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Bateman: los huesos más grandes

El Gran Sancocho Nacional de que hablaba Bateman empieza por fin a cocinarse.

Antonio Caballero
24 de mayo de 1993

ESTE 28 DE ABRIL SE CUMPLEN 10 AÑOS de la muerte de Jaime Bateman, "El Flaco", el "Comandante Pablo", el fundador y jefe del M-19, en un accidente de avioneta sobre las selvas del Darién. En ese entonces pareció una muerte natural, y a la vez una muerte increíble.
Natural porque ese último vuelo mortal había sido emprendido con la misma naturalidad temeraria, hecha de improvisación y desorden, de despreocupación y riesgo, con que hacía siempre sus cosas Jaime Bateman. Un vuelo clandestino de Santa Marta a Panamá, en un cascarón de un solo motor piloteado por un político, mitad amigo, mitad marimbero, sin suficiente experiencia de vuelo, malos radares, mal tiempo sobre el golfo de Urabá, cosas así: lo normal. Pero fue al mismo tiempo una muerte increíble, y que durante muchos meses no quiso creer nadie, porque lo característico de Bateman era que la normalidad de lo anormal le diera buenos resultados. Sus improvisaciones más insensatas y más rocambolescas, mal preparadas y peor hechas, le salían siempre bien al final, por puro milagro: el delirante robo de las armas deL Cantón, la batalla naval del Karina o el acuatizaje fluvial del avión de Aeropesca, que parecían dirigidos por los hermanos Marx, el robo de la espada de Bolívar, la simple y asombrosa supervivencia del propio Bateman en libertad cuando era el clandestino no sólo más buscado, sino más conocido del país: lo conocía todo el mundo, no sólo por las fotos o la televisión, sino personalmente; pero no lo reconocía nadie, aunque su cara de payaso fuera la más reconocible de Colombia. Era natural que se cayera la avioneta de Bateman. Era increíble que no saliera vivo.
Porque las cosas le salían bien inclusive o sobre todo cuando le salían mal: si se perdían las armas del avión, las del Cantón, las del Karina, si por las absurdas metidas de pata que eran la marca de su estilo caía preso todo su grupo guerrillero, una vuelta de tuerca más de improvisación inspirada, como la de un bailarín, lo hacía caer una vez más de pie, y crecido. Le salió bien en fin de cuentas hasta la más descabellada de sus empresas: la de cambiar a Colombia con una docena de amigos, no sólo en lucha contra el establecimiento sino en ruptura con las organizaciones políticas y militares de la izquierda, con su lenguaje y con sus esquemas ideológicos, con sus métodos y hasta con sus objetivos. El M-19 que Jaime Bateman se sacó de la manga -es decir, de la cabeza- mezclando campo y ciudad, revolución y fiesta, burgueses y obreros, armas y charla, Costa y cachaquerío, salsa y Simón Bolívar no "tenía más objeto -ni menos- que desembocar en la revolución mediante el diálogo, y hacer la guerra para lograr la paz.
No hemos tenido ni revolución ni paz, es cierto. De las ideas de Bateman nunca salían las cosas que se esperaban. Pero siempre salían otras. Y las que hemos visto en los años que siguieron a su muerte son increíbles: guerrilleros en el Congreso, una Constitución dialogada, y no impuesta, por una asamblea en la que cupieron indios sin tierra y banqueros, cerca de un tercio de los votos para un candidato presidencial de izquierda... En resumen: cosas apenas embrionarias, incipientes, todavía sin cuajar, pero en las cuales el Gran Sancocho Nacional de que hablaba Bateman empieza por fin a cocinarse.
De la acción inconclusa y caótica de Jaime Bateman ha surgido, en gran parte, todo eso. El fue quien inició en este país este cambio que apenas se dibuja, y que sin embargo es el único cambio que hemos conocido en medio siglo. Y lo inició sin ninguna base de poder: sólo una organizacioncita zarrapastrosa de propaganda armada de la cual no sólo él, sino casi todos los jefes, han sido exterminados. Pero supo hacerlo porque tenía lo que en Colombia no han tenido quienes sí han tenido el poder, la imaginación, la generosidad y la audacia. Por ellas, Bateman consiguió ser ese animal tan raro: un gran hombre.
No se equivocaba su mamá, Clementina Cayón, cuando a los ocho meses de su muerte se vio enfrentada a la tarea de reconstruir el esqueleto roto de su hijo de un costalado de huesos sueltos de cinco o seis personas recuperados de la selva. No lo dudó: y escogió los más grandes.

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