En el 2008 me pasaba
buena parte de los días en alguna de las bibliotecas de los Andes,
principalmente en la capilla del R, leyendo A la busca del tiempo perdido. Estaba
en séptimo semestre de Medicina. Había empezado psicología y me cambié de
carrera en el 2004 seducido por un énfasis en neurociencias que ofrecía el programa
que apenas iba a empezar.
Recuerdo que le dije a mi papá que la psicología se quedaba corta, y que antes que nada necesitaba fundamentos orgánicos para aproximarme a la conciencia: era devoto del cerebro y el mito del yo. Pero como decía, ya en el 2008 estaba haciendo lo posible por evadirme en la literatura. Llevaba más de un año de haberme unido a un club de neurociencias, deslumbrado con las versiones reduccionistas del comportamiento y la voluntad, con los esquemas psicopatológicos en el que la enfermedad mental se entiende y se trata fundamentalmente como una anormalidad en la cantidad de algún neurotransmisor.
Como parte de la práctica me había dado una pasada por la clínica psiquiátrica La Inmaculada, y recuerdo el impacto que me produjo ver los efectos colaterales de las medicinas que les daban a los pacientes. El doctor que me orientaba durante la rotación era de apellido Noguera, a él le pregunté si no eran demasiado fuertes esos efectos adversos, si valía la pena; y recuerdo que, con la despreocupación que lo caracterizaba, me dijo que efectos colaterales se esperaban de la mayoría de los fármacos en medicina, y que muchos de los que empleaban en psiquiatría no eran realmente peligrosos; y los que sí, podían y eran susceptibles de ser monitorizados. Respuestas de este estilo recibí muchas, y no sólo de él. Y no me desencantaron, todo lo contrario, porque yo veía a esos doctores como parte de una generación que había que superar.
Yo iba a ser parte de la nueva ola. Yo iría a una universidad en Inglaterra o en Alemania a estudiar nuevas formas de tratamiento mucho menos burdas. Y es que ya había conocido a un científico de verdad, el doctor Orozco, un hombre que estaba varias plantas por encima de esos doctores que habían estudiado todos esos años para aplicar guías de manejo que estaban mandadas a recoger. En ese entonces el doctor Orozco había recién terminado un doctorado en neurociencias y tendría si acaso unos treintaicinco años; la nitidez, pero sobre todo el aplomo, de su pensamiento, acrecentaban la autoridad de sus palabras. Me gustaba oírlo, su discurso, su prosodia, era la de alguien, me parecía a mí, que conocía muy bien las fronteras del conocimiento del que hablaba. Recuerdo que una vez, en una de las charlas que hacíamos entre varios aficionados al cerebro, uno de los nuestros le dijo que la psiquiatría trataba las patologías como uno de esos papás malgeniados que arreglan la interferencia del radio o el televisor a punta de golpes. No saben cómo lo hacen, le dijo el chico, pero muchas veces les funciona. Al doctor Orozco ni le hizo gracia ni le molestó la comparación; pero le dijo que esa era estaba por terminar.
Por mi parte hacía lo posible por no desgastarme demasiado; pero difícilmente lo conseguía. Ya me costaba seguir creyendo en una medicina científica distinta a la que veía todos los días en el hospital. Igual me gustaba estudiar. Mientras tanto me daba el lujo de atragantarme con toda la literatura que me cupiera. Quizás más adelante, por qué no, podría hacer alguna investigación relacionada con literatura. Épocas intensas. Los fines de semana eran de desfogue y entre semana no se dormía muy bien: empezaron a darme ataques de pánico. Después de unas semanas difíciles sentí la necesidad de pedirle ayuda a mi mentor. El doctor Orozco dijo algunas cosas sobre la mediocridad del gremio y luego me recomendó un psiquiatra en el que él sí confiaba: el doctor León. La consulta donde el doctor León costaba en ese entonces $240.000. Tenía muchos años de experiencia, reputación, seguía estudiando… podía cobrar bien por hacer su trabajo.
Le conté mi caso y el doctor me dibujó un lóbulo frontal que fue llenando de arborizaciones. Me explicó que había unas rutas en mi cerebro que no funcionaban adecuadamente. Yo le entendí bien; era devoto de ese lenguaje. Salí del consultorio con una receta de Paroxetina y Rivotril. Ambos medicamentos los compré apenas salí, en la farmacia del primer piso de la Asociación Médica de los Andes, emplazada al suroccidente de la fundación Santafe. La paroxetina me la tomé en la cafetería, recuerdo que compré un agua con gas. El tarro de Rivotril lo abrí, le quité la tapa, sentí su olor afrutado. Tres gotas en la mañana y tres en la noche, decía la fórmula. Todavía no había anochecido. Esperé a montarme en el bus y dejé caer tres gotas con mucha lentitud en el dorso de mi mano. El sabor no me molestó.
Llegué a la casa y leí que la paroxetina efectivamente era un antidepresivo inhibidor de la recaptación de serotonina, el neurotransmisor que me estaba haciendo falta en los circuitos que el doctor León había mencionado. El Rivotril resultó ser clonazepam, un ansiolítico de la familia de las benzodiazepinas, de media a larga duración. Cerré el mamotreto de farmacología. Las indicaciones estaban de acuerdo a lo que me habían explicado. En ese momento no supe que ambos medicamentos ya eran duramente criticados en publicaciones científicas, el clonazepam entre otras cosas por su fuerte potencial adictivo, y la paroxetina como un potencial inductor de suicidalidad; una palabra que de haber podido leerla en ese entonces—en alguna de las publicaciones de Pubmed, digamos una de tantas, una de David Healey que ya había salido en la revista de psiquiatría en el año 2005—, me habría hecho gracia.
Lo cierto es que después de esa consulta con el doctor León
mi vida cambia. Cada medicamento aportó su cuota. Recuerdo bien que no llevaba
ni dos semanas tomando paroxetina cuando bajaba por la calle setenta, desde la
séptima hacia la novena; recuerdo la luz ambarina de las seis de la tarde, una
luz que casi se podía tocar, o probar, cayendo sobre las hojas de los urapanes que
no paraban de moverse. Me sentí algo así como feliz. Estaba pleno, reconfortado
en un júbilo bastante raro; fue la primera vez que sentí
esa idea: este sería el momento perfecto para morirme. Y que nadie me fuera a
quitar el Rivotril.
Las drogas no eran nuevas para mí. Había tenido experiencias pero nunca había sentido la necesidad de estar bajo el efecto de ninguna sustancia; no conocía esa clase de rigores. Con el Rivotril las cosas cambiaron. Resultó que ya cualquier actividad era difícil si me faltaba el tarro. Conocí el mercado negro. El segundo semestre del 2008 avanzaba como un sonámbulo (like a car crash, the wheels are turning but you're upside down). El quince de octubre estaba en el último piso de la facultad de Medicina en la 116, haciendo un trabajo sobre administración hospitalaria. Llegué a una pregunta que me pareció bastante tonta, ya no recuerdo cuál era la pregunta. Lo cierto es que me levanté del computador, cogí mi morral y dije no más. Me monté en un bus y me fui para mi apartamento como si hubiera recibido una orden directa. No sé ni qué me tomé; fueron muchos tipos de pastas y las pasé con un brandy barato. Ese fue el primer intento; después de suturarme la frente en la Country, me llevaron a la Clínica Inmaculada. Las cosas desde adentro son otra cosa.
Los psiquiatras hacían sus hipótesis. Yo parafraseaba y les
decía que la vida solo tenía justificación estética y que por eso no me
extrañaba el hecho de no entender por qué había hecho lo que había hecho. Las
visitas que recibía se mostraban desconcertadas con la inconsistencia de lo que
estaba ocurriendo. Una mujer que no había visto por mucho tiempo, que había
conocido cuando estudiaba psicología y de la que seguía enamorado, fue a visitarme
y me dijo que cómo yo, que inspiraba vida y me mostraba tan vital, había
atentado contra mí. A los pocos días éramos novios.
Ese semestre interrumpí la carrera. Interrumpí la paroxetina.
Un doctor Torres me hizo el diagnóstico de rutina: bipolaridad. Ya tenía una
fuerte adicción a las benzodiazepinas y mi cerebro atravesaba cada día su buen
tramo de vértigo. Si no se podía conseguir benzodiazepinas alguna otra cosa
tendría que ayudarme. Llegó el tramadol, un opiáceo de venta libre a un precio
más que decente. La oferta de las farmacéuticas no tiene nada que envidiarle a
las de otros mercaderes de sustancias. En el 2009 volví a la universidad y para
el 13 de febrero ya estaba en la unidad de cuidado intensivo del San Ignacio.
Ingerí casi cien pastas de amitriptilina.
Tenía una familia y una novia destrozada. Tenía a mis amigos
tristes, desconcertados y molestos. Me dejaron unos diez días en el pabellón de
psiquiatría, un lugar francamente espantoso. Un doctor Santacruz ratificó la
bipolaridad y sugirió un trastorno de la personalidad que no se animó a
especificar. Pero si animó a mis papás a internarme en un centro de rehabilitación a las
afueras de Chía: bastante costoso, cómodo y pobremente efectivo. Mientras
estuve allá pensé poco en la muerte. Pero algún interruptor por allá en el
fondo de mi cerebro seguía encendido. Salí a los cuatro meses. Al mes estaba de
vuelta en la inmaculada. Otro intento de suicidio. Las cosas desde adentro
empezaban a volverse familiares. El dolor lo mitigaba pensando que siempre
habría una salida de emergencia. Esa idea persistía en mi con una especie de
sensación muy particular, la misma euforia paradójica, ya un poco atenuada, que
había sentido más de un año atrás cuando empecé a tomar paroxetina.
Después de eso vinieron otros intentos. Actos dramáticos y
tristes que no vale la pena seguir escarbando. Las personas se clasifica(ba)n
en dos: los que creen que ya no hay caso; y los que ven en mí una prueba de la Gracia. Mi familia y muchos de mis amigos tambaleaban entre la primera y la
segunda; mi novia permanecía fiel a la segunda. Yo trataba de agarrarme a algo.
Leía todo el día y me senté a escribir una novela como si en la escritura
estuviera la salvación. Retomé el piano y me puse a grabar canciones que hablan
y suenan a ese vértigo. A un pelo de la interdicción.
Con el paso de los intentos y las reclusiones se fue
desdibujando el comienzo, esa primera vez que yo quise acabar con mi vida caminando raramente eufórico por la calle 70. Los
psiquiatras fueron elaborando su versión de mi enfermedad. En cada sitio me dijeron
algo distinto. La gente se fue cansando, se fue alejando. A mi papá le dio una
fibrosis pulmonar y luego cáncer. La cosa se fue poniendo cada vez más oscura y
lo cierto es que esto no es efectismo.
Conocí otros opiáceos de farmacia, que me podían faltar, vaya y venga;
pero hacía lo que fuera para nunca quedarme corto de benzodiazepinas. Vivo en
una ciudad pequeña donde una bolsa de heroína vale tres mil pesos; no me
explico cómo no terminé adicto a eso. Estaría ahora en ese sospechoso programa de metadona.
El último intento fue el 21 de Noviembre. Estaba viviendo en Bogotá, en un
cuartico denso y mal iluminado de palermo soñando con publicar la novela que había escrito
y con seguir escribiendo la que venía en camino. Viviendo de la herencia que me
había dejado mi papá.
Me recogió un amigo después de casi 24 horas de haber ingerido una cantidad alarmante de pastas, desperté al tercer día. Hospital San Ignacio. Delirando creí ver a mi familia acostada en los cubículos alrededor, creí que nos habíamos estrellado y me empeñé en eso, les preguntaba a las enfermeras qué había pasado, esperanzado que hubiera sido un accidente de tránsito y no otro intento de suicidio. Con ese sumé nueve. La palabra suicidalidad—esa que tanto usa David Healey en sus publicaciones advirtiendo los riesgos de tomar inhibidores de la recaptación de serotonia—, tiene sentido.
Ya se imaginarán la cantidad de médicos, homeópatas,
bioenergéticos, guiás espirituales y demás potenciales agentes terapéuticos que
han tratado de ayudarme. Nada fue de mucha ayuda. O todo sumó. Estaba sin familia
en el hospital para esta última ocasión, mi hermano y mi mamá no daban para
otra de mis hospitalizaciones, todavía estaban haciendo el duelo de mi papá. Me
cuidó la que había sido mi novia en esos años aciagos, en compañía de unos pocos
amigos que llevo muy adentro. Estuve muy cerca de una artritis séptica. Había
agotado todos los recursos; solo me quedaba batallar de frente con el hueco que
habían dejado las benzodiazepinas, batallar con esa falta de disposición para
la lucha.
Empecé un proceso solo. Ya no tenía pareja y mis amigos
estaban lejos; mi familia me acompañó a una cierta distancia. Había que dejarlo
todo y ver si mi cuerpo podía responder, había que apagar esa señal encendida
por la paroxetina por allá en el 2008. Como estaba lleno de buenas intenciones
dije que sí cuando me sugirieron un psiquiatría. Todo sirve, me dije. Aquí, en
Armenia, fui a ver a la doctora Cano. De entrada hay que decir que un año antes
ya había ido donde ella, a punta de mentiras logré que me recetara Rivotril.
Así que empecé disculpándome. Ella no dijo ni sí ni no pero luego me sentenció que además de mi trastorno afectivo bipolar, tenía otros, unos cuatro, podían
sumar.
Intenté conversar con ella. Decirle que por ejemplo hace
unos años un psiquiatra me había dicho que yo había dañado mi sueño de manera
irreversible y que ahora podía decirle que dormía bien sin necesidad de ningún
medicamento. Le dije que por qué no observábamos que tan ciertos eran esos
trastornos en ausencia de sustancias que alteraran mi estado de ánimo. No hubo
caso. Me recetó ácido valpróico y sertralina (otro inhibidor de la recaptación
de la serotonina). Gracias a Dios no me tomé nada de eso. No volví donde ella.
En nueve meses sin ningún tipo de sustancia no he
experimentado episodios depresivos ni maniacos. Mis estados de ansiedad han
mejorado y, particularmete, mi resiliancia para lidiar con esa ansiedad, con la
tristeza, con la rabia. Ahí sí como dice: El cuerpo es muy agradecido.
Este es un esbozo de mi historia con la psiquiatría. Ahora repaso los diez mitos (tomados de El Espectador) de esta pseudociencia que según Peter Gøtzsche—uno de los fundadores de la colaboración Cochrane—, es decir uno de los padres de la medicina basada en la evidencia, está colapsando.
Mito 1: La enfermedad mental está causada por un
desequilibrio químico en el cerebro
Gøtzsche: “No tenemos ni idea acerca de cómo interaccionan
las condiciones psicosociales con los procesos bioquímicos, los receptores y
las vías nerviosas que conducen a trastornos mentales, y las teorías de que a
los pacientes con depresión les falta serotonina y que a los pacientes con
esquizofrenia les sobra, han sido siempre refutadas”, “la verdad es todo lo
contrario. No hay desequilibrio químico en su inicio y al tratar las
enfermedades mentales con medicamentos creamos el desequilibrio químico, una
condición artificial que el cerebro trata de contrarrestar”.
Mito 2: No hay ningún problema para dejar el tratamiento con
antidepresivos
Según Gøtzsche los psiquiatras suelen ocultar a sus
pacientes los síntomas de abstinencia que genera la suspensión de los
medicamentos y por lo tanto lo difícil que resulta dejarlos luego de un tiempo.
La reaparición de algunos síntomas "no se debe a que la depresión haya
regresado, con pacientes que no estaban deprimidos, para empezar. Los síntomas
de abstinencia se deben principalmente a los propios antidepresivos y no a que
la enfermedad haya recurrido".
Mito 3: Los fármacos psicotrópicos para las enfermedades
mentales son como la insulina para la diabetes
"La mayoría de los pacientes con depresión o falsa
esquizofrenia han escuchado esto una y otra vez, casi como un mantra, en
televisión, radio y periódicos. Cuando le das insulina a un paciente con
diabetes, usted da al paciente algo de lo que carece llamado insulina. Ya que
nunca hemos sido capaces de demostrar que a un paciente con un trastorno mental
le falte algo o que a una persona que no esté enferma es porque no le falta
nada, es incorrecto utilizar esta analogía". Aquí Gøtzsche insiste en que
los pacientes con depresión no carecen de serotonina y hay medicamentos que
funcionan para la depresión que en realidad bajan la serotonina.
Mito 4: Los fármacos psicotrópicos reducen el número de
pacientes con enfermedades crónicas
Este es el peor mito según Gøtzsche. El aumento del uso de
medicamentos, argumenta, no sólo mantiene a los pacientes atrapados en el papel
de enfermos sino que también convierte muchos de los problemas que habrían sido
transitorios en enfermedades crónicas. “Si hubiera algo de verdad en el mito de
la insulina, se habría esperado ver un menor número de pacientes incapaces de
valerse por sí mismos. Justo lo contrario de lo que ha sucedido. La prueba más
clara de ello es también la más trágica si consideramos el destino de nuestros
hijos después de que hayamos empezamos a tratarlos masivamente con
medicamentos”, argumenta.
Recuerda que en 1987, justo antes de que los nuevos
antidepresivos (ISRS o píldoras felices) aparecieran en el mercado, muy pocos
niños en los Estados Unidos eran discapacitados mentales. Veinte años más
tarde, hay más de 500.000, lo que representa un aumento de 35 veces. El número
de personas con discapacidad mental se ha disparado en todos los países
occidentales.
Mito 5: Las píldoras de la felicidad no causan suicidio en
niños y adolescentes
"Es cierto que la depresión aumenta el riesgo de
suicidio, pero las píldoras felices lo aumentan aún más, por lo menos, hasta
los 40 años, según un meta-análisis de 100 000 pacientes en ensayos aleatorios
realizados por la Food and Drug Administration", argumenta Gøtzsche.
Mito 6: Las píldoras felices no tienen efectos secundarios
Las pruebas de diagnóstico para depresión son tan pobres que
una de cada tres personas sanas serán diagnosticadas erróneamente como
deprimidos, afirma Gøtzsche. Aunque muchos médicos crean que equivocarse en
esto y ofrecer un tratamiento a las personas sanas no conlleva ningún riesgo,
esto no es preciso.
“Las píldoras de la felicidad tienen muchos efectos
secundarios. Eliminan la parte superior y la parte inferior de las emociones,
que, según algunos pacientes, es como vivir bajo una campana de cristal. Los
pacientes se preocupan menos acerca de las consecuencias de sus acciones,
pierde la empatía hacia los demás y pueden llegar a ser muy agresivos”, señaló
Gøtzsche. Aunque se dice que sólo el 5% de consumidores de estas píldoras
tendrán problemas sexuales, en un estudio se detectó que los trastornos
sexuales se desarrollaron en el 59% de los 1.022 pacientes que tenían una vida
sexual normal antes de empezar con el antidepresivo.
Mito 7: Las píldoras de la felicidad no son adictivas
Para Gøtzsche "Las píldoras de la felicidad son una especie de narcóticos con receta
médica"
Mito 8: La prevalencia de la depresión ha aumentado mucho
"Un profesor argumentó en un debate televisivo que el
gran consumo de píldoras de la felicidad no era un problema debido a que
respondía al enorme incremento en la incidencia de la depresión de los últimos
50 años. Yo le respondí que era imposible decir mucho sobre esto porque los
criterios para hacer el diagnóstico se habían relajado notablemente durante
este período. Si desea contar elefantes en África, no es recomendable bajar los
criterios de lo que constituye un elefante y contar todos los ñus", es el
principal argumento de Gøtzsche en este punto.
Mito 9: El problema principal no es el tratamiento excesivo
sino el infratratamiento
En una encuesta de 2007, el 51% de 108 psiquiatras dijeron
que utilizaban demasiados medicamento y sólo el 4% afirmó que utilizaba muy
pocos. En 2001-2003, el 20% de la población estadounidense de entre 18 a 54
años recibió tratamiento por problemas emocionales y las ventas de píldoras de
la felicidad son tan altos en Dinamarca que cada uno de nosotros podría estar
en tratamiento durante 6 años de nuestras vidas.
Mito 10: Los antipsicóticos previenen el daño cerebral
Aquí Gøtzsche critica a los profesores que dicen que la
esquizofrenia causa daño cerebral y que, por lo tanto, es importante la
utilización de antipsicóticos. "Sin embargo, los antipsicóticos conducen a
la contracción del cerebro y este efecto está directamente relacionado con la
dosis y la duración del tratamiento. Hay otra evidencia que sugiere que uno debe
utilizar antipsicóticos lo menos posible, ya que a los pacientes luego les va
mejor en el largo plazo. De hecho, se puede evitar por completo el uso de
antipsicóticos en la mayoría de los pacientes con esquizofrenia, lo que
aumentaría significativamente las posibilidades de que se conviertan en
personas saludables y, también, aumenten su esperanza de vida, ya que los
antipsicóticos matan a muchos pacientes", escribió en su texto.