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Crónica

Relato de un atraco

Rodrigo Hurtado, víctima de un robo callejero, cuenta su 'via crucis' a través del nuevo sistema penal acusatorio.

Rodrigo Hurtado
6 de febrero de 2005

En estos días me atracaron. Sucedió en el parque que queda entre la calle 63 y la carrera 9, a unos pasos del supermercado Carulla. Acababa de sacar 100.000 pesos del cajero y me dirigía a tomar un taxi en la calle 63 con 13. Eran las 11:30 de la noche. Dos parejas de borrachos iban unos pasos más adelante.

Yo venía más atrás y cuando estaba lo suficientemente lejos del movimiento del supermercado, se me vino uno de ellos. No creo que estuviera drogado, pero sí estaba ebrio. Tenía un aliento de demonio. Me pidió unos pesos, que rehusé darle. Solo tenía los billetes que acababa de sacar. Forcejee con él tratando de moverme hacia la séptima y cuando creía que me le había escapado, una nena -enana, con los cachetes rosados, nada bonita- se me vino con una navaja 'patecabra' abierta y me jaló la maleta.

Metí la mano al bolsillo y saque mil pesos, tratando de persuadirlos de que era lo único que tenía. La nena me sacó la billetera y me metió la mano en el bolsillo en el que tenía otra parte de los billetes. Salieron corriendo. Así me convertí en uno de los más de 26.000 colombianos víctimas de atraco callejero en Colombia cada año.

Me quedé desconcertado, estupefacto. Un taxi frenó en la acera del frente y el conductor me preguntó si me habían atracado. Asentí: "Súbase y los cogemos". (¿Usted que haría? Se habían llevado mi billetera y mi dinero. No tenía mucho que perder y el deseo de venganza me comenzaba a estimular el cerebro) Corrí el riesgo. Raudo, se atravesó por las calles que rodean el Teatro Libre, sin perderles el rastro. No había una patrulla ni nadie en una decena de metros a la redonda.

Los encontramos en el Davivienda de la 13 con 60. Esperando bus y muertos de la risa. El taxista me dijo que me acurrucara en la silla de atrás ("me va a robar este man"). Mandé la placa del taxi en un mensaje de texto a un amigo, por si las moscas. El taxista me dijo que llamara a la Policía. Pedimos una patrulla y los tipos se subieron en un bus con destino al sur.

La Policía apareció en unos cuatro minutos -eternos, por supuesto-. Alcanzaron el taxi y les dimos un reporte de lo que había pasado. Rechinando llantas, la patrulla, una camioneta Luv, se dio a la persecución del bus. El infeliz no quería detenerse y el carro policíaco debió hacer un cierre cinematográfico que terminó con el bus detenido y la patrulla sobre el andén.

El taxista me dijo: "Bájese y los reconoce". Ya le tenía confianza. "Yo lo espero por si cualquier cosa". Me llené de valor, y me dije: "A estos desgraciados los jodo". Ahora: desde el andén examiné la cara de los pasajeros. Y di con uno que apenas sí se parecía levemente a uno de los cacos. Las nenas iban en la ventana, pero al jefe no lo vi. Me llené de incertidumbre. Metí la pata, creí. Me voy a meter en un lío.

Los bajaron y ahí estaba el del aliento apestoso. Cuando a uno lo invade la cobardía como cuando se llena de tanto valor para atracar a alguien, el rostro se debe desfigurar. Pero era él. El tipo me miró a los ojos y le sostuve la mirada sin problema. Ya después del ojo afuera no hay santamaría que valga.

La Policía hizo gala de su poder. Los arrinconaron, los requisaron, les quitaron los documentos, y a la patrulla. Yo me fui adelante, le di las gracias al taxista: "Mil gracias, señor. Su placa es SIM967, de Taxis Libres, por si alguien lo ve le da las gracias de mi parte". Y, para el CAI de la 60 con 9.

Allí comenzó mi clase acelerada de procedimiento penal y sistema acusatorio. Fue una eternidad mientras los requisaban, los reseñan, los apercollaban para sacarles la plata y los insultaban de lo lindo. Los policías no sabían qué hacer, si mandarlos a la URI, a la UPJ, a la Fiscalía, a Medicina Legal. Ya los cacos muertos del susto, y yo sentía que las tenía todas conmigo.

Ante mis preguntas de por qué no tomaban alguna decisión rápida, el policía me explicó que eran las consecuencias del nuevo sistema penal (al que muchas veces confundía con sistema acusatorio y otras veces, con el Código de Procedimiento Civil y otras más, con el Código Penal). Su idea -tal como la entendí- es que como el objetivo del nuevo sistema es descongestionar las cárceles, pues se ponían más trabas para 'guardar' a los ladrones. Se lamentaba que ellos tuvieran más garantías que el ofendido.

Yo también me lamentaba, pero porque quería irme rápido a mi casa. Luego caí en cuenta de que aunque para uno puede resultar engorroso pasar horas en esos trámites, cabe sopesar que mientras podrían encarcelar a unos ladrones cuatro años por robarse 100.000 pesos, el país se divide porque los comandantes paramilitares no quieren pagar penas mayores a dos años. O que en cualquier caso, es mejor que existan garantías porque las autoridades son muy propensas a cometer arbitrariedades.

El hecho es que llamé amigos para que ayudaran a cancelar las tarjetas mientras los policías se hacían un ocho en el intrincado tema de los procedimientos. Fueron agresivos, los empujaron y algún codazo les sentaron. Pero no hubo sangre y presumo que tampoco morados. Creo que no se les fue la mano. Firmes, un poco rudos, pero les respetaron los derechos a esos muchachos -por cierto, no fueron tan amables con cuatro jóvenes trabajadores sexuales que capturaron sin papeles en la calle 59-.

Supe de la vida de mis verdugos. Son vendedores de galletas nucita en los buses. Estaban por la calle celebrando el cumpleaños de una de las nenas, y parece que se les fue la mano con el aguardiente barato. La homenajeada tiene cinco niños y la otra, menor de edad y alevosa, tiene dos. Eran novios y amigos. Creo que nunca habían hecho eso antes, aunque uno de los policías insistía en lo contrario. Les decomisaron dos patecabras, una bolsada de galletas nucita, 40.000 pesos y mi billetera.

Los policías seguían enfrentados al laberinto de las leyes. Me ofrecieron conciliar. Recibirles la plata, la billetera y no presentar cargos en su contra. Pero la nena menor de edad se salió de sí y comenzó a insultar a los uniformados. Fue su pecado, sus amigos la trataron de callar -por las buenas y por las malas-, pero la nena era una irreverente de miedo y no tenía ningún escrúpulo para traer a cuento la decencia de la mamá de los agentes o sus tendencias sexuales.

El teniente me sacó del CAI y me dijo: "Lo siento. Yo a esta h.p. la mando para el Buen Pastor -cárcel de mujeres-. Ya no hay conciliación y le tocó hacer las vueltas con nosotros hasta las 8 de la mañana". Era la 1.

El tema era éste: ya no me iban a dar plata, me tocaba ir a una audiencia con un juez de garantías, presentar pruebas y rendir declaración incriminándolos. Esa vuelta me iba llevar hasta el otro día. Ya no podía arreglar porque uno de los agentes recordó que un hurto a mano armada no es conciliable. Accedí a hablar con el jefecillo de la banda. Me imploró que no los acusara, me habló de su familia, del miedo y me convenció. Me ofreció darme el dinero. ¿Razones humanitarias? También me pidió una llamada, pero ya me pareció demasiado y se la negué. Salí y le conté al teniente mi decisión. Pailas, contestó. A esos manes ya tocaba cagárselos, y si no lo hacía los iban a perjudicar a ellos, además los iban a soltar ahí mismo.

Miré al tipo y creo que el mundo se le vino encima. Sentado a su lado, le dije: "Le salió cara la vuelta, parce. Ojalá haya aprendido la lección". Eso espero. Rompió en llanto, y lo sacaron esposado, como a un criminal de verdad peligroso. No creo que sea tan malo: fue un error, un exceso de confianza o de estupidez. La cumpleañera me miró con los ojos encharcados. No me sentí mal. La venganza es dulce pero es mejor evitarla.

Fueron cuatro horas por Bogotá, entre estaciones, calabozos, fiscalías. Para cada uno el tratamiento era distinto. A la nena irreverente, por menor de edad y no tener papeles, tocaba reseñarla. Estaba metida en líos porque ella tenía una de las patecabras. porque se metió con la mamá de los policías y porque al parecer todo se le antojaba muy chistoso.

Luego, para Paloquemao ante un juez de garantías. Es como en las películas: con toga y martillo. El señor oye la declaración de cada uno de los implicados. Luego, la mía y luego, la de los policías. Fue rápido porque, con detalles más detalles menos, todas las versiones coincidían. Entonces, el fiscal dice que tiene pruebas que avalan esa versión: el registro de la policía de lo que les encontraron -mi billetera con parte de la plata- y el recibo del retiro pocos minutos antes del momento en el que fue reportado el caso. Caso resuelto, diría Sherlock Holmes.

A tres de ellos -las dos nenas y el jefe- los acusaron de hurto. El otro fue llevado a una UP(entonces no tenía la menor idea de que se trataba de la sigla de Unidades Permanentes de Justicia, centros de retención transitoria que funcionan 24/7, y que coordinan la acción de la alcaldía, la Policía, la Fiscalía y Medicina Legal). Permaneció allí hasta la madrugada del día siguiente: algo más de 24 horas. Le decomisaron las galletas. Me dijo que cuando saliera no iba a tener con qué darle de comer a su hija. Me pidió disculpas. "Aceptadas, hombre". "No me vuelvo a juntar con estos h.p.", rumió mientras se perdía por el pasillo.

De los otros tres, no sé cuánto tiempo pasen en la cárcel. A la nena alevosa y menor de edad la mandaron a un reclusorio para menores. Les hizo pistola a los policías, me guiñó un ojo y les dijo a sus amigos: "Si ven por allá algún conocido, me lo saludan". Se rió con irreverencia.