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Lo que no dijo Álvaro Uribe

No sé si Colombia camina hacia el abismo o si transitamos, desde hace rato, el infierno. La justicia, como afirmó Platón, es el estadio que ilumina el camino de una sociedad. Sin esa antorcha, el Estado sería un lugar al garete.

Joaquín Robles Zabala, Joaquín Robles Zabala
2 de mayo de 2018

No sé si Colombia camina hacia el abismo o si transitamos, desde hace rato, el infierno. La justicia, como afirmó Platón, es el estadio que ilumina el camino de una sociedad. Sin esa antorcha, el Estado sería un lugar al garete. De ahí que todo acto político debería ser justo, ya que la justicia es, según el filósofo griego, la base sobre la cual descansan todas las demás estructuras que componen las instituciones del Estado, como son la económica, la seguridad y el liderazgo. Una ley injusta no podría llamarse ley, aseguró la activista de los derechos civiles Rosa Parks. Una persona justa es un ser tan racional que interpone los intereses colectivos por encima de sus apetitos personales.

La política es, pues, un acto de suma nobleza y no una guerra entre mafiosos. En Colombia, sin embargo, la política es un medio para hacerse rico y no un fin que busca el bienestar de los ciudadanos. La muestra de esto se encuentra a la vista de todos: 30 millones de colombianos pobres, la salud privatizada desde 1993, la educación en crisis y un presidente con una baja aceptación entre un grueso número de ciudadanos porque convenció a la guerrillera más vieja del planeta de abandonar la lucha armada.

Sin el respeto por los demás sería imposible la aplicación de la justicia, ya que el respeto es la valoración del otro, y sin esa valoración no habría educación porque esta tiene como objetivo la formación de individuos. Sin esa formación, la sociedad sería solo un río revuelto y los ciudadanos un montón de piezas sueltas. De manera que la formación de un grupo es lo equivalente a la antorcha que ilumina el camino por donde se transita, evitando así que se caiga al abismo o se avance hacia el infierno.

Cuanto mayor es la formación de un individuo, más profunda será su capacidad de racionamiento y mucho mayor su responsabilidad para con los otros. El mito de Prometeo se puede leer como el conocimiento que el maestro comparte con sus educandos, la llama que ilumina la oscuridad y que les permitirá luego a esos prospectos de ciudadanos no solo ser hombres (o mujeres) políticamente críticos, sino también comprensivos con relación al otro y valorarlo en su dimensión estrictamente humana.

Colombia es uno de los pocos países del mundo que no valora en su dimensión de formador al maestro, quizá porque somos el resultado de una cultura tradicionalmente oral que cree más en la retórica y la acción que en el conocimiento que emerge de los libros. Quizá porque la gran mayoría de los educadores del país hacen parte, como los policías y militares, de una escala social que no produce dinero. En otras palabras, no contribuye en lo práctico al mejoramiento del producto interno bruto. De manera que, a pesar del mejoramiento de los aportes en educación hechos por el presidente Santos durante su gobierno, Colombia sigue siendo, según un informe de 2017 de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (Ocde), el país de América Latina que menos presupuesto invierte en la formación de sus ciudadanos (un promedio de 3.245 dólares por estudiante), seguido de México (3.703).

Cuando el señor de las Crocs, ese inventor de la democracia colombiana, aseguró en uno de sus discursos proselitistas a favor de su candidato presidencial de que los profesores solo impartimos “calumnia” como asignatura, que no les enseñamos a los estudiantes a debatir sino a “odiar”, surge la pregunta ¿qué tanto pudo él aprenderle a una mente superior como la de su profesor Carlos Gaviria, un hombre de una ética a toda prueba y un conocimiento profundo del derecho constitucional y del Código Penal colombiano? Uno se pregunta entonces si ese señor que fue dos veces presidente de Colombia, y que hizo cambiar con tramoyas el “articulito” de la Constitución en una histórica compra-venta de favores políticos para repetir el sillón presidencial, conoce de verdad el orden jurídico del país que gobernó o si en la universidad sus profesores le enseñaron a calumniar primero y a rectificar después.

Se olvida el doctor Álvaro Uribe que, en 2006, siendo presidente de este país donde los docentes les enseñamos a los estudiantes el arte de calumniar en vez darles las herramientas conceptuales para que no cometan el delito de plagio en textos académicos, la Universidad de los Andes estuvo a punto de expulsar del programa de Economía a su hijo Jerónimo, precisamente porque el muchacho, sin el mínimo sentido de escrúpulos, se apoderó de un trabajo escrito de otro estudiante, previamente presentado, y el doctor Juan Carlos Echeverry, decano por entonces de la facultad, no pudo llevar a cabo el juicio ético-disciplinario porque el impoluto presidente de la república le envió a su impoluto abogado, Jaime Lombana, para que este hecho “pueril” no fuera a afectar el futuro promisorio de su muchacho.

Dudo mucho que la Universidad de los Andes avale un acto poco ético como este, que atenta contra sus principios institucionales. Dudo mucho que cualquier otra universidad lo haga. Si es cierto que casi todas las instituciones universitarias del país desarrollan cursos complementarios de ética, el valor real de esta, como el respeto por el prójimo, se aprende en casa. Y los padres, por lo general, somos el espejo de nuestros hijos.

En Twitter: @joaquinroblesza

E-mail: robleszabala@gmail.com

(*) Magíster en comunicación.