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La niña sin miedo, por Manuela Lopera

Una reflexión de una madre sobre cómo la conciencia política de su hija le ha permitido pensar el cambio cultural que entraña el floreciente activismo de mujeres jóvenes en el mundo de hoy.

Felipe Sánchez Villarreal
18 de septiembre de 2019

Hace un tiempo, mi hija, que acaba de cumplir 10 años, me dijo: 

Mami, cuando sea grande quiero ser activista.

—¿Activista de qué causa? le pregunté, llena de curiosidad por lo que iba a responder.

Del feminismo.

Vivimos en tiempos inciertos, en los que asistimos a la escalada de nuevos nacionalismos, de discursos racistas y xenófobos que se propagan veloces, del odio que parece no dar tregua. Hablo de la crisis migratoria de Estados Unidos y Europa, las masacres recientes en Estados Unidos, los asesinatos a líderes sociales en Colombia y la noticia reciente sobre el rearme de la disidencia de las FARC, la situación límite de la sociedad venezolana y el éxodo imparable hacia América Latina, los ataques de homofobia, los incendios en la Amazonía y los efectos devastadores del cambio climático, el escándalo del magnate Jeffrey Epstein y un suicidio que deja a cientos de víctimas sin justicia. Sobre esto último, la congresista demócrata Alexandria Ocasio-Cortez escribió en Twitter: “Necesitamos respuestas”.

Sobre todas estas injusticias, son muchas las que se han negado a guardar silencio. Hace un año y medio vimos a la estudiante norteamericana Emma González, que a sus dieciocho años salió a protestar por la muerte de sus diecisiete compañeros asesinados en un tiroteo en la escuela Marjory Stoneman Douglas en Parkland, y a denunciar el peligro que supone el comercio de armas y la urgencia por una legislación que regule el acceso que se tiene a ellas en ese país.

Vimos también a Camila Manfredi, que el año pasado, a sus diecisiete, comenzó a tomar visibilidad en Argentina por su apoyo a la causa de las mujeres del pañuelo verde. Ella se convirtió en bandera del fenómeno colectivo de carácter político sub-18 llamado “La revolución de las hijas” y del que después habló la periodista especialista en género Luciana Peker. No hace mucho escuchamos por primera vez el nombre de Greta Thunberg, la activista sueca de dieciséis años, que fue capaz de desafiar a las organizaciones internacionales para que paren las acciones indiscriminadas contra el medioambiente y a favor de la justicia climática, y que acaba de cruzar el Atlántico en un velero para cumplir su cita con el Climate Action Summit de Naciones Unidas. También de Ahed Tamimi, la joven palestina, hoy de dieciocho años, que desde los doce levanta su voz para denunciar los abusos de las fuerzas armadas israelíes, y que el año pasado fue detenida por enfrentarse a golpes con unos soldados que entraron en su casa.

Pienso en la frase de mi hija y me pregunto: “¿Qué pudo madurar de forma tan precoz en la cabeza y el corazón de estas mujeres valientes para que su voz de protesta no necesitara alcanzar la mayoría de edad?”. Ellas han sido capaces de manifestarse a favor de lo que consideran que es correcto a pesar de las fuerzas colosales a las que se enfrentan. Ellas son La niña sin miedo, la escultura en bronce de Kristen Visbal que desde 2017 se paró de forma desafiante frente al toro de Wall Street en Nueva York y que se convirtió en un símbolo de igualdad de género ante millones de espectadores. La niña, la que ha sido vulnerada y silenciada, la misma de la que hablaron Ocasio-Cortez y Greta Thunberg en su reciente charla digital: “Cuando me presenté por primera vez (a un cargo político), había gente que se reía de mí por considerarme una niña (…) Eran todas maneras veladas de decir que yo era demasiado inexperta, demasiado ingenua, demasiado joven y sin el poder suficiente. Creo que negarse a aceptar eso tiene el potencial de cambiar nuestro mundo”.

Los ejemplos sobran. Tal vez el ícono de valor adolescente lo encarne como nadie Malala Yousafzai, que a los quince años fue blanco del régimen talibán por protestar en Pakistán a favor de los derechos de las niñas y que a los diecisiete se convirtió en la persona más joven en ganar el Premio Nobel de la Paz. O el de la argentina Ofelia Fernández, que a sus diecinueve años es candidata a la legislatura de CABA en representación de los jóvenes y el feminismo. Es posible que las nuevas generaciones estén menos dispuestas a tolerar la injusticia; también que estén mejor preparadas gracias a las luchas de las mujeres que las antecedieron. Acaso sea la conciencia de que los plazos para la vida terminan, y que como dijo Thunberg en su discurso: “Yo aprendí que nunca eres tan pequeño para hacer una diferencia (…) Ustedes se han quedado sin excusas, y ahora no tenemos más tiempo”.

Hoy, las mujeres feministas vemos en el caso Jeffrey Epstein y en su relación con Trump un factor común: la avanzada feroz del patriarcado. Por eso es urgente cerrar filas ante cualquier persecución contra el género. En palabras de Margaret Atwood: “Las violaciones masivas y el asesinato de mujeres, chicas y niñas ha sido la característica común de las guerras genocidas”.

En Colombia, una niña es asesinada cada tres días y 55 son abusadas sexualmente cada día, según cifras de Medicina Legal. Por eso, a mi hija le digo que si eso es lo que quiere, que siga adelante aunque tenga que enfrentarse a esa idea que circula de que “a los jóvenes no hay que politizarlos”. La aliento a que se atreva a defender el derecho que le corresponde a ella y a todas, de vivir sin miedo. Que mientras no tengamos los mismos derechos no vamos a parar, y que el único fracaso es quizás la indiferencia. Tomo prestadas las palabras de Luciana Peker y le respondo: “La revolución de las hijas es mi hija”.