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Una masacre en cámara lenta

Uno no sabe si tratar el caso del asesinato de líderes sociales y defensores de derechos humanos en Colombia como una epidemia.

Javier Gómez, Javier Gómez
10 de diciembre de 2018

Es tal el proceso de aniquilación sistemática que hoy se dice una cifra de asesinados y tres días después cambia abruptamente.

En Google definen la epidemia de dos maneras:

Uno. Enfermedad que ataca a un gran número de personas o de animales en un mismo lugar y durante un mismo periodo.

Dos. Daño o desgracia que afecta a gran número de una población y que causa un perjuicio grave (a la sociedad).

Sin duda la definición dos es la que más se sitúa en la realidad colombiana. La crítica situación de los derechos humanos es la espada de Damocles que pende sobre este país. Es tan alarmante el suceso que según el último dato de Naciones Unidas en Colombia han sido asesinados 343 (hoy ya pudo haber aumentado la cifra) líderes sociales y defensores de DD.HH. en los dos años anteriores.

A pesar de los compromisos institucionales para garantizarle la vida a estas personas, los hechos se repiten y todas las declaraciones comienzan de la misma manera: “9 de diciembre de 2018, panadería sobre el paradero de vehículos  que cubren la ruta interveredal al corregimiento Los Andes, cerca de las 12:30 de la tarde, un individuo se acercó al compañero Gilberto Antonio Zuluaga Ramírez, y le disparó con un arma de fuego en la cabeza”. Esta escena ocurre en las barbas de policías y militares que ineficaces e incompetentes no actúan, mientras los municipios y veredas del país se siguen inundando de sangre inocente.

Todos los relatos que arropan cada cuerpo inerte de un defensor de derechos humanos o un líder social asesinado, obedecen a una misma narrativa: “Era una defensora o defensor de los derechos de sus comunidades, un  reclamante de tierras, un líder social, un indígena o un negro que luchaba por sus justas causas”. Y esto a las autoridades no les dice nada. No existe línea de investigación alguna que asocie las causas de estos crímenes con grupos criminales organizados. Según el ministerio de Defensa son líos de faldas o ajuste de cuentas del narcotráfico.

“…Los mismos defensores no saben (de dónde provienen los tiros). Quizás sicarios; pero no sabemos quién es el cerebro detrás de estos sicarios”, dijo Michael Fort, relator de la ONU para los derechos humanos, tras anunciar que elaborará un informe que le será entregado al Secretario General de la ONU.

Este alto funcionario de la ONU visitó recientemente el país y habló para medios internacionales*. Visiblemente “preocupado por el creciente asesinato de los defensores de derechos humanos y líderes sociales”, no dudó en etiquetar estos hechos como un “plan sistemático” del cual participa “una multiplicidad de autores: fuerzas de seguridad, la Policía, exparamilitares, terratenientes y otros grupos armados, incluidos exfarc”*.

Lo que ocurre a diario contra los defensores de derechos humanos y líderes sociales asesinados es una masacre en cámara lenta, gota a gota, y la sociedad, impávida y pasiva, sucumbe ante la violenta arremetida, según los denunciantes,  de grandes propietarios de tierras, de despojadores que hicieron del desplazamiento la estrategia para apoderarse de los bienes de los campesinos y de quienes con nostalgia aún evocan los cañones de la guerra.

Setenta años después de la declaración universal de los Derechos Humanos, las autoridades en Colombia no dan traza de querer garantizarle la vida a los activistas y siguen repitiendo la letanía de siempre: detrás de estos crímenes están las fuerzas oscuras. Es la mejor manera de escurrirle el bulto a una responsabilidad que lacera la imagen de Colombia ante el mundo.

*Declaraciones  al noticiero de la DW

@jairotevi

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