemas naturales? es tan importante en las sociedades humanas como esa variedad de opiniones individuales, sin las cuales ?como decía J. S. Mill? es imposible avanzar hacia una verdad colectiva. Sin embargo, justicia y libertad no se ajustan nunca de manera automática. Existe un conflicto permanente entre estos dos ejes, que en el campo político suele ser desconocido, alentando salidas anarquistas o totalitarias.

Los sistemas políticos que hacen énfasis en la justicia social, colocando en segundo plano la libertad individual, pueden caer en dinámicas totalitarias, como acontece con las repúblicas socialistas. Por otro lado, quienes insisten en defender la libertad personal por encima de los intereses de la justicia, pueden caer en el despotismo económico propio de las sociedades neoliberales. Es un gran error decir, como ha sido corriente en algunas organizaciones revolucionarias: luchemos primero por la justicia, que después habrá tiempo para las libertades individuales. O decir, como los teóricos liberales, que la libertad económica para los propietarios nos traerá como fruto espontáneo una justicia distributiva.

Los intereses de la justicia limitan los anhelos de la libertad, de la misma manera que los intereses de la interdependencia fijan los cotos permitidos a la expresión de las singularidades. Cuando una singularidad pretende expresarse al costo de romper la frágil red de la interdependencia, se vuelve injusta, configurándose el acto violento. Cuando un grupo o una sociedad se permiten aplastar singularidades en nombre de la justicia, entonces esa misma justicia se convierte en causa de violencia.

Si entendemos la justicia como un sistema de cooperación mutuamente ventajoso, tendremos que entender la libertad como la oportunidad de emerger y expresar la singularidad en medio del entramado social. El eje de la justicia es un eje nutritivo o asimilativo que permite el funcionamiento de la interdependencia, mientras el eje de la libertad es desequilibrador y divergente, pues está relacionado con la expresión de la diferencia y la emergencia de la singularidad. Desde la perspectiva de la justicia, la libertad se ve como igualdad de oportunidades para emerger; desde la perspectiva de la libertad, la justicia se ve como un sistema para asegurar los nutrientes básicos que necesitan las singularidades.

De entrada podemos constatar una contradicción entre los intereses de la libertad y los intereses de la justicia, pues desde la perspectiva de la justicia se tiene la tendencia a identificar la libertad con la igualdad, desapareciendo la importancia de la diferencia. Por su parte, desde la perspectiva de la libertad puede verse la justicia como un sistema constrictivo que se equivoca al pretender nivelar de manera abstracta las posibilidades de los cooperantes. Mientras la justicia representa el gregarismo moral de un pacto comunal, la libertad está relacionada con la emergencia de la singularidad y la constitución del sujeto como lugar de elección y resistencia.

La mejor manera de asumir esta contradicción sin dejar de cumplir el horizonte preferible de la sociedad abierta de generar cada vez mayor justicia y libertad, es recurrir a un operador ecológico, a un modelo de intervención que acepte la existencia de una inestabilidad inicial sin renunciar a la pretensión de cuidar el nivel de interdependencia ?justicia? mientras se fomenta un nivel de singularización ?libertad? y se acuerdan procedimientos para el manejo público y creativo del conflicto. Este modelo ecológico, que se superpone a la sociedad real con la única pretensión de operar sobre ella, se presta a territorializaciones múltiples, tanto en el plano normativo de los derechos y los deberes, como en el afectivo, el somático y el cultural, asumiendo que el ciudadano es producto de un cruce de flujos y no una realidad sustancial, intersección de caminos y dimensiones donde alcanza su más fino encaje la articulación azarosa de la serie de la justicia ?cooperación? con la de la libertad ?competencia?.

Entendidas como producciones culturales, la libertad y la justicia se secretan de manera permanente si logramos modificar el entramado institucional o las estructuras generativas de la sociedad, para llegar a una mayor equidad y a un mayor disenso. Es pues un proceso alquímico de transformación cultural que parte de reconocer la carencia de estas dos virtudes para proceder a fomentarlas. Bajo esta perspectiva educar para la democracia es provocar sentimientos proclives al cultivo de la singularidad, generando distinciones que nos permitan encontrar el justo medio de la prudencia, despertando el apetito por cultivar la libertad y cincelando pasiones que tornen deseable un honor civil que sabe afirmar el valor de la individualidad sin dejar de cuidar el tejido de la interdependencia.

Esa es la tarea que nos compromete a los colombianos de hoy, luchadores por la paz como José Cuesta que abren con su reflexión un campo de debate que permanecía olvidado en la penumbra. Los próximos años serán decisivos para diferenciar el ejercicio democrático de la autoridad del autoritarismo en todas sus manifestaciones: culturales, afectivas, organizacionales y armadas. Sin temor a equivocarnos podemos decir que el futuro de la nación depende en gran parte de que prime uno u otro camino. Que seamos capaces de abrirnos al pluralismo o que nos hundamos en la intolerancia. Decisión que depende de nuestra capacidad para asumir esta "vergüenza de la historia" que representa nuestro pasado autoritario, para abrirnos sin temor a una refundación civil donde el amor a lo mismo sea reemplazado por el amor a la diferencia.