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Cuatro preguntas

Parece como si la única plata corruptora fuera la de origen ilícito: la de los narcotraficantes, por ejemplo, pero no la de los banqueros, los industriales, los ganaderos.

Antonio Caballero, Antonio Caballero
31 de octubre de 2015

Lo que hay que preguntar sobre estas elecciones que acaban de pasar no es quién ganó y quién perdió, sino por qué ganaron o perdieron los unos o los otros: casi al azar en el confuso revoltijo de alianzas, avales, firmas, fraudes, anulación de inscripciones, trasteo de votos, candidatos detenidos, presos elegidos, sin el menor trasfondo ideológico. La respuesta la dio, desde la sabiduría de la derrota, una candidata perdedora de un pueblo de provincia:

–Es que la plata conmueve a la gente.

No es simplemente que la mueva: sino que la conmueve. La estremece, la emociona, la transfigura. Como una droga. Y la plata corrió a chorros en estas elecciones sin traducirse en nada útil, escuelas o acueductos, no dejando a su paso otra cosa que la conmoción misma. En la práctica, los electores no quieren escuelas ni acueductos, es decir, bienes públicos, sino plata. Billete. Plata en rama. Por eso andaban por ahí los candidatos o sus promotores con 480 millones de pesos en plata de bolsillo el día de elecciones: un día en el que (al menos en teoría) ni siquiera es posible gastarse la plata en trago, porque hay ley seca. No importa: para conmover a la gente basta con la plata misma.

¿Cuánta plata? Y ¿cuál plata?

En lo de la cantidad: toda la que se pueda. Es cosa sabida desde hace muchos años que aquí nadie respeta los topes de gastos fijados para las campañas. Violar los topes es menos grave que violar la ley seca para votar borracho. Lo que gastan los candidatos en campaña desborda varias veces no solo los límites legales, sino la masa de ganancias lícitas que puedan derivar de su elección, es decir, sus salarios. Si ganar las elecciones sale más costoso que lo que se va a cobrar en los cuatro años siguientes, es evidente que se es candidato para robar o hacer negocios. A ese gasto hay que sumarle, claro está, el que han hecho los candidatos que pierden. Y esa corrupción electoral, el hecho de que las elecciones se compran y las gana el mejor postor, es la madre de todas las corrupciones. Pues de esas elecciones corruptas se derivan todos los poderes.

¿Cuál plata? Es decir ¿plata limpia o plata sucia?

Porque al parecer son distintas. Aquí parece que se olvida que el dinero no huele, cosa que también es sabida desde los romanos. Parece como si la única plata corruptora fuera la de origen ilícito: la de los narcotraficantes, por ejemplo, pero no la de los banqueros, los industriales, los ganaderos. Cuando su efecto corruptor es exactamente el mismo: no importa de dónde viene la plata, sino para dónde va. Da lo mismo si es plata sucia, que en teoría se limpia al llegar a manos del candidato, o plata limpia, que en la práctica se ensucia al pasar por ellas. La corrupción está en el fin, no en el origen. Y el fin que persiguen los que donan esa plata, sea sucia o sea limpia, es el mismo: el de convertirse en acreedores del candidato que la recibe, y que tendrá que responder con favores políticos o económicos, con decretos o con contratos.

En realidad la pregunta que importa es otra: ¿por qué la plata –pasada por el tamiz limpiador o ensuciador de un candidato– corrompe al elector? O sea: no por qué se compran los votos; sino: ¿ por qué se venden?

Es la pregunta que hacía sor Juana Inés de la Cruz:

¿O cuál es más de culpar, aunque cualquiera mal haga: la que peca por la paga o el que paga por pecar?

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