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BREVIARIO DE LAS EXCUSAS

Para un buen productor de excusas matrimoniales se requiere tener la sangre fría de una jicotea

Semana
25 de abril de 1988

Desde el rincón apacible de mi insípida fidelidad hogareña, empiezo por reconocer que siempre he admirado, aunque con algunas reservas de índole espiritual, la fabulosa creatividad de que hacen gala algunos maridos díscolos cuando se trata de inventar excusas para justificar sus tardanzas o desapariciones.
Es que hay algunos hombres que son verdaderos maestros en ese arte complejo y refinado de la mentira conyugal. No me refiero, naturalmente, a esos seres vulgares que buscan el perdón de la señora escudándose en recursos tan prosaicos como las reuniones de la oficina o las congestiones del tráfico.
Lo que quiero hacer hoy es un humilde pero sincero homenaje a esos maridos casquivanos, inteligentes e imaginativos a quienes envidiaria Julio Verne. Los que, además de talento, tienen gracia para inventarse sus historias.
Para ello se requiere algo más que agilidad mental. El marido mentiroso es felino como una pantera, astuto como una zorra, resbaloso como una ostra, ladino como un gato, saltarín como un conejo. Tiene las garras del águila real y la suavidad de la paloma. Es paciente como la víbora que espera a su presa en un recodo.
Tengo un amigo que reúne en torno suyo todas esas virtudes. El otro día llegó a su casa cuando estaba clareando la mañana. Reptando por la sala, deslizándose a través de puertas y ventanas, logró burlar a su mujer y se metió entre las sábanas. Ella, que echaba candela por la boca, se metió en el carro del marido y empezó una minuciosa labor de requisa policial.
Encontro un par de aretes de fantasía en el asiento delantero. "¡Oscar! -gritó ella, jupiterina, parada en la puerta del dormitorio, con su trofeo en alto- ¡De quién es esto, Oscar, quiero saber ya de quién es esto!". El abrió un ojo, con displiscencia, y miró los aretes que espejearon con la luz del sol nuevo.
-Son tuyos, mijita -respondió él, tranquilamente.
--¿Míos? --exclamó la fiera, bufando como un buey
--Tuyos, mi amor -añadió él- porque a mí me enseñaron en mi casa que las cosas son del que se las encuentra.
Y cerró otra vez los ojos, se puso una almohada en la cara, se volvió hacia la pared y siguió durmiendo con un ronquido de estropicio.
Para ser un buen productor de excusas matrimoniales se requiere, en primer lugar y por encima de todo, tener la sangre fría de una jicotea. Los nerviosos están condenados irremediablemente al fracaso porque los delata su turbación. Hay que ser tan espontáneos como si cada mentira fuera la cosa más natural de este mundo.
Jonás, el personaje bíblico, es el campeón mundial entre los maridos embusteros. Se perdió una semana de la casa y, cuando por fin hizo su aparición, oliendo a vino, le dijo frescamente a su mujer que lo que pasaba era que una ballena, negrita, me tragó durante siete días, y después, negrita, me vomitó en una playa y lo primero que hice, negrita, fue venirme para la casa.
Lo más asombroso del cuento de Jonás no es su imaginación de Walt Disney sino que su mujer se lo creyó mansamente. No sabe uno qué es más admirable entre la imaginación de Jonás y la inocencia de la señora.
Claro que también es necesario mencionar, aunque sea de pasada en este apretado pero enjundioso breviario, el hecho de que ciertas mujeres son tan bravas que ellas mismas obligan a sus maridos -por miedo- a inventar las excusas. El otro día le oí decir a un hombre que su mujer es tan malgeniada que tuvieron que ponerle burladeros a la alcoba.
Como muchas otras costumbres amables y pintorescas, las excusas conyugales también están desapareciendo ante la avalancha tecnológica de esta vida moderna. "Para eso existen los teléfonos" dicen, con ironía, las esposas a los maridos que ni llegan ni llaman.
Un compañero de trabajo está dispuesto a demandar al señor Morita, el japonés que fabrica y vende los aparatos eléctricos más complicados. Mi amigo dice que la más obvia y sencilla de las mentiras hogareñas era la de robarse el tiempo a la llegada a la casa. Es frecuente la escena del hombre que, en puntillas y con los zapatos en la mano, entra a su alcoba a las 4 de la mañana. La esposa, medio dormida, pregunta la hora. El marido le dice que es la una menos cuarto.
- Eso era antes -comenta mi compañero- Porque ahora, y gracias a los japoneses, cuando uno dice que es la una, la mujer mira al frente, levantando levemente la cabeza, y le grita: "¡No sea mentiroso, borracho adúltero, que son las cuatro!".
La solución es elemental: esa luz verde del betamax del señor Morita, que resplandece como un platillo volador, se ha convertido en el peor enemigo de los hombres trasnochadores. A menos que el cinismo del parrandero sea tan grande como para revirarle a su mujer, con voz de ofendido, y decirle con una enorme dignidad;
--¿Y usted, señora, les cree más a esos japoneses que a su marido?