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BOGOTA LA TERRIBLE

Semana
3 de noviembre de 1997

Tal vez la primera vez que vi la verdadera cara de Bogotá -tiene razón Alvaro Mutis cuando dice que el nombre de Santafé de Bogotá es de una lobería insufrible- fue el día en que, gracias a Juan Martín Caicedo, para ese entonces el alcalde, pude verla desde un helicóptero. Quedé alarmado. El norte residencial y el centro -los sitios que uno reconoce y frecuenta- eran poca cosa dentro del inmenso tablero de la ciudad. Fuera de estas zonas, al oriente, al occidente y sobre todo al sur, al vastísimo sur, lo que se extendía era una ciudad polvorienta, abigarrada y paupérrima del Tercer Mundo, que aun desde el aire dejaba ver sus harapos y llagas.
Ahora, con motivo de la campaña que desarrollan los candidatos a la Alcaldía Mayor, alguien me hizo llegar unas terribles estadísticas, que son como una radiografía de la capital donde vivimos 5.800.000 colombianos y que le dan a esa visión aérea y sombría de hace unos años un sustento tristemente revelador.
Resulta, por ejemplo, que la mitad de los habitantes de Bogotá (exactamente el 49,9 por ciento) apenas llega al nivel educativo de primaria. Se trata, ni más ni menos, de una situación medieval con la cual convivimos sin medir sus consecuencias. Con un soporte educativo tan endeble, que es el de uno de cada dos habitantes, es difícil abrirse paso en la vida y participar en cualquier actividad que sobrepase la de una elemental economía de simple sobrevivencia. Peor aún: hay algo más de un millón de personas, en Bogotá, con necesidades básicas insatisfechas y 500.000 que viven en condiciones de hacinamiento. Hay 90.000 niños sin escuela; 2.500 viven en la calle y más del 75 por ciento de estos últimos consumen drogas. Tres mil locos andan sueltos por la ciudad. Una de cada 10 viviendas no tiene electricidad, agua ni alcantarillado. Las urbanizaciones ilegales cubren 240 hectáreas por año. Medio millón de personas no tienen acceso a los transportes públicos.
Naturalmente que dentro de este paisaje social, propio de la pobreza absoluta, la prostitución está muy difundida y los delitos alcanzan proporciones que hacen de Bogotá una de las ciudades más inseguras y peligrosas del planeta. En un solo año, 1995, se reportaron 13.793 atracos callejeros y los robos y estafas llegaron a sumar 142.000 millones de pesos. El año pasado 12.000 vehículos fueron robados, de los cuales 9.000 a mano armada.
A este negro panorama de desastres se suma un nuevo problema: el de los desplazados por la violencia que azota las zonas rurales. En los dos últimos años, huyendo de sus aldeas, llegaron 108.000 personas a la capital para engrosar el vasto ejército de los desocupados. En los 10 años precedentes se había registrado la llegada de un número igual, lo que demuestra la creciente espiral de inseguridad y riesgos que se extiende en el territorio nacional. Y el éxodo continúa.
El caos y la inseguridad que nos rodean recuerdan los de Francia y otros países de Europa en el revuelto siglo XIV, cuando a la guerra de Los Cien Años y al bandidismo imperante en los caminos, se sumaron los estragos de una peste que dejó en los cementerios a la tercera parte de la población. De ahí que una célebre autora haya bautizado la crónica descarnada de esta época atroz con un título muy diciente: 'El espejo lejano'. En él podíamos mirarnos los colombianos si tuviésemos el valor de hacerlo, en vez de protestar con la imagen que de nosotros se difunde en el mundo. ¿Mala imagen o simple realidad? Habría que dejar a un lado las mentiras cosméticas. Si uno se ve mal en un espejo la culpa no es ciertamente del espejo.
"Lo que sucede es que ustedes están viviendo su Edad Media", me decía alguna vez en París Regis Debray, considerando tal vez ineluctable que el desarrollo o la civilización requiriesen las mismas etapas históricas ya recorridas por Europa. La diferencia es que los hombres de la Edad Media no conocían otro mundo mejor. Y nosotros, o una buena parte de nosotros, sí. De hecho, hay aquí una latitud social que vive en el confortable paisaje económico, cultural y tecnológico de la posmodernidad en este fin de milenio: en el mundo del jet y del jet set, del fax, de la Internet, del TV cable y de las parabólicas, de los viajes, los cocteles y los camarones gratinados. ¿Cómo hace ese mundo para ignorar el otro, el que lo rodea con un vastísimo cinturón de miseria y violencia?
Pues se las arregla, creando al norte de esta ciudad terrible, un universo cerrado y artificial donde encontramos las caras que aparecen reiterativamente en las páginas sociales de las revistas, donde se cocinan chismes y trivialidades, se asiste a exposiciones de pintura y a partidas de polo, cenas y bailes de disfraces, tratando de no ver u olvidar o escapar de... de eso que se agolpa en los semáforos o que uno ve, en la noche, en el tétrico resplandor del alumbrado público, cuando regresa a casa luego de una función de ópera en el Teatro Colón. En esa ciudad, corroída por una lepra de pobreza y delito, vivimos. Y a esa realidad intentan darle respuesta, con sus propuestas e ideas, personajes tan disímiles como el cura Pérez, Horacio Serpa o Hernán Echavarría. Sería preciso olvidarse por un momento de las pasarelas, de las bellas del país y otras frivolidades del periodismo light para saber a quién darle crédito y qué se hace para dar una solución redentora a aquello que hierve amenazante en las entrañas de la ciudad, expresión de un país enfermo y desorientado.

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