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Y empezó a gobernar con las patas…

Incluso yo, que llevo años tratando de explicar en esta columna el peligro que significaba devolverle las llaves del Palacio de Nariño al que dijera el “presidente eterno”, alcancé a tener un asomo de esperanza.

Federico Gómez Lara, Federico Gómez Lara
3 de julio de 2018

Durante un par de días quise creer que todavía era posible, que el tipo se veía hasta querido. Nunca antes deseé con tal fuerza haber estado equivocado, haberme apresurado en mis juicios, asumir con dignidad mi falta de olfato político y agachar la cabeza.

Entonces no era loco pensar que aquel joven bonachón, carismático, inteligente, músico, bailarín y futbolista, pudiera callarme la boca y demostrarnos a mí, y a tantos otros colombianos que sentimos miedo al verlo elegido, que nuestros temores eran absolutamente infundados, que la paz de Colombia estaría a salvo bajo su mando. Era posible echarse un repaso por la historia política del país y del continente, y aferrarse, tal vez más con el deseo que con el cerebro, a la idea de que Duque se crecería hasta la altura de su nueva circunstancia y de la dignidad del cargo que hoy ostenta. No hubiera sido él ni el primero ni el último político que se hiciera elegir hablando carreta, a sabiendas de que la inmensa responsabilidad que tendría al momento de llegar a la jefatura del Estado le haría cambiar de opinión y moderar su discurso y su accionar en varios de los temas.

Sin embargo, hasta ahora la realidad es otra. Parece que el miedo sí era justificado y el panorama pinta bastante oscuro. Resulta que el presidente electo de Colombia no solo es tan nocivo y tan peligroso para el futuro del país como se hacía previsible en la campaña, sino que es muchísimo peor. El gobierno de Iván Duque, que ni siquiera se ha posesionado, en apenas dos semanas ha logrado avanzar a pasos de gigante en su propósito de arrasar con todo lo que huela a Juan Manuel Santos, poniendo así a tambalear ese silencio de los fusiles que tantos años y tanta sangre nos costó alcanzar.  

Evidentemente los efectos de este desastre de comienzo no saltarán a la vista en cuestión de días o de meses. Tirar por la borda el futuro de un país tampoco es tan fácil ni se logra de la noche a la mañana, pero que se puede, se puede. En medio de la anestesia colectiva que nos inyecta el mundial de fútbol, y del enredo del lenguaje jurídico, de la norma, del inciso, del decreto, de los términos, del control constitucional, de la jurisdicción, de los vencimientos, de las reformas, de las leyes ordinarias y de las estatutarias, al gobierno de Duque le ha quedado bastante fácil disimular su proceder y enredar a la opinión para buscar que no nos demos cuenta de lo que están haciendo: ¡mandar p’al carajo la paz de Colombia!

Es que si miramos el desarrollo del conflicto en nuestro país y entendemos la nueva realidad política, es bastante fácil darse cuenta de que vamos de culo p’al estanco. Aquí empezamos a darnos bala hace más de cincuenta años, básicamente por dos razones: por la propiedad de las tierras productivas y por el acceso al poder político.

En esa dinámica de la guerra fueron naciendo grupos ilegales con propósitos de todo orden, y después de varios miles de muertos, terminamos sentados en una mesa con la que fuera la guerrilla más grande del continente. En esa mesa fue posible entender que había sido tal la barbarie de todos los bandos, que la única salida era crear una justicia aparte (la JEP), que se encargara no sólo de juzgar esos crímenes, sino de entender por qué sucedieron, para que no se repitieran. Ante ella irían a responder los tres grandes actores del conflicto: guerrilleros, militares y terceros. También fue posible pactar que los ex integrantes de las Farc tuvieran un camino para entrar a la política y dejaran de expresar sus ideas a punta de fusil.

Así las cosas, no Juan Manuel Santos, sino el Estado colombiano, empeñó su palabra ante sus ciudadanos y ante el mundo entero para implementar una serie de medidas que pondrían punto final a la confrontación armada. La cosa parecía estar marchando hasta que llegó la peor enfermedad: la política, las elecciones. Fue entonces cuando lograron sacar de la JEP a los terceros para que estos acudieran a ella solo de manera voluntaria, si se les daba la gana.

Y empezó el gobierno de Duque. La primera jugada, como era de esperarse, fue la mentira. Dijeron que no votaban la reglamentación de la JEP porque estaban esperando un pronunciamiento de la Corte Constitucional. Ahí salió el presidente de esa corporación a decirles, palabras más palabras menos, que le echaran un repaso a los libros de primer semestre de derecho, que una cosa nada tenía que ver con la otra. Acto seguido, el uribismo empezó a destapar sus cartas. Dijeron que su intención era crear una nueva jurisdicción solo para los militares, posando de padres protectores de las Fuerzas Armadas. El problema fue que de inmediato salieron varios militares enredados con la justicia a pedir que se mantuviera la JEP. Habrá que ver con qué cuento nos van a salir ahora.

Lo que está detrás de todo esto, pero que no se puede decir, es tan macabro como sencillo: buscar la impunidad eterna para el “presidente eterno”. Si la JEP entra en funcionamiento y se conoce la verdad, los testimonios que comprometen a Álvaro Uribe llegarían a chorros…

Como van las cosas, en cuestión de un par de meses el nuevo gobierno habrá logrado que la JEP sea solo para los de las Farc (que tienen menos víctimas que el Estado y los paramilitares), pintándolos así como los únicos culpables. Tendrá listas las órdenes de extradición contra todos los jefes de esa guerrilla para que no se conozca la verdad, acabará con su elegibilidad política, y le pondrá todas las trabas a la reforma rural. Es decir, la tierra y el poder seguirán en manos de los mismos y volveremos a matarnos por lo mismo.

Entre tanto… No se le olvide que ahí está el ELN, presidente Duque. Siga pensando que uno puede desarmar a la guerrilla más grande del mundo para hacerle conejo y que no pasa nada…

En Twitter: @federicogomezla

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