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Aborto y ¿tolerancia?

Sobre si las mujeres debemos acceder a los servicios de salud sexual y reproductiva opinan hombres, muchos hombres.

Semana
13 de noviembre de 2009

Dicen algunos que obligar a todos los hospitales a atender a las mujeres que solicitan la interrupción voluntaria de su embarazo, es un acto de intolerancia. De intolerancia principalmente contra los centros de servicios de salud que tienen una orientación religiosa que se opone al aborto.
 
Extrañan – esos críticos – que la Corte Constitucional no proteja su libertad de cultos como sí lo hace con vehemencia en otros casos. Por ejemplo, en el de los adventistas, que en razón a sus creencias han logrado varias veces que la Corte Constitucional ordene a la Universidad Nacional que haga exámenes especiales para ellos que no coincidan con el ‘sabbath’.

Me parece que no es lo mismo negarse a prestar un servicio de salud a una persona, que exigir que un examen académico no coincida con los días de asueto religioso. Y para entender mejor eso de negarse a prestar un servicio de salud, usemos otro ejemplo – menos sensible que el aborto – que también ha estudiado la Corte Constitucional: las trasfusiones de sangre, prohibidas dentro de la religión evangélica. El tribunal ha protegido el derecho a decidir de los evangélicos que prefieren morir, y dejar morir, antes que permitir una transfusión.

Supongamos entonces que la Iglesia Evangélica decide abrir un hospital de tercer nivel (es decir, uno que puede atender cualquier cosa en salud), donde no se hacen transfusiones de sangre; todos los médicos que allí laboran tienen razones de conciencia religiosa que les impiden llevar a cabo ese procedimiento. Y supongamos que a ese hospital se remite un paciente con una enfermedad prostática – que sólo padecen los hombres – que exige una trasfusión (tal vez un imposible médico, pero útil como ejemplo).

El hombre se acerca a esta institución y todos los médicos niegan el servicio . Pero no contentos con eso, tratan de persuadirlo para que de ninguna manera se haga la trasfusión y le muestran, cada vez con palabras menos piadosas, lo inmoral que es su decisión. Cuando constatan que definitivamente no habrá dios que entre a ese corazón, lo remiten a otro hospital, como ordena la ley. Pero en esa segunda institución – qué sorpresa – todos los médicos son también evangélicos y esgrimen las mismas razones que los médicos de antes. Pasa el tiempo y la necesaria trasfusión no llega, hasta que la transfusión resulta irrelevante.

¿Debería protegerse la decisión de esta institución prestadora de servicios de salud de no hacer transfusiones debido a sus creencias religiosas? Creo que no. Y quizá la pregunta de fondo es si las comunidades religiosas cuyas creencias representan limitaciones en la prestación de servicios públicos, como el de la salud según nuestra Constitución, deberían participar en esa actividad.

Estos casos, que en su estructura son idénticos, parecen distintos porque para muchos el aborto “es distinto”. Sobre si las mujeres debemos acceder a los servicios de salud sexual y reproductiva que necesitamos – cómo, cuándo y dónde - opinan todos: padres, hermanos, esposos y sacerdotes. En general, hombres; muchos hombres. Y no opinan como opinan sobre el tratamiento para el cáncer o los antibióticos para las infecciones: No. Todos dicen qué deberíamos hacer las mujeres y algunos de esos, como el procurador general Alejandro Ordóñez, trabajan vehementemente para hacer de sus opiniones una norma jurídica o, en el peor de los casos, una barrera de acceso a los servicios.

La decisión de interrumpir un embarazo entraña una cuestión moral que no es diferente, aunque quizá mas sensible, que la de todas las decisiones. La de lo que creemos que es bueno y lo que creemos que es malo. Pero cuando se habla del servicio de salud de interrupción voluntaria del embarazo se nos olvida que esas consideraciones morales, tan valiosas en la vida privada, sólo son valiosas ahí. En un Estado laico – como se supone es Colombia - se debe distinguir la esfera pública de la privada. En la primera el Estado sólo arbitra y, en la segunda, cada cual hace con sus dioses y creencias lo que mejor le parezca.

El problema con la interrupción del embarazo es que muchos esperan que lo que consideran bueno en su vida privada se imponga a todas las mujeres por la vía del derecho penal. Y esto le pasa sobre todo a los católicos. Me pregunto qué pasaría si un hospital católico que se niega a practicar abortos– como el San Ignacio, en Bogotá – estuviera legalmente exento de hacerlo. ¿Abandonaría la cruzada anti-aborto? Lo dudo. Me temo que su campaña sólo terminará cuando el aborto esté prohibido completamente otra vez; cuando las mujeres ofrezcamos nuestra sexualidad únicamente a la procreación.

Este rasgo del catolicismo tiene que ver, a su vez, con el ánimo convertidor. Los católicos son convertidores históricos. Son cruzados. Les tiene sin cuidado que existamos nosotras, las que no creemos ni queremos ser convertidas, las que ofrecemos nuestra sexualidad al placer y no sólo a la procreación.

Algunos, casi siempre los mismos que hablan de la intolerancia hacia las instituciones religiosas, creen que ir a un hospital como el San Ignacio a solicitar una interrupción de su embarazo es un acto de obstinación de las mujeres, de rebeldía. Una conspiración feminista para torturar curas.

Pero desafortunadamente las mujeres llegan al San Ignacio por razones menos sofisticadas y nada contestatarias. Llegan cuando las remite una EPS que comparte discretamente esa convicción. Una EPS que ya sabe, como muchos sabemos, que allí todos son objetores: los médicos, las enfermeras, las secretarias y el vigilante. ¿Y por qué las remiten? Según ha mostrado la experiencia – al precio alto de la salud de varias mujeres - lo hacen justamente por eso, porque saben que allí no se practicará el aborto y, por lo tanto, la mujer nunca accederá al servicio que necesita. Con eso, cumple con su obligación, pero solo en el papel.

Al San Ignacio también llegan algunas mujeres por urgencias, a las que continuar el embarazo puede enfermarlas o causarles la muerte. Mujeres que no deciden acudir por gusto al San Ignacio. Llegan algunas ingenuas que acuden a un hospital universitario que puede prestarles servicios de salud más baratos. Y en general llegan las de siempre, las marginadas y pobres, que no pueden pagar un servicio de calidad en una institución privada que las trate con dignidad, o las que no tienen suficiente información para saber dónde pueden acceder a servicios legales y seguros a precios bajos. Y no llegan allá para llevarle la contraria al médico o convertirse en herejes. Porque aunque cueste creerlo, no hay ninguna mujer que quiera ingresar a un consultorio a practicarse un aborto con un profesional que cree que es una criminal y una inmoral.



* Juanita Durán Vélez es abogada de la Universidad Eafit y consultora en derecho constitucional y seguridad social.