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Bienvenidos al pasado

Declararle la guerra al terrorismo es como

Antonio Caballero
21 de diciembre de 2003

'Bomb them back into the Stone Age'

Curtis Le May, general norteamericano,

recomendándole a su presidente poner

fin a la incómoda guerra de Vietnam.



sta guerra de Irak que apenas sigue empezando en este diciembre del año 2003 marca el verdadero inicio del siglo XXI. Más todavía que aquel atentado espectacular y terrible contra las Torres Gemelas de Manhattan del año 2001, que en fin de cuentas no fue más que uno de los muchos y cambiantes y confusos pretextos para esta guerra. Porque esta guerra, con tan pocos muertos si se la compara con cualquiera de las del siglo XX, internacionales o civiles, tan breve, tan limpia, tiene sin embargo muy hondas consecuencias. A corto y a largo plazo, y de principio a fin.

Fin no. No ha terminado. Y, por su propia naturaleza de guerra inaugural de una nueva época, no terminará nunca. Su principal autor, el presidente norteamericano George W. Bush, ha anunciado que "será una guerra larga". Es, y será, más que eso: una guerra sin fin, permanente y perpetua. La de la dominación permanente y perpetua del mundo por los Estados Unidos, a la manera de aquella guerra incesante que se llamó, mientras duró, la Pax Romana. Ahora, la Pax Americana. Durará, como aquella de entonces, lo que dure el Imperio.

Tiene consecuencias desde el principio, o sea, desde su formulación teórica como doctrina "nueva" de "guerra preventiva". ¿Nueva? Borra de un solo codazo los avances de la diplomacia logrados, por lo menos, desde la Paz de Westfalia que en el siglo XVII puso término a la vez a la Guerra de los Treinta Años y a la de los Ochenta Años en Europa. Y borra, claro está, el compromiso de paz universal anunciado por la creación de la Sociedad de Naciones después de la Primera Guerra Mundial, y de la Organización de las Naciones Unidas después de la Segunda. Con su guerra unilateral, y sin preaviso restregada en las narices de la ONU, los Estados Unidos se han otorgado a ellos mismos el derecho al ataque defensivo contra quien les parezca; pero al hacerlo han puesto ese mismo derecho al alcance de todos los demás, para ellos entre sí o, naturalmente, contra los propios Estados Unidos. Vemos lo de Irak. Veremos más casos. Hemos vuelto a la ley de la jungla.

Y tiene consecuencias hasta el fin, aunque no tenga fin. Llamo provisionalmente "fin" a este punto seguido de la primera etapa de esta guerra, de su primer capítulo local: la captura del derrocado presidente de Irak Saddam Hussein y la decisión de exhibir públicamente la humillación del examen médico para buscarle piojos en la barba y olfatearle en la boca el posible mal aliento. Esa exhibición, violatoria de todas las normas internacionales sobre tratamiento a los prisioneros de guerra, es otro retroceso deliberado con respecto a los avances de la civilización y la decencia. Recuerdo un precedente. Cuando el conquistador mongol Tamerlán aniquiló

Bagdag en el siglo XIV y capturó al califa Bayaceto, le arrancó los ojos y le cortó la lengua, y lo hizo exhibir como una fiera en una jaula de hierro; porque no existía la jaula de la televisión en esos tiempos.

Esta es una guerra, nos dicen sus autores (Bush, el británico Blair, el español Aznar), "contra el terrorismo". Se podría refutar esa afirmación por el hecho cierto de que el Irak de Saddam Hussein no fue nunca un Estado terrorista, como lo han sido en tiempos recientes otros, muchos y muy variados: Libia, Siria, Israel, Bulgaria, el Chile de Pinochet y de la 'Operación Cóndor', el Vaticano de monseñor Marcinckus, o los propios Estados Unidos. Pero una refutación más seria es el hecho lógico de que el terrorismo no puede ser un enemigo, puesto que se trata simplemente de una manera de matar gente. Declararle la guerra al terrorismo es como declarársela, digamos, al apuñalamiento. Y también esto es un salto atrás en la historia: un salto a la Edad Media de Europa Occidental, cuando la justicia consideraba un delito mucho más grave el degüello con cuchillo que el ensartamiento con espada, porque el cuchillo era arma de villano, y la espada, de noble. Así hoy resulta intolerable que los palestinos maten israelíes con bombas humanas, pero perfectamente aceptable que los israelíes maten palestinos con cohetes teledirigidos. Terrorismo es lo que hacen los otros. Defensa propia preventiva para evitar víctimas del terrorismo es lo que hacemos nosotros; sean ellos quienes sean, y seamos nosotros los que seamos, según el turno.

Pero lo de "terrorismo", que es un adjetivo y no un sustantivo, permite convenientemente difuminar en un magma de "mal" (el evil de Bush), indiscriminado y opaco y oscuro, sujetos muy distintos y propósitos muy diferentes, y que sólo tienen en común el que pueden ser considerados incómodos para los dueños de Occidente. Independentismos regionales: tamiles o irlandeses, palestinos o chechenos; insurgencias sociales, o meramente laborales; o la simple protesta contra la globalización económica; o la simple protesta contra la destrucción del medio ambiente. O la simple protesta contra la autoridad y por la libertad. Todo eso es llamado terrorismo.

Y así desembocamos en la paradoja perversa de que lo que llaman lucha de la civilización de Occidente contra el terrorismo es en realidad la lucha contra lo más granado y lo mejor de la civilización de Occidente: la claridad del derecho romano, la sensatez del "common law" anglosajón y nórdico, la exigencia de entendimiento de Sócrates y la exigencia de justicia de Cristo, la Ilustración francesa, el liberalismo inglés, y hasta el romanticismo (tan peligroso por otra parte) alemán. España pone, por su parte, la alegre anarquía.



¿Se va a acabar todo eso bajo unas botas de Texas?