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"Yo tuve anorexia y bulimia"

Juliana Galindo cuenta el proceso que ha vivido para superar sus enfermedades alimentarias.

Juliana Galindo
26 de diciembre de 2004

Siempre fui gordita. Era una gordita tierna, no obesa, y no hubiera sido traumático si los niños no fueran tan crueles. Aunque no eran solo ellos, porque los adultos también la embarran, pellizcándote los cachetes y diciéndote cuán gorda eres en comparación con la flaca de tu hermana. Ah, y no solo las amigas de tu mamá sino tu propio doctor, en mi caso la neumóloga.

Mi neumóloga, una mujer bastante menuda, me decía todo el tiempo que tenía que hacer dieta, cuando yo solo tenía 5 años. Creo que no sé qué odiaba más de ella: su brusquedad para poner inyecciones o que me dijera que estaba gorda, muy gorda.

Con el tiempo el complejo creció, y la palabra 'gorda' dejó de ser un simple insulto, para convertirse en una palabra cargada de odio, miedo, rabia y culpa. Sobre todo culpa.

A eso se le sumó la enfermedad terminal de mi papá. Terminé asumiendo más responsabilidades de las que me tocaba, siendo sólo una niña.

Ver a mi papá enfermo y a mi mamá agotada por la preocupación y el trabajo me hizo sentir culpable e impotente, y esta culpa no me dejó vivir en paz.

Las cosas no fueron tan drásticas al principio porque cuando uno es niño tiende a ser más fuerte. Sin embargo, ahí estaban, y seguramente se fueron quedando y acumulando en el subconsciente.

Crecí un poco más, y a los 13 años estaba bastante acomplejada con mi cuerpo. Era como una carga que no se puede quitar, y todo lo que uno quiere es hacerse más pequeño. Comía de todo, más de lo normal, pero sintiéndome peor, sobre todo porque la pubertad es espantosa.

Comencé a bajar de peso haciendo ejercicio y comiendo de todo, pero en menor cantidad. De ser una sedentaria pasé a ser una superdeportista, y empecé a restringir algunos alimentos y a mirar las calorías. Me fui volviendo estricta, al punto de hacer ejercicio a las 4 de la mañana y tomar 16 botellas de agua diarias.

Al verme flaca por primera vez, mi mamá se preocupó y me llevó a donde una nutricionista que terminó echándome del consultorio cuando vio que en vez de subir como me lo había formulado, bajé casi 10 kilos.

Este ritmo de ejercicio terminó cuando tuve una luxación severa en la rodilla durante un entrenamiento de atletismo, precisamente por estar tan flaca y tan débil. El accidente fue un infierno. No podía moverme mucho, y evidentemente no podía hacer ejercicio. Sin embargo, al principio fui obstinada y hasta en muletas le daba vueltas a la cancha de fútbol.

La gente al principio no se da cuenta, ni siquiera uno mismo, de que hay algo que no está bien. Al principio yo lo negaba, pero después me di cuenta de que sí estaba enferma. Sin embargo me gustaba estarlo, y pensé que podría vivir a ese ritmo toda la vida.

Por otra parte, la gente pensaba que mi enfermedad era solo un capricho generado por la vanidad femenina, y digo femenina porque hasta los libros de anorexia y bulimia hablan de 'ella' y no de 'él'. Es tanta la ignorancia al respecto, que incluso el seguro médico en Colombia no cubre los gastos de los tratamientos, y en el país solo existen dos centros especializados en estas enfermedades.

Pues no. La enfermedad no es cuestión de belleza, porque como todos saben, a los hombres les gustan las curvas y no los huesos. Lo que pasa con el medio, en el que hay un bombardeo de modelos tipo 'gancho' y son comunes las tallas cuatro (diminutas, de muñeca), es que se vuelve un disparador de la enfermedad, pero no la causa misma. De lo contrario, todo el mundo tendría un trastorno alimentario.

Al principio yo quería ser flaca, pero con el tiempo me dejó de importar si me veía bien o no, porque yo sabía que estaba horrible. Cada vez era más impresionante porque literalmente se me veían las costillas y los omoplatos, y la piel era de un color blanco traslúcido. Se me veían las venas. Es horrible. Esto es lo que ve la gente, y uno ve lo mismo pero de manera diferente.

Entre más se ven los huesos, y uno es más pequeño e invisible, es mayor la satisfacción. Es como si uno quisiera desaparecer, y entre más se hace uno pequeño es mejor.

Lo más grave fue que estando flaca fui realmente feliz por primera vez, y se lo atribuí a ese estado físico. Todos los días rezaba agradeciéndole a Dios por haberme hecho adelgazar (como si Dios decidiera a quién engorda o no).

Incluso iba sola a misa todos los domingos (sin comulgar porque la ostia engorda), y le agradecía a Dios por esto, pero antes pedía por el bien de la humanidad (porque obviamente todo debe ir en un orden lógico, así somos las anoréxicas).

Estaba muy segura de mí misma en ese momento porque por primera vez disfrutaba en las fiestas, y me sentía cómoda para ponerme un vestido de baño.

Pero con el accidente subí de peso. Me sentí la persona más débil del mundo. Siempre había algo negativo en mi cabeza, repitiéndome lo débil que era, y castigándome por haberme dejado engordar de nuevo (aunque no estaba tan gorda, realmente como uno o dos kilos más arriba de lo que debía pesar).

No descansé hasta que bajé nuevamente de peso. Tenía 17 años y estaba en décimo. En ese momento fue peor porque estaba con el trauma de haber vuelto a engordar... y esta vez no me iba a permitir ser tan débil y tan mala persona.

Restringí casi toda la comida de mi dieta. Sólo comía ensaladas y helado una vez al día (era obsesiva por el helado). Almorzaba con verduras y me comía un helado gigante (tanto que en Crepes las meseras me miraban mal cuando pedía adición de bola de chocolate en un postre parecido a una pecera). Por la tarde, en cambio de salir con mis amigos, hacía tres o cuatro horas seguidas de ejercicio. Después me acostaba sin comer (mentiras, me comía una caja entera de chicle), pensando en el helado que me iba a comer al otro día.

La gente suele preguntar, cuando uno por fin confiesa que tiene anorexia, que si a uno no le gusta comer. Falso. Creo que uno de mis problemas con la comida es que me gusta mucho, tanto que tiendo a obsesionarme con ella. No es sólo un gusto. La comida tiene efectos 'narcóticos'. Por eso la gente come chocolate cuando está deprimida. Además es una distracción de la realidad. Uno no se da cuenta, pero muchas veces come mirando al plato, y en ese momento no piensa en otra cosa que en el placer de lo que está haciendo.

En fin, a los 18 años pesaba 35 kilos, y había dejado de ser una niña feliz. Me volví introvertida, y siendo honesta, bastante amargada. Duré dos años muy flaca, y en ese momento me alejé de todo el mundo. Ya no tenía ganas de hacer nada, y todas mis energías estaban enfocadas en hacer ejercicio o en lo académico (porque uno se vuelve superexigente con todo lo que hace).

Al principio no fue tan radical, pero al final uno no quiere tener contacto con nadie, y los amigos se cansan tarde o temprano de ver cómo uno acaba con uno mismo.

Había tenido que ver a algunos psiquiatras, pero hasta cuando uno no se convence de que quiere mejorar es caso perdido. Aunque es necesario sentirse amado, y es necesario sentir que la gente es paciente frente a la enfermedad, el curarse realmente está en uno, y si uno no quiere pues no hay nada que hacer.

Lo grave, y es algo que la gente no cree, es que las pacientes sí se mueren. Se dejan morir porque sienten que se lo merecen, y ven a la muerte como la única salida del infierno en el que están. Yo me quería morir.

No existe una única cura, porque cada caso es distinto. Gran parte de las causas de la anorexia se atribuyen al entorno en el que vive el paciente, pero otra parte se atribuye a su personalidad. Ésta es asombrosamente parecida en la mayoría de los casos.

Algunos médicos hablan de la anorexia como una enfermedad terminal, precisamente porque no hay nadie en el mundo que pueda hacer comer a un enfermo que se niega a hacerlo. Lo único que lo ayuda a uno es el amor incondicional de los demás, y los momentos alegres que uno pueda tener.

Cuando me gradué y pude entrar a la universidad, quise salir de todo esto, por primera vez, porque estar enfermo ya no era tan placentero como antes y me di cuenta de todo lo que había perdido con la enfermedad. Empecé a ir al psiquiatra y a tomar Prozac. Definitivamente sí cambié de humor. Conocer a otra gente en la universidad también me ayudó mucho.

Subí de peso, despacio, al principio. Es difícil subir de peso sin sentir miedo y angustia, pero es necesario repetirse todo el tiempo que uno se va a ver mejor y que es necesario.

Como tomaba Prozac todos los días, y ya estaba mucho mejor (todo el mundo te dice que estás repuesta), dejé de ir al psiquiatra porque pensé que no lo necesitaba más. Ese fue un grave error, porque nunca llegamos a atacar el problema de raíz, y ahí seguía el trauma y el miedo.

Después me descuidé y empecé a comer más, aunque no de todo. Me subí mucho más después de año y medio, y cuando me di cuenta de que pesaba 51, decidí volver a restringir la comida y a hacer más ejercicio.

Como seguía comiendo mucho helado, al principio no bajé. Después empecé a bajar rapidísimo, y antes de darme cuenta ya tenía otra vez el mismo miedo y el mismo deseo por adelgazar, y fue cuando comencé con la bulimia: comía mucho y luego lo devolvía.

Aunque la bulimia es diferente a la anorexia, la causa es la misma. Con la anorexia se siente una especie de 'orgullo' porque se tiene todo el control de la situación, pero con la bulimia la culpa es mucho más grande y uno siente vergüenza de lo que hace. Uno se odia por el mismo asco.

Se come por hambre, pero sobre todo por ansiedad. Yo podía durar todo el día sin comer nada, y por la noche, ya estando en mi casa, me desquitaba de lo que había aguantado durante el día.

Para ese momento ya me había alejado mucho de mi papá, y el hecho de llegar a la casa me generaba tanta angustia que lo único que me 'anestesiaba' era la comida.

La gente juzga pero no sabe la angustia y el esfuerzo de afrontar la realidad. Para las bulímicas, la comida es una manera de evadirla por unas horas. Después ya ni siquiera se come por gusto, sino por el hecho de poder vomitar. Cuando uno vomita es como si estuviera botando todas las angustias y los problemas.

En la casa no se dieron cuenta hasta después de un mes. Comenzaron a sospechar de que fuera siempre al baño después de haber comido como un cerdo. Se me volvió una rutina diaria, y tuve que dejar de hacer ejercicio porque se me dormía el cuerpo constantemente.

De 51 kilos bajé hasta 38. Todo el mundo se dio cuenta, pero ya la cosa era un poco diferente porque no me encerré en mi casa, ni sufrí depresión crónica. Un día tuve que ir a donde mi médica, a quien no visitaba desde hacía mucho, y hablamos sobre mi enfermedad otra vez.

Me planteó la posibilidad de entrar a un tratamiento, que no era hospitalización total sino solo de día. Esta adorable mujer quedó sorprendida con mi estado de ánimo, porque por primera vez me vio con ganas de seguir viviendo.

Le conté que habían pasado muchas cosas buenas en mi vida últimamente, que estaba recién graduada, y que estaba feliz porque había encontrado a una persona a la cual adoraba, que estaba pendiente de mí todo el tiempo.

Decidí empezar el tratamiento después de haber hecho un montón de exámenes de sangre, una densitometría y una endoscopia, que arrojaron que mi salud estaba deteriorada y mi vida corría riesgo, aunque no sintiera ninguna debilidad o dolor.

Durante el tratamiento me di cuenta de que mi metabolismo podría ser igual al del resto de la gente, y que solo debía comer balanceadamente para acelerarlo (entre más rápido está se queman más calorías, por lo que hay gente que come mucho y es muy flaca).

Obviamente, yo ya me sabía de memoria el cuento de la nutrición, las porciones y los grupos de alimentos, pero en realidad ni me importaba ni me lo creía. Con la enfermedad se tienen ideas muy arraigadas, y casi todas son completamente ilógicas. No importa cuán inteligente eres, tu cerebro se cree (literalmente) que un grano de arroz te va a engordar 10 kilos, que tu metabolismo es de Marte y que puedes vivir con un plato de lechuga diario.

Todo eso no importa, hasta cuando no se abre la mente para ver lo necesaria que es una buena alimentación. Durante el tratamiento tuve que comer de todo, y aunque al principio fue verdaderamente traumático (el segundo día tuve que comer papas a la francesa), después me acostumbré a ello, y finalmente entendí (y creí) por qué es necesario comer de todo y por qué no me voy a engordar si como de todo en las porciones y en las horas que son.

En los momentos tristes tiendo a flaquear, y muchas veces no sé por qué me siento así. Por eso no he abandonado mi tratamiento, aunque terminé el tiempo pactado de hospital de día. Sé que la única manera de mejorarme del todo, porque es cierto que uno puede mejorar, es no abandonando el tratamiento. En la recuperación de estos trastornos siempre hay recaídas, y por eso es necesario estar fuerte y prevenido.

En este momento estoy mucho mejor. He aprendido a comer y, más importante aún, a vivir tranquila conmigo misma. Ahora puedo disfrutar momentos en los que antes no hubiera podido hacerlo. Por ejemplo, puedo ir a un asado sin pensar en que me voy a morir de hambre y que no puedo comer. Puedo sentarme sin mirarme las piernas para ver cuán gruesas son. Puedo acostarme a descansar sin pensar en que tengo que moverme para quemar más calorías. Puedo dejar de pensar en la comida para enfocarme en otras cosas como los libros, la gente, la música...

Por otra parte, he dejado de hacer los atracones, precisamente para no tener que vomitar después. Como harinas durante el día, y por eso no me siento tan ansiosa por la noche, es decir, el cuerpo no me las pide con desespero al final del día.

Por otra parte, he aprendido a manejar la angustia de llegar a mi casa, y cuando me siento triste trato de hablar con alguien en vez de desahogarme en el baño. Puede ser difícil romper la rutina al principio, pero después uno se termina acostumbrando a no hacerlo, y sintiéndose mejor, sin la culpabilidad de antes.

A quienes tengan la enfermedad, solo les digo que hay una esperanza, y esta se puede ver en los momentos felices que uno tenga, así sean pocos. Hay que aprovecharlos, porque son los que hacen que uno se aferre a la vida. Hay una solución, pero ésta solo está en la constancia, y en la lucha para vencer el miedo.

Hablo del miedo porque yo me encontraba con un miedo constante. Me daba pánico cambiar de rutina. Por ejemplo, no era capaz de comer harinas porque decía que mi metabolismo no podía con ellas. Cuando estuve en el tratamiento y tuve que comerlas diariamente, me di cuenta de que podía hacerlo sin engordar.

Me di cuenta de que podía comer cinco comidas diarias (tres grandes y dos chiquitas) sin subir de peso, precisamente porque todo queda en la parte interna del cuerpo. Desde que supe (y acepté) que los órganos se sostienen con grasa, cada vez que como algo que tiene grasa (obviamente no muy grasoso) pienso que mi cuerpo la necesita para vivir.

Es una cuestión mental. Por eso hay que convencerse de cosas que son comprobadas científicamente, como por ejemplo que el cuerpo necesita por lo menos seis carbohidratos diarios.

Las ideas que uno tiene en la cabeza generalmente son falsas, y tomadas de sitios donde no hay un fundamento real. Además, entre menos pesa uno, son más las ideas obsesivas. Cuando uno está pesando 45 quiere bajar a 40, pero cuando llega a éste peso, quiere bajar a 35, y así sucesivamente. La meta final es pesar 0. Por eso es tan importante no dejarse caer en ese círculo vicioso. Hay que tener la fortaleza para romper con la rutina, y pensar objetivamente.

Quien tenga un trastorno alimentario puede pensar que una porción pequeña de helado lo hará engordar tres kilos. Esta es una idea que carece de sustento en la realidad. Conozco a una niña que cuando se dio cuenta de que su champú tenía aceite de oliva nunca lo volvió a usar (porque pensaba que se iba a engordar por la cabeza).

Otra (y esto es verídico) estaba convencida de que la gordura era contagiosa, por lo que se tapaba la boca cuando alguien gordo pasaba a su lado. Puede parecer chistoso, pero esto es lo que hace la enfermedad. No es que sean niñas tontas, porque en general son muy inteligentes, sino que la enfermedad cada vez toma más control de uno, hasta el punto de alejarlo totalmente de la realidad.

Por eso uno como enfermo debe detectar esas ideas y confrontarlas con algo objetivo. Si quieren averigüen en Internet, pero sean capaces de analizar qué es real y qué no lo es. Además vean la enfermedad como algo externo y no como parte de ustedes. Esto es clave.

Si uno piensa que la enfermedad hace parte de uno, entonces luchar contra ella es luchar contra uno mismo, lo que es imposible. La enfermedad es una especie de 'bruja' (así la llamaban en el tratamiento, que parece infantil pero es efectivo) que está todo el tiempo imponiendo ideas negativas subjetivas en nuestra mente. Sin embargo, entre más objetividad haya, y entre más positiva sea la actitud, la 'bruja' se debilita. Al visualizar una lucha con la 'bruja' es más fácil atacar la enfermedad. Tenemos la ventaja de que, a diferencia de una enfermedad terminal, podemos manipularla, por muy difícil que parezca.

La mente es capaz de todo.