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¿A cuánto estamos de una primavera colombiana?

A los políticos les importa poco que seamos el único país que vive desde hace más de 40 años en un conflicto que no se ha podido solucionar.

María Jimena Duzán, María Jimena Duzán
22 de junio de 2013

Viendo lo que está sucediendo en las calles de São Paulo en donde se ha gestado un movimiento de indignados a partir de una chispa que prendió un descontento que los políticos no detectaron, me pregunto, a cuánto estaremos nosotros de que se prenda la nuestra. 

Si nos atenemos a la tranquilidad con que la gran mayoría de los políticos colombianos abusa de su poder, la posibilidad de que una primavera colombiana los defenestre se ve muy remota. 

Quienes han logrado apoderarse de la salud –la bancada de la salud está presidida nada más ni nada menos que por el presidente del Senado-, están seguros de que serán reelegidos. Quienes hacen política aliados con la mafia paramilitar y fueron condenados, están seguros de que sus familiares serán recibidos en los partidos como ha venido sucediendo sin mayor problema. 

Los que se robaron las regalías, los que están vinculados con los escándalos de la DNE y de las pensiones saben que sus curules están aseguradas porque este país siempre los reelige. Lo mismo pasa con los congresistas que maltratan públicamente a los homosexuales, como Gerlein, o con los que les pegan a sus mujeres en la penumbra mientras que posan de próceres ante los micrófonos.  

Sin embargo, yo de ellos no estaría tan tranquila. Cada vez hay menos políticos sintonizados con el país real y la mayoría es incapaz de percibir el creciente descontento que hay hacia ellos. Y cuando un político pierde su capacidad de percibir lo que sucede en la sociedad, se vuelve autista: no escucha las críticas, se cree intocable y han sido muy pocos los que han decidido transitar por el camino del autoexamen. 

La mayoría, en lugar de depurar las prácticas políticas, sofisticó las corruptas. En los últimos diez años se han dedicado a acabar sistemáticamente con los partidos. Con los nuevos y con los viejos. Fundaron partidos de garaje como La U de Uribe y hasta la izquierda del Polo cayó en esas prácticas oportunistas: se alió con los conservadores de la Anapo y se hizo la de la vista gorda mientras la Alcaldía de Samuel Moreno saqueaba a la ciudad. Los independientes no fueron tampoco la excepción: fundaron un Partido Verde que lo único que tenía de ese color eran los viejos verdes que lo integraban, como me lo afirmó en una entrevista el propio Lucho Garzón.   
 
Los liberales decidieron cambiarse de partidos con la facilidad con que se quita y se pone una camiseta y no les importó votar por un procurador que es la antítesis del liberalismo. Los conservadores ya no saben si son uribistas y todos, los unos y los otros, estuvieron a punto de hacer aprobar una reforma a la Justicia hecha a su medida, que de haber pasado los habría convertido en los grandes intocables.  

Pero tal vez la mejor demostración de que la clase política perdió la sintonía con el país es que son contados los políticos que hoy se estremecen cuando ven las dramáticas cifras: a la mayoría le tiene sin cuidado que seamos unos de los países con el índice de concentración de ingreso más alto del mundo según el Banco Mundial; que sigamos siendo uno de los países con el mayor número de población desplazada y que la Colombia rural, epicentro de esa guerra, según la última medición del índice de Gini, hubiera decrecido dramáticamente en los últimos años, lo cual significa que en el campo hay más campesinos pobres que hace diez años. Pero sobre todo, les importa poco que seamos hoy el único país que vive desde hace más de 40 años en un conflicto interno que no se ha podido solucionar. 

Dirán que exagero y que sí hay innumerables avances obtenidos en estos años de guerra –qué mejor prueba que el hecho innegable de que nuestra economía creció en medio de ella y de que fue consolidándose una clase media importante que antes no existía–. Sin embargo, todos esos avances son en el fondo retrocesos en la escala democrática, porque hemos crecido como lo hacen las sociedades en guerra, en la intolerancia y pensando que los ciudadanos no son sujetos de derecho sino soldados de una causa. 

Hoy, ser de izquierda es sinónimo de guerrillero y los pocos que son de izquierda piensan que los de derecha son todos paramilitares. Ya no significa nada ser liberal ni conservador. Nos hemos alejado de las buenas prácticas democráticas propias de las sociedades que viven en paz y son varias las  generaciones que han crecido sin conocerlas.

Si se logra la paz en La Habana y el país empieza a transitar por la normalidad, lo primero que debiéramos hacer los colombianos es no reelegir a esos padres de la patria a los que tan poco les importamos. 

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