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Los avatares de un nuevo gobierno

Al final de un gobierno, algunos hacen esfuerzos para lograr lo que no obtuvieron, mientras que comienzan a proliferan las hojas de vida de aspirantes de posiciones en el entrante. Virgilio Barco fue la excepción.

Juliana Londoño, Juliana Londoño
20 de julio de 2018

Nos hemos acostumbrado a que anuncios que hacen solemnemente altos funcionarios del Estado, tienen tan solo el propósito de atender las coyunturas políticas, eludir responsabilidades, lograr popularidad o conseguir las simpatías de los medios de comunicación, aunque sea en los estertores de su gestión.

Esa ha sido la causa del deterioro progresivo de los partidos políticos, no obstante que en algunas regiones los ofrecimientos por el voto han evolucionado, del consabido tamal con una “amarga”, a la nevera y a la lavadora.

Naturalmente que siempre existe la expectativa “de una curul en la burocracia”, como dice el carrangero Jorge Velosa en Soy Boyacense.  Cuando llega un nuevo gobierno se multiplica la circulación de hojas de vida, mientras que la designación de cada nuevo funcionario genera para muchos la rápida consideración de lo que puede conseguir de él.

Sin contar con que, incluso antes de asumir los nuevos funcionarios, el envío de canastas de flores, se incrementa inusitadamente haciendo las delicias de las floristerías, mientras que los obsequios y las invitaciones de todo tipo proliferan.

También en ocasiones cuando se acerca el final de un gobierno, todos aquellos que ven peligrar sus posiciones o los que no han logrado aún los privilegios esperados, se mueven rápidamente para que el saliente deje hechos cumplidos.

Hubo sin embargo una excepción: Virgilio Barco. Desdeñando los halagos y dejando de lado el boato y el afán de publicidad, se propuso profesionalizar la Cancillería, cuando la carrera diplomática estaba en sus estertores, producto de los insaciables apetitos de los amigos de los gobiernos de turno. Aunque sabía que cada negativa implicaría un ataque en el Congreso o un editorial venenoso en un periódico, asumió el riesgo.

Centenares de solicitudes de cartas de naturaleza y de visas se arrumaban en la Cancillería, hasta que “alguien prominente” intervenía. Para no hablar de los equipos de fútbol profesional, que como no podían alinear más de cuatro extranjeros, dirigentes políticos de las regiones, exigían que se nacionalizara a la “estrella”, a pesar de que al terminar el contrato este echaba a la basura la camiseta del equipo y la ciudadanía colombiana, lo que no hacen ahora los africanos de la selección de Francia. Esas tradicionales conductas se eliminaron, pero pagando un alto costo político, porque era algo insólito.  

El concordato con la Santa Sede le impedía al Estado legislar sobre el matrimonio y la educación en las escuelas públicas. Sin embargo, se avanzó hacia la reforma en medio de la indignación del arzobispo de Bogotá y del cardenal López Trujillo, que incluso profirió una velada amenaza de excomunión, siguiendo la línea de Miguel Ángel Builes, uno de los más reaccionarios jerarcas de la Iglesia colombiana, al que en breve seguramente tendremos en los altares a la par de San Judas Tadeo y de Santo Tomás de Aquino.  

Por lo que se ve, todo parece indicar hasta ahora que el nuevo gobierno seguirá el camino de la independencia, después que el país ha estado en los últimos años sumido en el pesimismo, la pugnacidad, la polarización y la mermelada. Ojalá que sea así.   

(*) Profesor de la Facultad de Relaciones Internacionales de la Universidad del Rosario.

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