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La segunda oportunidad

Está muy bien que hayamos votado por Santos para impedir el regreso de Uribe. Pero sería estúpido olvidar quién es Santos.

Antonio Caballero, Antonio Caballero
20 de junio de 2014

Como todos los políticos, Juan Manuel Santos no es un hombre que se distinga por su gratitud hacia sus benefactores: y si no, pregúntenle a Álvaro Uribe. Pero en esta segunda oportunidad que le acabamos de dar los electores –cuatro años más de gobierno– tiene la posibilidad (aunque no la obligación) de cumplirle a alguien. A los autores de su recuperación y su victoria en la segunda vuelta. Lo malo es que son varios, y contradictorios; y a pesar de su inclinación a darle gusto al tiempo a todo el mundo, esta vez no va a ser fácil.

Tiene que complacer, o al menos debería hacerlo, tanto a los ñoños de la costa con sus maquinarias electorales como a los votantes de izquierda de las ciudades (Bogotá en primer lugar) y de las regiones periféricas de violencia que votaron por él, o, más exactamente, contra Uribe.

No conozco los intríngulis de los gastos de campaña: esos que Uribe denuncia como fraudulentos, con la suspicacia del ladrón que juzga por su propia condición. Pero así de entrada, a vuelo de pájaro, me parece que a los ñoños ya les pagó, y hasta dos veces. Una antes de las elecciones parlamentarias, en las cuales barrieron; y por eso, ya pagados y elegidos, no se movieron en la primera vuelta presidencial, que ganaron los fanáticos del uribismo. Y la otra, en vísperas de la segunda vuelta, para que vinieran al rescate en el último momento, como en las películas del Oeste.

Digo esto porque comparto con Uribe la certidumbre de que en Colombia una buena tajada del voto popular es comprada o amarrada. Él mismo se benefició de ese fenómeno, en su caso agravado por la contribución del voto forzoso impuesto a la brava por los parapolíticos.

Otra parte del voto, sin embargo, es el que llaman “de opinión”. Lo cual debería ser un pleonasmo: cada ciudadano vota por lo mismo que opina. Y es una alta proporción del voto venido de la opinión de izquierda que en la primera vuelta respaldó a Clara López y a Aída Avella la que, sumada a la engrasada o enmermelada mecánica, decidió en la segunda vuelta la victoria de Juan Manuel Santos, o, más exactamente, la derrota del muñeco de Uribe. Y a esos votantes no les ha pagado todavía. Votaron por él a crédito, por decirlo así: pues ni siquiera el voto de opinión es regalado: representa esperanzas, e implica contraprestaciones que las satisfagan.

Santos debe, o por lo menos puede, si quiere, pagarles también sus votos a estos votantes sin dueño: dueños de sí mismos. Le debería resultar más barato en términos de mermelada, puesto que no reclaman puestos ni presupuestos. Pero también le puede resultar más difícil, pues lo que esperan es que se cumplan los anuncios hechos por Santos desde el comienzo de su primer gobierno, hace cuatro años, cuando decía que aspiraba a pasar a la Historia (con mayúscula) como “un traidor de clase”. ¿Un comunista, como lo denuncia el delirio del uribismo para envenenar de miedo a los incautos? Claro que no. Un reformista roosveltiano, un newdealer, un demócrata liberal. Un gobernante que no persigue a los maricas ni a las lesbianas, que se da cuenta de que el aborto es la salida menos mala a miles de tragedias individuales, que entiende que el problema de las drogas ilícitas es práctico, y no de principios. Nada de todo esto le costará mucho, pues está en su temperamento. Pero sí tendrá que forzar sus propias convicciones íntimas de neoliberal económico.
Esas que en su primer gobierno lo llevaron (y esto es apenas un ejemplo) a entregarle a la reacción cavernícola conservadora la cabeza de su ministro de Agricultura Juan Camilo Restrepo, que no era ningún revolucionario pero estaba intentando reparar la monstruosa injusticia del despojo de tierras. Esas convicciones que lo llevaron hace unos pocos meses a hundir en el Congreso el proyecto que pretendía devolverles a los trabajadores las horas extras y nocturnas que les había robado Zuluaga bajo Uribe con el eterno argumento, eternamente falaz, de que así se crearía empleo: quitándoles a unos pobres lo que otros pobres necesitan para dárselo a los ricos.

Porque está muy bien que hayamos votado por Santos para impedir el regreso de Uribe. Pero sería estúpido olvidar quién es Santos. Y no tener en cuenta que para él resulta más fácil, más natural, pagar con mermelada que cumplir promesas que implican serias reformas. La paz, sí, la paz. Pero la necesaria firma de acuerdos con las guerrillas no es la paz, sino apenas la posibilidad de la paz. La paz verdadera necesita esas reformas, que contradicen la mitad de lo que Santos es. Encrucijadas en el alma, llamaba a sus ventoleras interiores el lírico psicópata Álvaro Uribe. A ver cómo resuelve ahora esos vientos cruzados exteriores el pragmático Juanpa. 

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