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ALEJO

QUERIA DARLE TIEMPO AL TIEMPO PARA QUE LA MALA NOTICIA, COMO EL GUARRU, SE FUERA SENTANDO EN EL FONDO DEL ALMA, APLACANDOSE, COMO UN SEDIMENTO.

Semana
15 de enero de 1990

He dejado pasar varias semanas, desde el día en que el viento de Planeta Rica trajo la noticia de su muerte, para escribir estas líneas sobre Alejandro Duran, el más grande cantante de vallenatos que ha existido sobre la Tierra.
Lo hice, como dicen los arriadores de ganado de las sabanas de Bolivar, con mi hecho pensado: quería darle tiempo al tiempo para que la mala noticia, como el guarrú que queda en la bolsa de colar café, se fuera sentando en el fondo del alma, aplacandose, como un sedimento.
Alejo fue la voz que arrulló los días de nuestra infancia. A mi casa de San Bernardo del Viento llevaron una muchacha del monte, llamada la Mami, pizpireta y alegre, encargada de cuidarme, de prepararme la avena y fumigar el dormitorio, a las seis de la tarde, con una bomba de insecticida o con humo de ramas de matarraton, para espantar a los mosquitos de agosto.
La Mami jamás intento dormirme con las clásicas canciones de cuna sino con unos vallenatos broncos, cerreros y legendarios que cantaba un hombre famoso en los confines de los pueblos costeños. Mi primer recuerdo, entre brumas y telarañas, son los compases parsimoniosos de "La hija de Amaranto, la hija de ese buen amigo".
Puedo decir, a boca llena y con el pecho henchido de orgullo, que Duran fue mi amigo, desde aquel mediodia de sofocación en que la conoci en el Festival Vallenato. Me quede con la boca abierta. Ese hombre, que tenía un casquete de oro en cada colmillo, era el personaje que yo más admiraba en la vida. Periodista neofito pero afortunado, el milagro se me aparecia en persona en mi primer trabajo de reportero. El lapiz me temblaba, de la emoción y los nervios, sobre la hoja de la entre vista.
--Maestro --le pregunte, titubeando--, ¿usted de dónde es por fin: de El Paso o de Planeta Rica?
Su respuesta fue un poema al natural. Un verso primitivista, un canto a la vida. Se me quedo mirando con cierto aire de compasión, y me dijo, con su vozarron de trueno, con su acento paternal:
--Vea, joven: uno es de donde lo quieran...
Ese día comprendi que, con música o sin música, Alejo era uno de esos seres humanos excepcionales que se pueden encontrar en los caminos del mundo. La mejor de sus virtudes no era su canto de juglar sino la dulzura que transmitia. Era como un abuelo manso y grande, tierno y sonriente, con un enorme anillo de oro en la mano derecha y su sombrero de vueltas que parecía una sombrilla.
Nadie cantó como él las crónicas de un vallenato. Su voz era profunda y fresca, casi ronca, de campesino viejo, sin afeites ni maquillajes. Fumaba "Pielroja", todo el día, hasta que la civilización lo empujo al "Marlboro", pero jamás se tomo un trago. Regañaba como un padre huraño a sus colegas, los músicos bebedores.
El pueblo, sencillamente, lo amaba, como se ama a los elegidos. Estaba sintonizado en línea directa con el alma popular. Era bueno, como el pan y la lluvia, como la mota blanca que florea en los algodonales de Codazzi.
Un día, en Bogotá, Alejo me llamo por teléfono. Había venido a trabajar con su acordeón en un baile. Quería, según me dijo, que lo acompañara a hacer una diligencia urgente. Lo percibi ligeramente extraño y enigmático. No me quiso decir de que se trataba.
Nos encontramos, media hora después, en la puerta de un banco. Lo que Alejo necesitaba era cambiar el cheque con que le habían pagado la fiesta. Pero, como fue siempre, niño grande y casi encorvado, le tenía miedo a la gente: a la cajera, a los empleados, a los taxis, a los edificios, a ese universo extraviado que anda por las calles, a la luz de los semaforos. Le hice él favor mientras el, asustado, esperaba en un rincón de la oficina.
Alejo no era el mejor ejecutante del acordeón. Lo superan la maestria de Luis Enrique Martínez, la limpieza musical de Colacho, la habilidad de Naferito, su propio hermano. La magia de Alejo, lo que lo hizo insuperable, le que lo convirtio en una leyenda cuando todavía estaba vivo, es su alma. El cariño que le ponía a la canción. El afecto que transmitia a la gente. El amor que le tenía a su "pedazo de acordeón". Por eso, nadie pudo cantar como el cantaba los versos bellos y adoloridos, estremecedores, de "Alicia Adorada", en los que Juancho Polo Valencia, hacía la elegía de su esposa muerta.
Durán forma parte ya de lo mejor del alma colombiana. Era tan inocente que una vez, en Barranquilla, nos pusimos cita para hacerle un reportaje y, a última hora, se escondio en el baño del hotel. Después él mismo, muerto de la pena, conto que lo había hecho porque descubrio, a lo lejos, que yo estaba llegando acompañado de un fotógrafo. A Alejo los médicos le habían ordenado, ese día que tenía que usar unos horrible anteojos de aumento, con montura de concha.
--Las muchachas, compadre --me dijo, a manera de explicación--, no se enamoran de los viejos con espejuelos...

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