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Poner conejo

Los uribistas pueden al menos mostrar coherencia: se opusieron a los diálogos de paz casi desde el principio, así fuera con el argumento contraevidente de que en Colombia no había ninguna guerra.

Antonio Caballero, Antonio Caballero
11 de noviembre de 2017

Al cabo de siete años de conversaciones de paz, y una vez firmados por las dos partes los acuerdos arduamente discutidos en La Habana, vienen a darse cuenta Germán Vargas y los jefes conservadores de que lo que se discutió y se firmó fueron eso, acuerdos de paz. Y se escandalizan. Durante siete años tuvieron mando en plaza, ministerios, la vicepresidencia, puestos, cuotas, contratos, mermelada, en un gobierno cuyo único propósito explícito consistía en acordar la paz con la guerrilla de las Farc. Y ahora resulta que no se habían dado cuenta, y se proclaman asaltados en su buena fe porque las Farc, dejadas las armas, abandonada la lucha armada, se disponen a participar en política, tal como fue acordado. Francisco de Roux, recién nombrado presidente de la Comisión de la Verdad, señala en su columna de El Tiempo una obviedad como un templo:

“Las Farc, como todos los rebeldes del mundo que negocian, firmaron un acuerdo político para hacer política”.

Para hacer política, para tener candidatos y pelear por los votos para las alcaldías, para el Congreso, para la presidencia: como todo el mundo. Para hacer política sin armas No para ir a la cárcel. Que las Farc hagan política a cambio de dejar las armas es el corazón de los acuerdos. Es, repito, una obviedad. Es el meollo del asunto. Durante medio siglo todos los gobiernos les hicieron esa propuesta, desde el de Belisario Betancur en adelante. Una propuesta que, por otra parte, no se ha cumplido nunca: cuando  fundaron la Unión Patriótica para hacer política exterminaron a sus militantes, a sus candidatos, a sus congresistas. Cuando se convocó la Asamblea Constituyente del 91 los bombardearon en la tregua y por sorpresa.  Y ahora que han dejado por fin las armas les quieren negar en redondo  la posibilidad de la política; y, por añadidura, quieren meterlos presos.

¿Quiénes? Los uribistas pueden al menos mostrar coherencia: se opusieron a los diálogos de paz casi desde el principio, así fuera con el argumento contraevidente de que en Colombia no había ninguna guerra. Pero estos otros, estos varguistas y estos conservadores que ven que ya que las Farc están desarmadas cumpliendo su parte del trato es el momento de ponerles conejo impunemente, lo hacen por el más cobarde oportunismo. Qué gentuza.

Y dejan entonces que en el Congreso se derrumbe la JEP, la Justicia Especial para la Paz, a la que se habían comprometido – ellos, que eran gobierno entonces, cuando los pactos se firmaron – a cambio del desarme, en un añadido jurídico para dar castigo a los crímenes de guerra y de lesa humanidad, que por primera vez se contemplan en las muchas paces pactadas con que se han cerrado las muchas  guerras de nuestra historia. Nadie pagó cárcel por sus responsabilidades en la Violencia o en la guerra de los Mil Días, para no hablar de las del siglo XIX. Dejan que en el Congreso se derrumbe la JEP no por convicción: por interés y por codicia. Porque quieren venderse. Porque quieren negociar sus votos a cambio de más puestos y más contratos: de más mermelada, sin que les hayan quitado ninguna de la que ya habían recibido. Y piensan que así, de paso, se desembarazan de un posible rival electoral en las regiones y en el Congreso, así sea modesto: el nuevo partido de la Farc.

Qué gentuza. Pero esa es la gentuza que han elegido los votantes, a cambio de lo mismo que ellos piden: mermelada. Tamales, trago el día de elecciones, una teja de eternit, un rollo de alambre, la promesa de un puesto de portero o de telegrafista. No: ya no hay telégrafos. Un puesto de escolta.

Y de parte del gobierno, en fin, qué frivolidad. El presidente Juan Manuel Santos se va de paseo a tierras extrañas para que le den premios y más premios por una paz que se  está hundiendo en la suya.

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