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Algo anda mal

Algo anda terriblemente mal cuando la gente desconoce mayoritariamente el valor del esfuerzo privado en la creación de empleo y de riqueza lícita como si se tratara del peor de los pecados.

José Manuel Acevedo M., José Manuel Acevedo M.
6 de abril de 2019

Según un estudio desarrollado por LA Usaid en compañía de algunas entidades privadas y la Facultad de Economía de la Universidad de los Andes, los colombianos desconfiamos de todos y de todo. De acuerdo con las encuestas aplicadas a 11.966 personas en 41 municipios del país, solo el 27 por ciento de las personas confía en su vecino; el 16 por ciento, en los medios de comunicación; y nada más el 14 por ciento dice confiar en el Gobierno. Los partidos políticos, los jueces y fiscales y hasta la Iglesia, en un país tan católico como el nuestro, también salen aporreados.

Pero quizá el hallazgo que más preocupa tiene que ver con la percepción de los colombianos en relación con la empresa como unidad esencial del desarrollo de un país: el 83 por ciento de los consultados dice no confiar en el sector privado. Cuando se interroga específicamente por la confianza que se tiene en los empresarios, el 25 por ciento responde que no confía “nada”; el 33 por ciento dice que confía “poco”; y otro 30 por ciento advierte con indiferencia que no confía “ni mucho ni poco” en quienes tienen a su cargo la creación y el sostenimiento de las compañías en Colombia.

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Alguien podría pensar que estos datos están afectados por una reacción de pesimismo generalizado de los ciudadanos; sin embargo, otros estudios recientes parecen confirmar que en el caso concreto de la iniciativa privada existe –como lo advertimos hace unos meses en este mismo espacio– un peligroso sesgo antiempresa al que este país no le está parando suficientes bolas.

A finales de 2018, la consultora Deloitte reveló otra encuesta realizada entre millennials en todo el mundo, y en el caso colombiano varias respuestas de los más jóvenes en relación con las empresas y el entorno de negocios privados deberían prender las alarmas: mientras que en 2017 un 24 por ciento consideraba que “las empresas no tienen ambición más allá de querer ganar dinero”, en la medición que se hizo un año después esa cifra subió al 54 por ciento. En términos globales, solo una minoría cree que las compañías se comportan éticamente (48 por ciento), y existe una marcada desconfianza de las nuevas generaciones respecto del rol que tienen los líderes empresariales en la sociedad.

Algo anda terriblemente mal cuando la gente desconoce mayoritariamente el valor del esfuerzo privado en la creación de empleo y de riqueza lícita como si se tratara del peor de los pecados.

Algo anda terriblemente mal cuando la gente desconoce mayoritariamente el valor del esfuerzo privado en la creación de empleo y de riqueza lícita como si se tratara del peor de los pecados. Algo anda mal cuando detrás de algunos impuestos promovidos por los políticos se esconde la perversa filosofía de que hay que castigar –sin criterio técnico y porque sí– a quien le va bien en la generación de utilidades, sin perjuicio de que las cargas queden pésimamente distribuidas y sin criterio de equidad en el pago de los tributos.

Algo anda peor que mal cuando los sectores que promueven estas medidas no son los tradicionales de izquierda, sino también los conservadores y los partidos que uno pensaría que quieren estimular el emprendimiento y proteger los negocios, como ocurrió en el trámite de la reciente Ley de Financiamiento.

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Pero, sobre todo, algo anda mal cuando ni los ciudadanos ni los propios empresarios son capaces de sacudirse para evitar que los casos de corrupción privada –¡que los hay, por supuesto!– contaminen todo el concepto de ‘empresa’ y abran espacio para que los populistas sigan fomentando el discurso de odio contra la iniciativa particular.

Con estas estadísticas en la mano, resultará muy atractivo para algunos candidatos en las próximas elecciones de octubre seguir disparándoles al sector financiero, a la industria minera, a la inversión extranjera y a los conglomerados empresariales para acrecentar su caudal electoral, sin importar el daño que le hacen a un Estado que necesitaría impulsar la creación de nuevos negocios, en vez de estar satanizándolos como si la vieja y frustrada idea de la estatización fuera la solución.

Algo anda terriblemente mal cuando la gente desconoce mayoritariamente el valor del esfuerzo privado en la creación de empleo y de riqueza lícita como si se tratara del peor de los pecados.

Si los mismos empresarios –sobre todo los medianos y los chiquitos, cuyos casos de emprendimiento son inspiradores– no se ponen las pilas para crear una campaña de concientización sobre la importancia de su papel en la sociedad y si no se conectan con las demandas de los ciudadanos (por ejemplo, las causas medioambientales que están en la agenda de los más jóvenes), la situación seguirá empeorando y el entorno de inversión se volverá todavía más denso de lo que está. ¿Serán conscientes todos ellos de que el palo no está para cucharas y que se necesita una acción decidida ya?