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Ah país tan de malas…

Pastrana deja, tras cuatro años de frívolo gobierno, un panorama contrario al que prometió: una guerra crecida, un país empobrecido...

Antonio Caballero
26 de febrero de 2002

Leí en el periódico: “¡Ah paisa tan de buenas este Uribe, que tiene a ‘Tirofijo’ haciéndole la campaña electoral!”. Así es. En la misma medida en que los diálogos mentirosos del Caguán se ahogan en babas y arrecia la ofensiva de terror de las Farc, con emboscadas, voladuras, bombas y secuestros, en las encuestas de opinión la candidatura de Alvaro Uribe sube como una flecha.

Por lo visto la gente se ilusiona con lo que Uribe promete: orden.

El problema no está en los sustantivos, que son inofensivos: gente, Uribe, orden. Sino en los verbos: ilusionarse y prometer.

Porque hace cuatro años estábamos en una situación igual, aunque fuera inversa en apariencia. La gente estaba ilusionada con lo que prometía Andrés Pastrana, ese bogotano tan de buenas que tenía a ‘Tirofijo’ haciéndole la campaña electoral, con todo y reloj de propaganda. Pastrana prometía entonces una paz negociada, que cuatro años después ha resultado ser un espejismo sangriento. A lo mejor —a lo peor— esta guerra victoriosa que Uribe hace cabrillear ante los ojos de la gente ilusionada (según la última encuesta de Napoleón Franco, la misma que pone a Uribe a encabezar de lejos el pelotón de los candidatos presidenciales, un 66 por ciento de los interrogados cree que es posible derrotar militarmente a la guerrilla) termina revelándose tan mentirosa y fallida como la paz pastranista. Y todavía más sangrienta.

Esta comparación tiene dos elementos. El del hombre: Andrés Pastrana y Alvaro Uribe; y el de la circunstancia: o sea el de la realidad sicológica, militar, social, política, económica, y de entorno internacional que vive el país.

La parte personal favorece a Uribe, por supuesto. Pastrana no era nada: un globito hinchado de vanidad y de frivolidad, tan de buenas —eso sí— que su papá el ex presidente le había hecho la campaña de la vida regalándole un noticiero, que el narcotraficante Pablo Escobar le había hecho la campaña para la Alcaldía de Bogotá regalándole un secuestro, y que el jefe guerrillero ‘Tirofijo’ le había hecho la campaña presidencial regalándole una foto. De su vida no opino, porque es cosa privada. De su alcaldía sí: no destruyó por completo a Bogotá porque su período no duró lo bastante, pero la dejó endeudada hasta las cejas y con el espinazo roto. De su presidencia también: entrega un país deshecho en todos los aspectos, del físico al moral.

En cambio Uribe es un hombre serio. Estudioso, trabajador, honrado (a quien me gustaría ver responder públicamente las acusaciones que se le han hecho sobre sus relaciones con los narcos; acusaciones que, por otra parte, nunca se le hicieron a Pastrana, con tanto pariente preso). Y tiene un pasado público de impecable eficacia. Fue un buen director de la Aeronáutica Civil, un eficiente alcalde de Medellín (con el lunar, que también debería explicar, de la muy discutida contratación del Metro), un brillante parlamentario que hizo pasar útiles leyes, y un excelente gobernador de Antioquia. Allá hizo obras, abrió vías, redujo gastos superfluos, aumentó la cobertura de salud, fomentó la educación, podó drásticamente la burocracia, etcétera.

Es el etcétera el que importa ahora, pues se refiere a la seguridad, que es el tema que obsesiona a los electores colombianos. El etcétera de la gobernación de Uribe en Antioquia consiste en que, por un lado, redujo considerablemente los índices de violencia en su departamento (hasta en un 60 por ciento en tres años, del 95 al 97, en lo tocante al secuestro, según sus cifras oficiales); y, por el otro, lo consiguió gracias a la organización de las controvertidas ‘Convivir’, esas organizaciones armadas de defensa civil que han sido denunciadas como simple fachada de los criminales grupos paramilitares responsables de tantas masacres. Por eso a Alvaro Uribe lo rodea la aureola del pacificador, y sobre él pesa la sombra del paramilitarismo.

Una sombra que, si en vez de ser políticamente correctos somos francos, le añade mucho a su atractivo electoral. Hastiados de la sangre y el plomo de la guerrilla, muchos millones de colombianos quieren sangre y plomo de los paramilitares. O de las Fuerzas Armadas, les da igual. Y creen que Alvaro Uribe les ofrece eso. Y poco les importa si, en contra de las afirmaciones del candidato, en el proceso se desdeñan los derechos humanos: de la misma manera que les importaba poco, y hasta lo deseaban hace cuatro años, que el entonces candidato Pastrana engañara a las Farc.

Esa es la circunstancia, en la cual se parecen el Uribe de hoy y el Pastrana de entonces. La sicología de sus electores es la misma: quieren ilusionarse con una solución mágica al conflicto social y armado de Colombia, que anule sus efectos sin tocar sus causas. La solución de la paz pactada hace cuatro años, o la solución de la guerra total hoy día. Ambos, Pastrana entonces y Uribe ahora, cabalgan en la esperanza.

Pastrana hacía brillar, de buena o de mala fe, varias falacias. La sinceridad de sus interlocutores de las Farc, que en estos cuatro años, en los hechos, se ha visto minuciosamente desmentida. La generosidad desinteresada de la comunidad internacional: el ‘plan Marshall’ de los Estados Unidos, que se convirtió pronto en el draconiano acuerdo de Washington, o la ayuda de la Comunidad Europea a la ‘parte social’ del Plan Colombia, que ni siquiera ha desembocado en una baja de aranceles del banano. La eficacia de la erradicación sustitutiva de los cultivos ilícitos, que privaría a las guerrillas de sus fuentes de ingresos y dejaría felices a los campesinos de las zonas violentas y cocaleras: y el ‘Plante’, tres años después, es un fracaso sin atenuantes. Pastrana deja, al cabo de cuatro años de frívolo gobierno, un panorama exactamente contrario al que prometió: una guerra crecida, una desconfianza aumentada, un país empobrecido, endeudado y deshecho. Y se va.

Uribe viene haciendo brillar, de buena o de mala fe, otras tantas falacias. La capacidad militar de las Fuerzas Armadas: 100.00 soldados profesionales (hoy son 50.000), los recursos de armamento del Plan Colombia que —posiblemente— se dirigirán contra la guerrilla, los recursos financieros de ese mismo plan que —si existen— servirán para financiar proyectos de (otra vez) erradicación de cultivos ilícitos. Y la ya fallida petición de ayuda a la llamada ‘comunidad internacional’: Cascos Azules de las Naciones Unidas; ¿han servido para algo en algún lugar del mundo? En el desierto del Sinaí llevan 48 años, teóricamente imponiendo la paz entre árabes e israelíes. Intervención directa de tropas extranjeras. ¿De la Otan? En la guerra de los Balcanes se contentaron con contemplar impasibles las matanzas. ¿De los Estados Unidos? En Afganistán supieron destruir el país con bombardeos aéreos, pero han sido incapaces de encontrar al famoso terrorista Ben Laden o al jeque Omar, jefe de los odiados talibanes, que por lo visto escapó en una moto. Y el resultado de la guerra, en lo que al tema de la droga se refiere, ha sido el de entregar todo ese país a la Alianza del Norte, respaldada por Washington, que vive de las siembras de opio, y quitárselo a los talibanes, que habían logrado (por hirsutas razones religiosas) reducir la producción a cero.

Y menciono la droga porque en ese tema la posición de Alvaro Uribe es exactamente igual a la de Andrés Pastrana: hay que hacer al respecto lo que los Estados Unidos manden; o sea, combatirla. Y a ninguno de los dos parece importarle que lo que muestra la historia —de 20 años en el caso de Pastrana, de 24 en el de Uribe— es que combatir la droga tiene por único efecto aumentar el consumo, la producción y el tráfico. Y, en lo que a nosotros toca, destruir moralmente a Colombia y alimentar financieramente a todas las partes del conflicto armado. Porque temo que la receta dura de Alvaro Uribe esté basada en ilusiones, como estaba basada en ilusiones hace cuatro años la receta blanda de Andrés Pastrana, creo que tendrá un resultado igual: agravará el conflicto, en vez de ayudar a resolverlo. ‘Tirofijo’ ha demostrado ser un magnífico jefe de debate electoral, que ayuda a ganar las campañas. Pero un pésimo consejero presidencial, que arruina las presidencias. De buenas el candidato. Pero de malas el país.

Sin embargo, quiero desde aquí respaldar la candidatura del doctor Alvaro Uribe. No a pesar de mis reticencias, sino a causa de ellas: lo apoyo porque cada vez que le he dado mi voto a un candidato en los últimos 30 años, ese candidato pierde.

(Temo que por ese mismo maleficio tampoco ganará Lucho Garzón).

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