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Busco una mascota

Si los perros se parecen a su amo, ¿qué se puede esperar de un país cuyo fiscal vive pegado a un french poodle?

Daniel Samper Ospina
7 de febrero de 2009

Al igual que las esposas de algunos políticos, siempre he sentido atracción por los animales. Por eso este año quise comprarles a mis hijas una mascota. Al principio pensé en un perico, pero me dio miedo de que alguna visita del alto jet set criollo llegara a mi casa y lo inhalara sin pudor alguno en el baño de emergencia.

Pensé, entonces, en la alternativa obvia de comprar un perro, pese a que tengo algunas prevenciones frente a esos animales: siempre me han parecido un poco bobos. Uno les bota un palo mil veces y ellos lo traen mil veces, por ejemplo, y en esa dinámica es fácil que uno se vuelva tan idiota como su cocker spaniel. Tengo conocidos a los que el perro les bota el palo, y son ellos los que lo recogen. La gran mayoría ocupa importantes puestos en el servicio exterior desde cuando Uribe asumió el poder.

De todos modos suponía que el perro era la mascota ideal hasta cuando mi esposa me dijo una frase que me cayó como un latigazo:

— No se te olvide que los perros terminan pareciéndose a sus amos.

Me imaginaba al pobre perro mal vestido, obligado a opinar de lo que fuera, sometiéndose a una dolorosa lobotomía con el fin de convertirse en periodista, y la idea empezó a parecerme triste. Desde entonces cruzo los dedos para que el famoso dicho no sea cierto. Porque si los perros se parecen a sus amos, el perro de Borja debe ser gosque; el del Procurador, un pastor con rabia, y el del ministro Arias, un perrito pincher: uno de esos cachorros diminutos que buscan camorra con un ladrido agudo infernal, pero que en el momento de la verdad se esconden detrás de su dueño.

Ahora bien: si los perros se parecen a sus amos, ¿no viene siendo hora de que los hijos de Uribe le regalen al doctor Valencia Cossio esos perros gordos y corrugados con los que posan en las revistas; si los perros se parecen a su amo, ¿cómo será la mordida del perro de Name Terán; si los perros se parecen a sus amos, ¿qué se puede esperar de un país cuyo Fiscal vive pegado a un french poodle?

Pero mi obsesión se convirtió en angustia cuando supuse lo que pasaría el día en que el Presidente reconozca que tener caballos finos y costosos en Colombia es de dudosa reputación y prefiera comprarse un perro. Porque, no nos digamos mentiras: si el perro se parece a su amo, el perro de Uribe sería desesperante: se creería dueño de la finca, mordería a cuanto indígena se le arrimara y sólo atendería órdenes dadas en inglés, como seat y attack. Sobre todo attack.

Deseché del todo la opción de comprar un perro y examiné otras posibilidades. De los gatos me dijeron que eran fríos y calculadores, y a ratos traicioneros. Pero para esa gracia prefiero pedirle el favor a César Gaviria de que eventualmente pase por la casa para que las niñas lo acaricien y le muestren dónde queda la caja con arena.

Por preocupantes razones familiares me abstuve de comprar un elefante. Y al final me decidí por una linda cotorrita; sobra decir que por elegancia con la doctora Ramírez, de quien soy respetuoso admirador, me abstendré de decir que la bautizamos con el nombre de Martha Lucía.

Tenía una ventaja: no cantaba. Al menos no como el soldado que en buena hora recuperó su libertad esta semana, cuyos corridos explican esa extraña liberación unilateral que hicieron las Farc.

Sin embargo, en un descuido, el animalito se voló.

Lo busqué sin resultado alguno. Para que diera alguna señal pensé en salir con una escopeta: desde el caso de la demanda del magistrado Escobar a Alejandro Santos es claro que ahora los pájaros les tiran a las escopetas, y en esa medida iba a poder identificar dónde estaba.

Pero todo fue en vano. Nunca apareció. Siento el dolor terrible de haber perdido una mascota; el mismo dolor que sentiría el Presidente si algún día pierde a Uribito. Mis hijas están inconsolables. Y eso que aún no saben que en esta época de falsos positivos en cualquier momento el cadáver del pajarito puede aparecer en otro departamento torpemente disfrazado de guerrillero.

En medio del llanto de las niñas, y sin más opciones a la vista, se me ocurrió conseguir directamente a Moreno de Caro. Siempre me ha parecido que él mismo puede ser una mascota divertida a la que uno puede corretear, enseñar a que dé la mano y obligarla a que hable con esa voz rasposa que seguro divertiría a toda la familia.

Lo llamé de urgencia, antes de que lo nombraran de nuevo en una embajada, pero no lo conseguí: estaba en el jardín, recogiendo el palo que su perro le tiraba.

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