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ARAR EN EL MAR

Antonio Caballero
1 de diciembre de 1997

Se cumplieron 30 años de la muerte del Che Guevara, y hubo muchas conmemoraciones. Muchas lamentaciones, muchas celebraciones, muchos elogios, muchos vituperios. Lo previsible. Lo desenterraron, lo volvieron a enterrar. Se escribieron millares de artículos. Se publicaron docenas de libros. Muchísimos afiches, por supuesto: siempre fue el Che carne de afiche, desde cuando estaba vivo. Un afiche. Un héroe. Un criminal. Un resentido. Un idealista. Un fanático. Un guerrillero. Un visionario. Un cubano. Un argentino. Un internacionalista. Un ejemplo para el porvenir. Una sombra del ayer. Un esto, un lo otro, un tal, un cual, un tal por cual. La verdad es que el Che da para mucho. También él se definió a sí mismo: un revolucionario. Cuando se fue de Cuba, en su carta famosa de despedida a Fidel Castro, decía el Che: "Después supimos que era cierto, que en la revolución se triunfa o se muere (si es verdadera)". Lo importante de la frase está en el paréntesis. En una revolución a veces se triunfa, a veces se muere, a veces no se triunfa, a veces no se muere _ahí está el caso del propio Fidel_: pero nunca es verdadera. Ninguna. Lo previó Platón en La República, lo confirmó San Agustín en La Ciudad de Dios, lo reiteró Trotsky en La Revolución permanente y en La Revolución traicionada. En la ficción, que suele ser siempre más acertada que la teoría, lo explicó el personaje de El gatopardo de Lampedusa, hablando de la revolución de Garibaldi: "Se necesita que todo cambie para que todo siga igual". Y en la historia, o en las versiones más o menos ficticias que conocemos de la historia, lo ha corroborado siempre la realidad. La revolución romana de César desembocó en el imperio de Augusto. La inglesa de Cromwell, en la restauración de los Estuardo. La francesa de Robespierre, en Napoleón. La bolchevique de Lenin, en Stalin (y finalmente, en Yeltsin). La americana de Washington, en una foto del heredero de la revolución china de Mao Tsé Tung tocado con el tricornio de Washington en Williamsburg, hace ocho días. ¿Y la cubana, por la cual luchó, y creyó 'triunfar', el propio Che? Pues terminó también en que 'todo sigue igual': se hizo para que las mulatas cubanas no tuvieran que prostituirse a los turistas en Varadero, como hacían en tiempos de Batista; y ahora, después de ella, en tiempos de Fidel, las mulatas cubanas se prostituyen a los turistas en Varadero. En cuanto a la revolución boliviana (o 'continental') por la cual murió el Che, simplemente no se hizo. Y todo sigue igual. Dijo Simón Bolívar en una de las últimas cartas que escribió en su vida: "El que sirve una revolución ara en el mar". De todas estas enseñanzas de la teoría, de la ficción y de la historia, concluyen los reaccionarios que no hay que intentar hacer la revolución. Es mejor "quedarnos como estamos", como le pedía a la Virgen el tetrapléjico que perdió los frenos de su silla de ruedas en la bajada del santuario de Lourdes. No se oponen en cambio a que se haga la contrarrevolución: igualmente costosa, igualmente inútil, puesto que de todos modos todo va a seguir igual. Pero lo que les pasa a los reaccionarios _al margen de la entrega personal: en una contrarrevolución se triunfa, o se huye a Miami_ es que son iguales al Che: confunden los medios con el fin.Porque el Che se consideraba _ya lo dije, ya lo dijo él_"un revolucionario". No lo era. Pues la revolución no consiste, como él creía, en la acción que puede llevar _o no_ al triunfo o a la muerte, sino en el resultado de esa acción. "El deber de un revolucionario es hacer la revolución", decía el Che. Y por creer en eso, él y otros muchos contribuyeron a un resultado rigurosamente contrario a su propósito: el acrecentamiento del poder de la reacción. Y es que no hay revolucionarios, sino revoluciones (aun a costa de ellos mismos: Hesíodo debió de ser el primero que lo dijo, hablando de las cosas de los dioses), la romana, la inglesa, la francesa, etc., con sus efectos respectivos. Efectos que consisten no sólo en que todo sigue igual, sino en que, previamente, todo ha cambiado: tal como en el sentido original, astronómico, de la palabra 'revolución', que es el giro completo de un astro desde la primavera hasta la primavera, pero pasando por el verano, el otoño y el invierno. Los reaccionarios querrían que nos quedáramos en la primavera, ya que ellos están en ella; los revolucionarios son partidarios de dar la vuelta entera.Es por eso que las revoluciones, aunque parezcan inútiles, son necesarias: van a favor de la vida, y no de la inmovilidad de la muerte, y hacen que se vuelva, pero renovado, al mismo sitio. En ese sentido sí era el Che Guevara un revolucionario, aunque inconsciente: consideraba necesario darle la vuelta al molino o al planeta, aunque no tuviera claro que iba a volver al mismo sitio. O aun si lo tenía claro: pues era el mismo sitio, pero más adelante. Pues la verdad es que de las revoluciones siempre queda algo, además del sufrimiento, en tanto que de las contrarrevoluciones sólo queda el sufrimiento. Y todas ellas, incluyendo las tres o cuatro por las cuales luchó el Che y terminaron en distintos modos del fracaso (la cubana, la congoleña, la boliviana) dejan al menos un ejemplo: el de que no hay que resignarse.Por eso hay que arar en el mar. Bolívar, que pensaba haberlo hecho, se disponía a seguir haciéndolo al embarcar hacia el destierro. Porque si bien se mira, no hay nada más revolucionario que un barco que ara en el mar. Un reaccionario ni siquiera se moja los dedos de los pies.