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El ocaso de los godos

El Partido Conservador está reducido a ser un espectador de segunda en las elecciones presidenciales.

Alfonso Cuéllar
19 de enero de 2018

En agosto de 1986 el presidente Virgilio Barco puso punto final al Frente Nacional al nombrar un gabinete de sólo liberales. Quería probar si en Colombia funcionaría un esquema gobierno-oposición (en síntesis, no). A partir de la decisión de Barco los conservadores entrarían en lo que el ex presidente Misael Pastrana acuñó de “oposición reflexiva”. No tenía otra opción. Fue tanta la tunda que le propinó Barco a Álvaro Gómez (58-36), que insistir en una repartición de cargos 50-50 era iluso.

La derrota de Gómez y su experiencia en el desierto les dejaron dos lecciones que aún repercuten hoy. La primera, que la marca “Partido Conservador”, no era suficiente para vencer en una elección nacional. Eso explica la creación del Partido Social Conservador (1990-92) y su contraparte, Movimiento de Salvación Nacional. Y luego la Nueva Fuerza Democrática de Andrés Pastrana que irrumpió en los comicios para el Congreso en 1991. Pastrana sería elegido como candidato de la Gran Alianza para el Cambio. En el 2002, optaron por el liberal disidente Álvaro Uribe y si bien en el 2010 y 2014 el Partido Conservador estuvo en el tarjetón presidencial, el resultado fue también negativo. Ni Noemí Sanín ni Marta Lucía Ramírez pasaron a la segunda vuelta.

La segunda enseñanza, tal vez la que más han asimilado, es que era preferible, parafraseando a Pambelé, estar en el gobierno que estar fuera de él. Y que los beneficios pululan, incluso como socio minoritario. Ese pragmatismo - oportunismo dirían algunos- les ha permitido participar en todos los gobiernos. Todos. A veces en calidad de disidentes (los lentejos de la administración de Ernesto Samper) y otros de manera oficial (gobiernos de Álvaro Uribe y Juan Manuel Santos). Ocasionalmente, goza de prelación el ala alvarista y en otras oportunidades, la pastranista. Tienen el don de la ubicuidad: ser gobierno y oposición al mismo tiempo. Así ocurrió en los años de Uribe, cuyos ministros conservadores enfrentaban críticas severas de Andrés Pastrana. O al comienzo de Santos, cuando Pastrana se ufanaba de su participación en el gabinete y empezaba el distanciamiento con el sector más afín a los pensamientos de Álvaro Gómez.  Y hoy donde el directorio conservador sigue formando parte de la unidad nacional, al tiempo que el ex presidente Pastrana pide juzgar a Santos.

No es usual que un partido histórico renuncie a su vocación de ejercer el poder nacional. No lo ha hecho el Partido Liberal que vive una crisis similar y que ya escogió su candidato. Hay diferencias, claro. Dos de los principales partidos – la U y Cambio Radical (CR)- son en su esencia, liberales. Ese es su origen y su inclinación. Santos, cofundador de la U y Germán Vargas Lleras, jefe político de CR, son nietos de presidentes liberales. No es coincidencia que el mayor respaldo de los dos provenga de la Costa Caribe, bastión tradicional del “Gran Partido Liberal”. No sería extraño que en un eventual gobierno de Vargas Lleras trabajen simpatizantes de Humberto De la Calle o viceversa.

Para los conservadores el camino es más tortuoso. Están acostumbrados a jugar a varias bandas, pero la polarización de 2018 dificulta su proceder.  Candidatos lógicos como Marta Lucía Ramírez y Alejandro Ordóñez han sido reacios a seguir la línea oficial. Coqueteos de otros como Juan Carlos Pinzón generan resistencia por su posición en las encuestas.

La relevancia política conservadora siempre se ha manifestado en el Congreso. Allí son muy valiosos sus votos. Esa ventaja, sin embargo, peligra en 2018 con el crecimiento del Centro Democrático, que pelea por el mismo electorado. En 2014 el Partido Conservador perdió cuatro escaños en el Senado.  Y eso que no había consulta uribista, como si ocurrirá en marzo.

Sin candidato y sin proyecto político propio, no parece muy promisorio el futuro del partido de Miguel Antonio Caro.

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