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Escrito en Piedra

La reelección indefinida ha sido el instrumento preferido de los dictadores latinoamericanos.

Antonio Caballero, Antonio Caballero
18 de octubre de 2014

El Senado acaba de aprobar una ley que prohíbe la reelección presidencial. La senadora Viviane Morales consiguió añadirle un parágrafo que “graba en piedra” la prohibición, exigiendo que para derogarla sean necesarios un referendo popular o una Asamblea Constituyente. Todo lo cual suena muy bien, sin duda. Pero…

Pero para empezar a la ley le faltan otros ocho debates en el Congreso, con sus correspondientes “micos” (la propuesta de la senadora Morales, aunque plausible, es técnicamente hablando un “mico”). En segundo lugar, ya sabemos en qué quedan las buenas intenciones grabadas en la más dura piedra: basta con recordar la promesa del presidente Juan Manuel Santos, grabada en piedra, de que no subiría los impuestos. Y existen precedentes aún más prestigiosos. El código de Hammurabi, por ejemplo, tallado hace cuatro mil años en una indestructible estela de basalto, que disponía para Babilonia leyes tan inmutables que ni el propio rey podía cambiarlas. Pero cambiaron los reyes, desapareció Babilonia, y hoy la piedra del código está arrinconada en una sala polvorienta del Museo del Louvre, en París. O las mismísimas Tablas de la Ley que le dio Dios en persona a Moisés en la cima del Sinaí. Moisés mismo las rompió en cuanto bajó del monte.

Pero está muy bien, pese a todo, que se prohíba la reelección presidencial. La historia nos muestra, en todas partes, que esa figura es altamente dañina para la democracia. Para la simple gobernabilidad también. Lo acabamos de ver en el final caótico del primer cuatrienio de Santos, chapoteando en su mermelada y enredado en el laberinto de sus promesas de candidato que tampoco consigue desenredar en este comienzo de su segundo periodo, al que, por ahora al menos, sería exagerado darle el nombre de gobierno. Lo acabamos de ver igual en el caso de Barack Obama en los Estados Unidos, cuyo segundo cuatrienio ya da trazas de agravar la pendiente descendiente del primero. Y eso que allá tuvieron por lo menos la precaución de enmendar la Constitución para impedir un tercer mandato cuando se dieron cuenta, con los cuatro de Franklin Roosvelt, de que era posible que un político hábil se quedara en el cargo para toda la vida, como los reyes de derecho divino.

El caso de los regímenes parlamentarios es distinto del de los presidencialistas, pues en ellos los gobiernos son más de los partidos que de las personas. Y aun así, es ilustrativo comparar el primer excelente gobierno de Felipe González y los socialistas en España con el mediocre segundo y con el catastrófico tercero; o los triunfos de Tony Blair en su primero con las vergüenzas del segundo; o, desde otro punto de vista, ver cómo el entusiasmo que despertaba entre los suyos Margaret Thatcher acabó, cuando se hastiaron de ella, en un golpe de palacio. El poder desgasta. Y no solo “a quien no lo tiene”, como decía cínicamente el turbio politiquero italiano Giulio Andreotti, una docena de veces primer ministro de Italia.

Más aún que sobre la gobernabilidad, es en sus efectos deletéreos sobre la democracia donde salta a la vista la gravedad de la reelección presidencial. No es un azar si las primeras manifestaciones contra la farsa reelectoral en este continente se dieron en México a principios del siglo XX, para desembarazarse de la interminable dictadura con ropaje electoral de Porfirio Díaz, elegido y reelegido presidente nueve veces seguidas por un total de treinta y cinco años. La pacífica consigna de protesta de Francisco Madero, “sufragio electivo, no reelección”, al ser desoída por el régimen decrépito de don Porfirio provocó una sublevación armada que desembocó en los diez años sangrientos de la Revolución mexicana. Y no es un azar tampoco si la reelección indefinida, o a veces fingidamente intercalada por la elección de presidentes títeres, ha sido el instrumento predilecto de los dictadores latinoamericanos. De los de viejo cuño, como el venezolano Juan Vicente Gómez, el dominicano Trujillo, la dinastía de los Somoza en Nicaragua, Perón en la Argentina, cuyo segundo periodo fue interrumpido por un golpe militar y no volvió a la Presidencia sino al cabo de veinte años de exilio, Rojas Pinilla en Colombia con su Constituyente de bolsillo. Y la más reciente camada de dictadores o aprendices de dictadores, decididos a perpetuarse en el poder mediante artimañas constitucionales, como Menem en la Argentina, Fujimori en el Perú, Chávez en Venezuela, Correa en el Ecuador, Evo Morales en Bolivia, Daniel Ortega en Nicaragua.

Sin olvidar, naturalmente, a Álvaro Uribe Vélez en Colombia. Cuya artimaña para la primera reelección fue la reforma de “un articulito” de la Constitución, comprada por sus ministros con dos cohechos –el de Yidis y el de Teodolindo– por los que dichos ministros no han sido sometidos a juicio, como si el delito de cohecho pudiera ser unipersonal. Para la segunda, afortunadamente vetada por la Corte Constitucional, se preparaba un referendo respaldado por firmas, cuyas irregularidades y opacidades no han sido investigadas todavía por la Justicia.

Ahora, con el voto mayoritario del Senado y en contra de la bancada uribista, la reelección presidencial en Colombia ha sido prohibida una vez más. Pero a la ley le faltan otros ocho debates. Ya veremos qué tan dura es la piedra.

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