BALADA DE UN CORRONCHO ORGULLOSO
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Se ha anunciado que un grupo de músicos vallenatos estará a lado de Gabriel García Márquez en Estocolmo, durante las ceremonias correspondientes a la entrega del Premio Nobel de Literatura. Esta sola noticia ha sido suficiente para que se produzca una reacción parecida a la de un terremoto en cadena.
Algunas damas de noble alcurnia, y ciertos caballeros de relumbrante abolengo, han puesto el grito en el cielo y se han rasgado dolorosamente las vestiduras porque se averguenzan ante el ridículo espantoso que vamos a hacer los colombianos en Suecia.
Es la patria boba otra vez en su apogeo. La misma patria boba que desde los tiempos de don Antonio Nariño reaparece por épocas, como las olas del mar. Es la misma patria boba que armó una tempestad en un vaso de agua la noche aquella en que Pambelé subió a un cuadrilátero de Cartagena con una pantaloneta que tenía los colores de la bandera nacional.
Y, creyendo que hacen un agravio han dicho en varios periódicos, con una evidente sonrisa de perversidad, que estos costeños son unos "corronchos" incorregibles. Aquí estoy señoras y señores de los lanudos páramos, para reivindicar la palabra. Para reivindicarla con orgullo.
No se equivoque, sumercé. Un corroncho no es, como lo están pensando estos herederos de la decadencia cultural la versión mulata del legendario "lobo" bogotano. El lobo es producto de una subcultura, de una categoría inferior en la que se mezclan Olimpo Cárdenas con Debussy y la ruana boyacense con Saint Laurent. La ciudad revuelta con el campo, boñiga con pavimento, aguarrás y vinilo, Mercedes Benz con un caballito de plomo en la tapa del motor.
La corronchería, en cambio, es pura. Es primitiva. Es auténtica. No admite aleaciones de ninguna naturaleza, ni buenas ni malas. Lobo es el nuevo rico que invita a una fiesta en su casa y sirve arepa con caviar. El corroncho, por el contrario, se come la arepa sola porque no conoce el caviar. O si lo conoce, no vuelve a probarlo porque --como dice una amiga mía de Cartagena- el caviar sabe a mierda de chivo. Y parece huevo de comején.
Un lobo se presenta en el aeropuerto de Miami con gafas oscuras para el sol y una maleta "Samsonite" de color rosado, dándoselas de entendido y chapuceando las treinta palabras inglesas que le enseñaron, en un curso de tres semanas, en el Colombo-Americano de Bogotá. El corroncho, en cambio, es ese hombrecito muerto del susto que se baja en la estación de los buses de Magangué con un baúl de madera amarrado con una pita de curricán y pregunta, con la mayor inocencia del mundo, dónde es que vive por aquí mi comadre Eulalia.
Corroncho genuíno es Toño Fernández, el gaitero de San Jacinto que fue una vez con sus compañeros de música a una gira folclórica por la Unión Soviética, y en el aeropuerto de Moscú, en medio de tanta gente extraña, se le perdieron dos de sus tamboreros. Después de buscarlos por todos los rincones, los encontraron metidos en un baño. Y Toño muerto de la rabia, los regañó:
--¡Que no se separen de mí, carajo! Yo les he dicho que, cuando uno sale de San Jacinto, debe ser como el huevo de iguana: uno detrás de otro...
De manera, pues, que los herederos de la decadencia cultural no tienen ningún motivo para sufrir verguenzas ajenas: lo que va a Estocolmo no es la lobería, sino la corronchería, con todo su bagaje cultural oloroso a pasto húmedo y sal de mar. El vallenato es la más pura forma de expresión de ese pueblo. Yo sé que en estos páramos artificiosos, donde la cultura conserva un rancio olor francés, hay gente que preferiría ver en Suecia, al lado de Gabo, una orquesta de cámara interpretando a Chopin.
Pero van a tener que aguantarse un acordeón, una caja y una guacharaca sonando con estropicio en medio del frío de puñal de diciembre.
Por una razón muy sencilla: porque no es el vallenato el que va a los fiordos suecos a rendirle un homenaje a García Márquez. Es al revés: García Márquez se lleva a los vallenatos porque quiere rendirles el homenaje que se merecen. Un homenaje a sus orígenes culturales, a las raíces de su obra, a las entrañas de su literatura. Eso, naturalmente, no lo saben los caballeros del altiplano, cuya idea del trópico se limita a ese pescado congelado y desabrido que se comen en los restaurantes de Bogotá.
Ellos no saben, qué van a saber que el primer García Márquez de Colombia fue Francisco Moscote, un guajiro al que llamaban Francisco el Hombre, que a comienzos de siglo --con su acordeón terciado al hombro-- recorría a pie los pueblos del desierto, el valle y la serranía cantando las noticias que le daban. Llegaba a Treinta, a Urumita o a Atanquez y el gentío se congregaba en la cantina para oírlo relatar los episodios familiares: que de Uribia le mandan a decir al Chema Daza que su mujer ya parió un hijo, que de San Juan le avisan a la familia Iguarán que Meme salió bien del paludismo. Y le ponía música y hacía versos.
¿No fue Francisco el Hombre el primer Telecom de Colombia? Sí, de la misma manera en que Rafael Escalona es el más brillante cronista de esta tierra, desde los años de don Juan de Castellanos y desde las páginas memorables de Rodríguez Freyre. Escalona no es un músico: es el gran juglar de nuestro romancero popular.
Es a eso a lo que García Márquez le rinde un tributo en Suecia. Un tributo a su sangre, a sus abuelos guajiros, a las fuentes de las cuales nutrió su cultura. Pero es probable que quienes protestan por el viaje de los vallenatos no sepan que Rabindranath Tagore fue a Estocolmo vestido con el sari de su India natal. Y que el conde Tolstoi, si no hubieran cometido la imperdonable majadería de negarle el Premio Nobel, quizá se hubiera presentado con su gorro peludo de cosaco.
No hay, en consecuencia, motivo para alarmarse. Me duele, eso sí, que este país nuestro se averguence todavía de su propia identidad.