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Estos son los 20 Mejores Líderes de Colombia 2015

Cuando el general Jorge Enrique Mora asumió la comandancia del Ejército a finales de los años noventa, esa institución no podía estar peor. Durante dos años las tropas habían sufrido golpes humillantes de la guerrilla, había más de 400 soldados secuestrados, la moral estaba por el suelo. Por eso, su primera tarea fue animar una profunda reflexión interna sobre los cambios necesarios para salir de la crisis. Ese proceso dio como resultado una reestructuración profunda. Mora concluyó que ni las armas ni los helicópteros harían el cambio, “sino los hombres”. Para enfrentar la más ardua guerra que estaba por venir, el soldado debía ser el centro de gravedad de la estrategia, así como el ciudadano y su derecho a la seguridad.Como Mora encarna dentro de las Fuerzas Armadas la decisión de alcanzar la victoria militar, el presidente Juan Manuel Santos lo llamó para hacer parte de la Mesa de Conversaciones de La Habana. No dudó en aceptar pues sabía que su trabajo en el campo de batalla había logrado convencer a las Farc de que las armas no eran el camino. Estos tres años han sido duros. No le ha sido fácil entender las lógicas de una negociación política. Tampoco lo ha sido sentarse frente a sus adversarios, reconocerles su humanidad y, a veces, sus razones. Quizá lo más arduo ha sido transformar el escepticismo y la incertidumbre de los miles de soldados y oficiales que se juegan la vida en la guerra, convencerlos de que la paz significará un cambio positivo para la institución castrense y no su debacle.Que Mora esté en La Habana le da confianza a un sector muy grande del país que le teme a un acuerdo de paz. Él representa el tránsito necesario entre la guerra y la paz y la esperanza de que convivir en medio de las diferencias políticas más radicales es una posibilidad real para los colombianos.

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Doris Salcedo es una mujer valiente. Sus esculturas e instalaciones, producto de incontables horas de trabajo y de agotadora reflexión, le han permitido escalar la cumbre del arte internacional. Pero ella antes que nada es valiente porque ha puesto en el corazón de su labor un mensaje para el mundo. Una visión íntimamente enlazada con la historia de Colombia, una que es imposible olvidar. Salcedo, nacida en 1958 en Bogotá, ha hecho de la violencia y, sobre todo, de sus víctimas el objeto de su labor. Ella sostiene que “el buen arte es político”, pero como una dimensión donde esto último adquiere un significado trascendental. Al colgar sillas vacías del Palacio de Justicia, al cruzar la ropa de un campesino con varas de hierro, al tejer una ruana con agujas o al abrir una grieta en uno de los museos más importantes de la Tierra recuerda que el dolor se oculta en lo cotidiano, y lo convierte en un espacio de duelo. Su obra reproduce emociones. “Llevo 30 años trabajando obsesivamente el tema de la violencia política”, le dijo a SEMANA. “Mi obra devuelve la humanidad perdida en el acto violento”. Salcedo no se considera una líder. “Yo soy escultora”, enfatiza. Y cuenta que “las cosas no se hacen solas” y que investiga sola durante mucho tiempo en su estudio en Bogotá. Que entrevista a los sobrevivientes de la guerra y que a ese insumo le mezcla lecturas para “conectar las experiencias del país con las grandes obras del pensamiento”. Y que cuando, finalmente, siente que tiene listo un plan reúne a su equipo. “Yo soy parte de un coro, no soy una cantante solista”. Vistos así, sus trabajos serían el fruto de una labor colectiva. Pero ellos, a la vez, tienen efectos impensables sin la presencia de una mente genial. Y esa es la de Salcedo. “La violencia genera una imagen sobre el desprecio por la vida”, cuenta. “El arte toma esas imágenes y las convierte en su opuesto: discretas, respetuosas, sagradas”. Sin ellas, nada de esto sería posible.

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Cuando el presidente Juan Manuel Santos nombró a Alejandro Gaviria ministro de Salud, esa designación no cayó bien entre el gremio médico, que quería a alguien de bata blanca al frente de esta cartera. Casi tres años después, este economista e ingeniero civil de 50 años es uno de los ministros más importantes y respetados del gobierno. Además de haberle puesto el pecho a la crisis económica y de credibilidad del modelo creado por la Ley 100, que él considera el avance social más importante ocurrido en Colombia en el último cuarto de siglo, ha librado duras batallas por defender las libertades individuales y la salud pública. A pocos meses de llegar, se enfrentó con la Iglesia y con el procurador Alejandro Ordóñez cuando defendió el derecho a abortar en los tres casos permitidos por la Corte Constitucional. Y volvió a hacerlo meses atrás, cuando el Ministerio de Salud reglamentó el derecho a morir dignamente e imposibilitó la “objeción de conciencia institucional”. Sus posiciones liberales han generado diferencias, incluso dentro del mismo gobierno, como cuando solicitó suspender de inmediato las fumigaciones con glifosato. Ha defendido el uso medicinal de la marihuana, el manejo de las drogas como un problema de salud y que las parejas del mismo sexo puedan adoptar menores. También ha librado duras batallas por anteponer el bien común frente a casos particulares. Incluso ha desplegado posiciones audaces e innovadoras, como controlar el precio de los medicamentos y abrir el camino para que se puedan importar o producir fármacos biogenéricos que rompan el multimillonario mercado de los biotecnológicos. Gaviria considera fundamental tomar decisiones que no traicionen los principios liberales y que permitan un mayor bienestar social. Es antioqueño, le gustan los vallenatos y colecciona primeras ediciones de libros.

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Desde muy pequeño, Eduardo Posada Flórez tenía perfil de científico. Le gustaba hacer experimentos, desbaratar cosas, fabricar aparatos y armar circuitos. De hecho, a los 4 años casi se electrocuta cuando, motivado por la curiosidad, descubrió unos cables y se le ocurrió meterlos en un enchufe. Cuando se fue a Europa a estudiar se decidió por la ingeniería eléctrica porque parecía ofrecer un gran futuro laboral. Pero al llegar a la Universidad de Lausana, Suiza, se enamoró de la física y decidió “echarse al agua”. Y no ha hecho más desde que se graduó: cuando poco después aceptó su primer trabajo en la Federación Nacional de Cafeteros, que lo acogió porque, como él lo dice, “la física está en todas partes, hasta en el proceso de secar el café”. Tras una carrera brillante se convirtió en uno de los miembros de la Misión de Ciencia, Educación y Desarrollo convocada por el gobierno de César Gaviria. También ha estado presente en muchos otros frentes, como el nacimiento del Centro Internacional de Física, la Asociación Colombiana para el Avance de la Ciencia, en el diseño de la Ley 29 de 1990 sobre ciencia y tecnología, y en la consolidación del centro interactivo Maloka, un proyecto que nació sin recursos y ninguna garantía de que se fuera a culminar. “Pero en la vida hay que correr riesgos”, dice. Posada ha contribuido a la ciencia nacional en tres acciones esenciales: investigar, promover y divulgar. Si bien el plan que diseñó en la misión encomendada por el gobierno Gaviria va rezagado, siente que su trabajo ha valido la pena pues el país ya tomó conciencia de la importancia del tema. Entre sus pendientes aún está lograr que Colombia invierta en investigación y desarrollo al menos el 1 por ciento de su PIB, y que nazcan más empresas innovadoras y competitivas que ayuden a resolver los problemas del país.

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Siempre que oía a una compañera quejarse de maltrato, discriminación, abuso o racismo, María Roa se llenaba de paciencia. Sabía que algún día saldrían a la luz esas infamias que sus amigas empleadas domésticas le contaban los domingos mientras comían helado en el parque de San Antonio, en Medellín. Y su decision de elevar su voz de protesta llegó muy lejos, hasta el auditorio Tsai de la Universidad de Harvard, en Boston. Allá llegó en febrero pasado, invitada por el Centro Rockefeller para denunciar que en Colombia a las empleadas domésticas les violan los más elementales derechos laborales. Esta mujer, que hace más de diez años llegó desplazada del Urabá antioqueño a trabajar a una casa de familia, se dirigió a un grupo de eruditos, entre ellos Noam Chomsky, quienes de primera mano se enteraron de los bajos sueldos, la explotación y la discriminación. Supieron que de 1 millón de estas trabajadoras, 86 por ciento gana menos del salario mínimo, y 44 por ciento no tiene seguridad social. Ella transmitió lo que había oído de boca de más de 100 mujeres que ahora forman parte del sindicato Unión de Trabajadoras Domésticas. Las principales virtudes de María son su capacidad de escucha y la tenacidad para creer en lo imposible. No se conforma con un mundo injusto y ha puesto en el escenario de la opinión pública el panorama de un oficio invisible. Uno de sus propósitos a largo plazo es que los hijos de esas mujeres que trabajan en casas de familia lleguen a la universidad para cerrar un poco la brecha de desigualdad. Pero en el presente y con el apoyo de otras organizaciones, el sindicato ya logró que se expidiera una ley que regula el trabajo doméstico. Desde que María está al frente de esta lucha, miles de empleadas han comenzado a saberse dueñas de una dignidad que por años creyeron irremediablemente perdida.

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El barranquillero Jaime Abello ha dedicado su vida de manera incansable y entusiasta a promover la cultura del Caribe. Abogado javeriano, jamás ejerció su profesión y desde que se graduó ha estado vinculado a gran cantidad de procesos relacionados con la cultura, el periodismo y la libertad de expresión. Dirigió la Asociación Colombiana de Cinematografistas, la Cámara Colombiana de la Industria Cinematográfica y fue gerente de Telecaribe. Hizo parte del Consejo de Agenda Global sobre Sociedades Informadas del Foro Económico Mundial de Davos y representó a América Latina en el consejo directivo del Global Forum for Media Development. Además, ha formado o forma parte de juntas directivas de instituciones e iniciativas culturales en diversas ciudades del país. Desde marzo de 1995 dirige la Fundación Gabriel García Márquez para el Nuevo Periodismo Iberoamericano -FNPI-, de la que fue cofundador. Desde allí, él y sus colaboradores protegen los valores, la visión y el legado periodístico de Gabo. Para que su misión tenga más impacto, cuentan con una inmensa red de aliados en todo el continente. La fundación organiza talleres y encuentros para formar periodistas a quienes inculca la investigación rigurosa, la ética y la buena narrativa como requisitos ineludibles de un buen oficio. Además, promueve a los periodistas del continente mediante premios que los destacan por servir de ejemplo para las nuevas generaciones. Abello considera que su labor consiste en inspirar. Pero en un mundo en que los medios han cambiado tan rápida y contundentemente, el reto es enorme. “Para inspirar toca interpretar la complejidad y saber adaptarse a los cambios sin perder los valores. Es necesario tener un radar bien ajustado. Por eso nuestros talleres no buscan solo capacitar a los periodistas sino, por encima de todo, transformar a los individuos”.

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Este puede ser el año de la igualdad en Colombia. En 2015, la comunidad LGTBI ha materializado como nunca antes sus luchas históricas. En febrero sus miembros lograron adoptar a los hijos biológicos de su pareja, (lo que solo es posible en 20 países del mundo). En junio,  poder cambiar su sexo en una notaría.  En agosto, ganarle la pelea a Alejandro Ordóñez, procurador general de la Nación, para que los manuales de convivencia de los colegios no reprimieran la diversidad sexual. Y esperan que en los próximos meses la Corte Constitucional apruebe el matrimonio igualitario y la adopción total. Muchos de esos logros se deben a Colombia Diversa. La organización dirigida hasta hace poco tiempo por el abogado Mauricio Albarracín ha sido una de las grandes abanderadas de la lucha por la igualdad en Colombia. Orgullosamente santandereano, Albarracín le ha puesto durante toda su vida el alma a esta causa. A sus 32 años se define como “el hijo gay de la Constitución de 1991”. Creció en ese nuevo país en el que la carta política le permitía a los jóvenes ser lo que soñaban y por eso asegura que nunca ha estado en el clóset.  Dice que se siente orgulloso de ser de provincia, de graduarse de una universidad pública y de haber sido criado por una mamá maestra. Sus columnas y su Twitter lo han convertido en una voz relevante en la actualidad nacional y en un opinador de peso en temas constitucionales. Albarracín habla sin tapujos no solo de los derechos de los gais, sino también de las altas cortes, las drogas y la seguridad. Ahora trabaja en la organización Dejusticia. Sus particulares barbas y su manera de ser frentero no dejan que pase desapercibido en ninguna lucha que emprende.

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Si hay algo que la Comunidad de Paz de San José de Apartadó le admira y le agradece a su líder Germán Graciano, de 33 años, es que nunca los ha dejado desfallecer. Ni en los momentos más dolorosos, cuando alguno ha caído asesinado, Germán ha dejado de escucharlos, levantarles la moral o proponer soluciones. Su lucha no se centró en la venganza, pese a que él mismo es una víctima directa de la violencia que llegó hasta este corregimiento del Urabá antioqueño, de la mano de paramilitares, guerrilleros y miembros de las fuerzas del Estado. Fueron asesinados 13 familiares de Germán, entre ellos su papá y dos hermanos, en medio de un conflicto que tuvo su punto más álgido entre septiembre de 1996 y febrero de 1997. Lejos de lo que ha ocurrido en otras partes del país, los principios que comenzaron a regir a esta comunidad a partir de los hechos violentos fueron la neutralidad, la autonomía y el diálogo. Pocas experiencias sociales en Colombia pueden darse el lujo de decir que han creado un modelo de educación y autosostenibilidad en su propio territorio. Más de 500 familias, entre niños, abuelas, mujeres, jóvenes y hombres que cultivan lo que comen, se forman para ser líderes y defensores de la no violencia. El propio Germán dice que la mayor fortaleza de la comunidad de paz es que cualquiera está en capacidad de representar a los demás. Han sido tantas las provocaciones de los actores armados en estos 18 años, que hoy Germán considera que estar vivo es un sueño cumplido. Su resistencia, digna de un roble, ha hecho que esta comunidad no pierda de vista el rumbo ni el propósito para los cuales se organizó. Por muy injustas que sean las circunstancias, las armas nunca serán una opción.

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Creer en la paz cuando la firma de un acuerdo entre gobierno y guerrilla está cerca es fácil. Lo difícil es jugarse por ella en medio de los tambores de la guerra. Y eso es lo que ha hecho el profesor Alejo Vargas a lo largo de su vida: apostar por una solución política al conflicto armado aún en los peores momentos. La violencia política nunca le ha sido extraña. Nació y pasó sus primeros años en San Vicente de Chucurí, Santander, en medio de los rescoldos de muerte que había dejado la violencia de mediados del siglo XX. Aunque quería ser abogado, terminó por estudiar Trabajo Social en la Universidad Industrial de Santander, la única profesión humanística ofrecida en aquel tiempo en Bucaramanga. Durante sus primeros años como profesional conoció a pie prácticamente todo el país, trabajando con el gobierno en programas de desarrollo rural. Afianzó su vocación académica con un doctorado en Ciencia Política y con estos pergaminos entró como profesor de tiempo completo a la Universidad Nacional. Desde que fue asesor de paz del gobierno de Ernesto Samper, a través de la comisión facilitadora del diálogo con el ELN ha hecho cientos de gestiones para que no se rompan los puentes de conversación con esta guerrilla. Cuando comenzaron los diálogos de La Habana, la Universidad Nacional creó el Centro de Pensamiento para la Paz, que dirige Vargas. Desde allí, junto con el PNUD, promueve la participación de la sociedad civil en las conversaciones. Su obra académica, encaminada a comprender el conflicto armado colombiano, y sus columnas de prensa, serenas y reflexivas, dan cuenta de un hombre que ha dedicado la vida a construir la paz con una poco habitual combinación de trabajo desde la base y producción intelectual. Por eso, si la ciencia de la paz es la paciencia, puede decirse que Alejo Vargas es todo un científico de la paz.

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El sentido del oído se le volvió más agudo durante su paso por la unidad de cuidados intensivos, dice Natalia Ponce de León (34 años, bogotana, profesional en medios audiovisuales). El ácido con el que la atacaron el 27 de marzo de 2014 le quemó la tercera parte de su cuerpo y dejó gravemente heridos sus ojos pequeños y almendrados. Entonces empezó a oír el sufrimiento de los que la rodeaban y esos lamentos le quedaron grabados. Eso dio origen a la fundación que lleva su nombre. “Tenía miedo pero pensaba que esto me había pasado para poder ayudar a mucha gente”. Su misión es defender y promover los derechos de las víctimas de ácido. Ella es la voz de cientos de agredidos que habían pasado inadvertidos. Y con esa voz, que ganó una enorme legitimidad, hace un llamado incansable para que se acabe la impunidad. Actualmente, Natalia espera que tenga éxito en el Congreso un proyecto de ley que endurezca las penas contra los victimarios y que, además, promueva que estos casos no se presenten nunca más.

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Construir políticas públicas de drogas y seguridad en Colombia es una tarea compleja. Aun así, Daniel Mejía Londoño, economista y director del Centro de Estudios sobre Seguridad y Drogas de la Universidad de los Andes, se ha convertido en una autoridad en esos campos. Sus trabajos sirven de insumos para la Comisión Global de Drogas, pero en Colombia ha sido difícil permear el debate. A pesar de esto, las investigaciones de su centro fueron claves en el giro que este año dio la controversia en torno al uso del glifosato. Mejía lleva 17 años trabajando en política de drogas y cinco en temas de seguridad ciudadana. Hoy ejecutan planes de intervención en puntos calientes de crimen en Medellín y Cali. Está convencido de que los debates sobre políticas públicas no pueden ser ideológicos. “Solo la evidencia rigurosa debe ayudar a tomar mejores decisiones”, dice.

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Colombia es el segundo país del mundo con más minas antipersonal sembradas en su territorio. Y hasta hace unos años ni el gobierno ni la sociedad civil se interesaron por el problema. Esta indolencia llevó a Álvaro Jiménez Millán, tulueño de 46 años, a asistir a sus víctimas y promover el desminado en Colombia. Millán estudió ciencias políticas y en su juventud fue miembro del M-19. En 1999 se enteró de que en la vereda El Aporreado, en Segovia, Antioquia, había estallado una mina. “Desde ese momento comprendí que la siembra de estos artefactos era uno de los flagelos más grandes que tenía el país”. Ese año creó la Campaña Colombiana Contra Minas en la cual se desempeña como coordinador nacional. En 16 años, Jiménez ha apoyado a las víctimas de estas armas y ha logrado que la sociedad colombiana deje de ser indolente frente al tema. Uno de sus últimos grandes logros fue impulsar el Acuerdo Especial sobre minas antipersonal entre el gobierno y las Farc, al entregar una propuesta con 57 sitios, uno de los cuales fue escogido para adelantar el acuerdo piloto de desminado.

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“La guerra refunde la humanidad de las personas, les hace perder su sensibilidad en especial la ternura”, dice monseñor Omar Alberto Sánchez Cubillos. Desde que recibió su ministerio sacerdotal hace 25 años, se ha dedicado a trabajar por la reconciliación y ayudar a personas afectadas por el conflicto interno que vive Colombia sin importar el bando del que provengan. Desempeña esta labor con más ahínco y pasión desde 2011, cuando asumió el cargo de obispo de Tibú, Norte de Santander, en la región del Catatumbo, una de las zonas del país más afectadas por la violencia. Monseñor Sánchez nació en Cogua, Cundinamarca. Su padre, un sindicalista de Peldar, y un fraile miembro de su familia le inspiraron la vocación del servicio al prójimo. “Uno no escoge ser religioso, es nuestro padre santo el que lo elige a uno a través de indicios y de personas que le pone en el camino”, explica.

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Roberto Pizarro, ingeniero civil experto en temas económicos, dedicó su vida a brindarles herramientas a las comunidades más necesitadas para que forjen su propio futuro. Cumple esa labor como presidente ejecutivo de la Fundación Carvajal, que desde hace 50 años implantó un estilo propio para erradicar la pobreza. Un modelo filantrópico tan exitoso que se replicó en 90 ciudades colombianas y nueve países de América Latina. “Empezamos por preguntarle a la gente qué quieren, qué sienten, cuáles son sus sueños y sobre eso la fundación monta su estrategia”, dice. En la actualidad, 123.000 personas participan de las iniciativas de la fundación en Cali, Buenaventura y la zona de Montes de María. Casi 300.000 usuarios acceden cada mes a los centros de servicio comunitario, las bibliotecas y programas educativos o deportivos donde 2.500 niños vulnerables reciben asistencia.

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Édinson Gómez tiene 60 años y vivió casi la mitad como guerrillero del ELN. Aunque solo estuvo diez años en el monte, el resto de tiempo fue activista sindical y vivió los horrores de la guerra. La oportunidad de su vida surgió cuando el Ejército lo capturó en 2009; le ofrecieron desmovilizarse y aceptó. Hoy es uno de los ejemplos del programa de reintegración y es un defensor de los derechos humanos. Dicta charlas y ayuda a su comunidad en el Centro Integral de Promoción de Derechos Sol de Oriente, a donde llegan desde reinsertados hasta desplazados en busca de orientación. También lidera un proyecto que busca rescatar a niños y jóvenes vulnerables a las drogas o al reclutamiento de bandas criminales, promueve una empresa de reciclaje y fomenta los deportes para los menores.

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Diversidad es la palabra que mejor define a Brigitte Baptiste. No solo es una gran experta mundial en medioambiente, sino que con su tenacidad y ejemplo también se ha convertido en un símbolo de la promoción de nuevas visiones sobre la diversidad sexual. Como profesora universitaria y directora del Instituto de Investigación de Recursos Biológicos Alexander von Humboldt ha promovido alternativas para que la sociedad armonice su relación con el medioambiente. De manera paralela, ha aprovechado su prestigio como científica que representa a Colombia en foros mundiales para promover una nueva visión del género. Ha logrado conseguir una posición de gran respetabilidad social a favor de las personas transexuales, con base en sus calidades técnicas y su liderazgo en su ejercicio profesional.

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Leonor Espinosa encontró en la cocina la manera de fusionar las artes plásticas y la economía –sus dos carreras– con la historia y la geografía, dos materias que siempre la apasionaron. Para Leo la cocina es un tema de investigación, de memoria, de tradición, de responsabilidad social, de trabajar con las comunidades de distintos entornos geográficos para conocer a fondo sus recetas ancestrales y darles visibilidad a estas así como a las personas que están detrás. Por tal motivo, junto con su hija Laura Hernández sacó adelante Funleo, una fundación cuyo lema es ‘Gastronomía para el desarrollo’, cuya finalidad es identificar, reivindicar y potenciar las tradiciones gastronómicas nacionales. Con su labor y ejemplo, Leo confirma que la cocina es una experiencia artística con la que se descubre la esencia multicultural de Colombia, un país “inmensamente rico y desconocido”.

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César Rodríguez Garavito es el nuevo director de Dejusticia, institución que produce conocimiento en derechos humanos y apoya a las organizaciones sociales. Profesor de la Facultad de Derecho de la Universidad de los Andes, Garavito sirve de puente entre la academia y el mundo de la abogacía. Fundó hace diez años el Observatorio de Discriminación Racial, y gracias a su labor el país cuenta con una nueva generación de abogados afrodescendientes. También se ha puesto la camiseta por los grupos indígenas y las comunidades más vulnerables, y ha llevado su trabajo de campo a la investigación. Además, lideró una cruzada para promover el acceso de medicamentos a personas de bajos recursos. Todos los años viaja a Budapest, donde, a través de Open Society Foundation, creada por él, entrena a jóvenes para convertirlos en guardianes de los derechos humanos.

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Luz Patricia Correa, coordinadora de la Unidad de Víctimas de la Alcaldía de Medellín, se ha puesto en los zapatos de sus protegidos. Y no es exagerado decirlo, puesto que su trabajo ha servido para que miles de campesinos puedan retornar a sus tierras en el oriente antioqueño, o para evitar que familias de un barrio de Medellín deban desplazarse por presión de los grupos armados. El mayor logro de Luz Patricia es haber hecho visibles a las víctimas y haberlas incluido en el diseño de las políticas públicas de dos administraciones consecutivas, cuando antes no eran una prioridad. Entender que una ciudad con más de 250.000 víctimas del conflicto necesitaba de un Estado que asumiera responsabilidades fue una de las apuestas en las que se embarcó esta mujer. Su experiencia en un país en paz será clave y definitiva.

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