Home

Opinión

Artículo

OPINIÓN

En perfecto inglés

No es en la BBC de Londres, ni en el Vaticano, ni en la sede de la Ocde en París, ni en la academia de Oslo donde hay que convencer a la gente de las bondades del proceso de paz.

Antonio Caballero, Antonio Caballero
30 de mayo de 2015

Está muy bien que el presidente Santos haya querido buscar por todo el mundo apoyos para el proceso de paz. Algunos son necesarios. Los de Cuba y Noruega, por supuesto, como países anfitriones y garantes de las conversaciones, y los de los facilitadores, Venezuela y Chile. Está muy bien que haya buscado también la aprobación de los Estados Unidos. Por razones históricas: no hay que olvidar que esta guerra nuestra en buena parte la inventaron ellos con su prédica del anticomunismo de la Guerra Fría y su doctrina de la seguridad nacional hemisférica, y luego la fomentaron con la guerra contra las drogas, y finalmente la justificaron con la cruzada contra el terrorismo; y la siguen financiando en buena parte, con el Plan Colombia y el Plan Patriota de cooperación bélica por el lado del Estado, y, por el de la insurgencia, con los dineros del narcotráfico que la alimentan. También es necesaria la bendición de Washington por razones de elemental precaución: la oposición de los Estados Unidos al proceso sería nefasta. Basta con recordar cómo se prolongaron durante años las guerras civiles de América Central por la implicación directa de los Estados Unidos en el apoyo militar a los gobiernos locales. El nombramiento como “delegado especial” de Bernard Aronson, ex alto funcionario de varios presidentes e influyente banquero de inversión, es prenda, si no de ayuda, al menos de no intervención.

Dentro de lo que cabe, claro. Ese nombramiento es en sí mismo intervención. Con los Estados Unidos siempre habrá intervención.

Pero en lo que respecta a otros países, la búsqueda de apoyo de Santos tiene más de halago para la vanidad personal del presidente que de utilidad práctica. Muy bonitas las fotos con la reina Letizia de España, con el rey de Bélgica, con el emir de Dubái. Pero ¿qué importa si la Liga Árabe o el Foro Económico de Davos o la China o el Club de Roma se entusiasman con el proceso de paz de Colombia, o si les da igual? El gobierno nos dice que se trata de conseguir inversiones para la financiación del posconflicto: pero vendrían de todos modos, con giras diplomáticas o sin ellas, como han venido durante el conflicto. (Y dentro de los absurdamente generosos términos de la “confianza inversionista” heredada de los años del uribato tal vez sería mejor que no vinieran). Puede ser, sí, que se sientan negativamente afectados por el fin del conflicto los proveedores de armas, insumos de la guerra. Las de las FARC tienen 20 o 25 procedencias, sin contar la fabricación propia: pero las adquieren ilegalmente, a través de las redes del mercado negro. Las del Estado, que gasta muchísimo más y necesita equipos más costosos –aviones, radares, helicópteros–, sin contar asesores –israelíes, ingleses, mercenarios norteamericanos–, se compran en media docena de países: Estados Unidos, Israel, España, Reino Unido, Brasil. Pero de todos modos lo que esos países piensen da igual. Porque la paz no se hace, ni se deja de hacer, allá afuera; sino aquí, que es donde está la guerra.

No se hace ni siquiera en Cuba, pese a que allá se discute. Y por eso no tiene mucho sentido mandar a la canciller a que lleve a la Mesa de La Habana sus encantos diplomáticos, como si las FARC fueran una potencia extranjera. Ni lo tiene mandar al alto comisionado de paz a que explique en Inglaterra el proceso “en perfecto inglés”, como dice extasiada la prensa local (que no ha sabido explicarlo en español). Porque no es en la BBC de Londres, ni en el Vaticano de Roma, ni en la sede de la Ocde en París, ni en la Academia Noruega que da los Premios de la Paz en Oslo, donde hay que convencer a la gente de las bondades del proceso de paz. Es en las selvas de las montañas y en las calles de las ciudades y en el Salón Elíptico del Capitolio y en las aulas de las universidades y en los televisores de las casas de Colombia donde se decide la paz. Es aquí donde hay que convencer a la gente.

Que, a juzgar por las encuestas, no está muy convencida. Y tal vez lo esté menos –o más: nunca se sabe– con el recrudecimiento de la guerra en los últimos días. Nunca se sabe. Pero lo cierto es que ese flanco es el que ha descuidado el presidente Santos con su doble lenguaje –a veces sí, a veces no–, dejándoles la iniciativa a los enemigos de la paz. Ya no “agazapados”, como los llamó hace 30 años sin dar sus nombres Otto Morales Benítez, que acaba de morir llevándose a la tumba ese secreto. Sino rampantes, desafiantes, descarados: el expresidente y hoy senador Álvaro Uribe, el exministro de Defensa y hoy embajador en Washington Juan Carlos Pinzón.

Dicen que el presidente Santos es un gran jugador de póquer. Llega un momento en que hasta el más cauteloso tahúr del Mississippi tiene que jugarse sus restos.

Noticias Destacadas